Todo libro
requiere una introducción. O si no, algo que nos conduzca a él. En ese caso fue
un comentario al paso del periodista críptico Ruiz Quintano, algo más de Gamonal
que de Burgos, quien en su columna de ABC lo calificó de libro
“imprescindible”. Quizá se pasó algunos pueblos, pero en todo caso es de agradecer
la alabanza que sirvió de guía.
Juan Romeu Fernández es doctor en filología
hispánica y cofundador de la web “sinfaltas”. Confiesa que también es poeta. Ha
colaborado con la Real Academia. Es algo así como un entomólogo de las
palabras, a las que trata como a mariposas que caza, cataloga y ordena.
Transmite la evidencia de que es un enamorado de la palabra, y del español
claro. Le debemos la colección de mariposas que es este libro.
Arribo, por
ejemplo, a la tabla periódica de la ortografía que publica en la web “sinfaltas”.
Y veo que en “Cm” se me dice: “No se pone
coma ente el sujeto y el verbo”. Y como ejemplo dice: “Lo que pasó pasó”. No hay día que uno no aprenda algo. Pido disculpas
por el mal ejemplo qua hasta ahora haya dado. Y dejo constancia que a mí me
gustaba la coma, algo que se notaba cuando se habla, no cuando se escribe por
lo visto.
Entrar en el
libro es como penetrar en el jardín de las delicias, o, por ser más prosaicos,
en un jardín botánico o en un zoológico de nueva especie. Abramos por donde
abramos el libro nos encontramos con una nueva planta, con un nuevo animal. Si
el autor nos alertaba de que no sabíamos muchas cosas, lo deja patente: no
sabemos casi nada. Hay una cosa con la que defenderse de esa acusación: tampoco
tenemos la necesidad de saberlas. ¿Cómo entonces Ruiz Quintano tacha al libro
de imprescindible? Quizá quiere decirnos que lo que ignoramos, pese a lo poco
que sabemos, es prescindible. Para hablar entre nosotros y entendernos, nos
basta con esa peculiar ignorancia que tenemos y con la que, a partir de la
pubertad, nos conformamos.
Es muy difícil
comentar un libro que, se abra por donde se abra, ofrece una lectura agradable
y curiosa. Pero hay ocasiones en las que nos ofrece unas brillantes pistas. Al
comenzar el libro, por ejemplo, se refiere a la idea de declinación, algo que
creíamos superado en el español y que podamos encontrar muerto en el respetable
latín o vivo en el incómodo alemán. Pero resulta que Romeu nos recuerda que hay
todavía hay rastros de declinación en el español actual: de hecho, la primera persona
del singular se declina: “yo, me, mi, conmigo”.
Y caminando por
la declinación nos descubre algo curioso. Mientras el español deriva del latín
utilizando sus acusativos, el italiano lo hace basándose en los sustantivos. De
ahí que, por ejemplo, los plurales terminen en “s” en español y en “i” en
italiano; o que los sustantivos den lugar a “homo” en italiano y que, en
español, al apoyarse en acusativos terminados normalmente en “m”, terminen
creando el término “hombre”. Y así con hembra, alambre, lumbre o cumbre: del
latín “min” se salta alegremente al castellano “mbr”.
Resulta
ineludible referirse a la etimología de las palabras. Todas han tenido un
origen y, a partir del mismo, han adquirido vida y universalidad o han desaparecido
muertas o en el olvido, que, para el caso, es igual. Hablamos del español, es
decir de la lengua que todos los nacionales españoles están obligados
constitucionalmente a conocer y tienen derecho a usar. El español como casi todas
las lenguas es una lengua de aluvión. El latín ocupa su lugar más importante,
pero junto a esa fuente aparecen otras como el árabe (fruto de una dominación
de siglos), el vasco (que considero ibero sin alfabeto), las lenguas
sudamericanas y las europeas que siguen vivas y coleando.
Como se
advierte rápidamente ojeando el libro, Romeu da una especial importancia a las
etimologías, lo que no es de extrañar porque, a lo largo del tiempo y en mayor
o menor dimensión, las palabras han terminado cambiando el original sentido del
término. En un momento dado se pregunta si, al igual que sucedió con el latín
que dio origen a muy diversas lenguas, puede suceder algo parecido con el
español en las áreas en donde se habla. Romeu es optimista; el español persistirá
en sus actuales términos, aunque con las diversidades regionales impuestas por
costumbres y accidentes. Hay algo que creo que le avala: el latín en un momento
histórico dado murió, justamente cuando daba a luz otras lenguas, y es una
lengua muerta, no así el español. Y a esa unidad fundamental del
castellano/español dedica las muchas páginas que se ocupan de la presencia de
términos sudamericanos en el español hablado en aquellos países. Añado que
muchas veces más fieles que los nuestros: en Guatemala se ve con alguna
frecuencia el cartel “Se vende predio”. Conservan de hecho una riqueza que nosotros
en España vamos perdiendo. Aunque también ellos, por desgracia.
Romeu nos
advierte, por ejemplo, del peligro de ultracorrección. No es frecuente, pero es
lo que lleva a decir “bacalado” en lugar de bacalao (que viene del holandés).
Peor es quitar el “de” por temor al dequeísmo, cuando ese “de” es procedente.
El malapropismo es que se comete al elegir una palabra por parecerse a otra (estar en el candelabro) o los homónimos parasitarios
en los que no hay error sino voluntad de parasitar (paganini, pastizal, emilio).
¿Qué decir de la
“gramática guay”? El “imperativo retórico”
no tiene sentido de mandato (tócate las narices, vete a saber). Junto a él aparecen
los “imperativos condicionales”. Pasamos a los “imperfectos oníricos” (con
Machado de ejemplo nada menos), a “las comparativas correctivas y las
progresivas”, al “subjuntivo polémico”, a la “negación expletiva” o al “dativo
ético o de pasión”. Pasen y vean señores: nunca pudieron imaginar que utilizaran
tantas cosas, como ignoraba aquél que, de pronto, descubrió que hablaba en
prosa. Pero atención: pese a sus nombres, no muerden y los ejemplos proporcionados
generosamente por Romeu nos las hacen inteligibles.
La última parte
del libro se refiere a una contradicción: “Oral
y escrito; escribir como se habla y hablar como se escribe”. No es un
terreno pacífico. Es la propia Academia la que lucha contra los “bugs” que Romeu
describe; plurales dudosos, grafías imposibles, normas académicas que el uso
rechaza y termina triunfando (como “wiski” frente a “güisquy”), los plurales de
cd, ong o com, las abreviaciones como EE. UU. ¿Qué hacer con los finde o los
simpa? ¿Cómo escribir, pronunciar y acentuar correctamente pokemon, sake,
Mexico, tex-mex, elite…? Los ejemplos son numerosísimos.
Internet nos ha
traído como fruto maduro las abreviaciones. Algo que nos recuerda Romeu:
Nebrija ya las utilizaba. La técnica ya nos fuerza a ello: los puntos finales
son incómodos de incluir en el texto de un WhatsApp (¿o guasap?, ¿o uasap?) y
el signo que abre una interrogación no existe en un smartphone. El problema o
la solucion al problema es en el fondo todo se entiende. Junto a esos problemas,
se aborda el de los hashtags, el de los vocativos, el de los emoticonos, el de
Twitter, el de las direcciones electronicas, el de las paginas web, las extensioniones
de los archivos... Es de recordar que
cuando se comete un error en una palaba, éste se salva con un mensaje a continuación
indicado la palabra correcta precedida de un asterisco (p.e. “*vuelta”, cuando
hemos escrito “buelta”).
Estamos en un
mundo en el que el lenguaje, para bien o para mal, está en ebullición. No
seamos ilusos: así ha estado siempre. Romeu hay algo que finalmente recuerda: “sea como sea, lo ideal es respetar las normas
ortográficas siempre que sea posible”. Y pone como ejemplo que, aunque la Academia
(la Real de la Lengua Española) nunca ha dicho que no se tilden las mayúsculas,
la imposibilidad de hacerlo en las máquinas de escribir clásicas dio paso a una
cierta permisividad, pero la norma de tildar las mayúsculas ha estado siempre
presente. Y ahora podemos tildar ya las mayúsculas.
Ya en broma: ¿Qué
es un “kiki”? La RAE no lo define, el María Moliner y otros diccionarios lo
escriben “quiqui”. Pero si a las personas se les pregunta cómo se escribe “echar
un kiki” responderán mayoritariamente que con dos K, letra un tanto inusual en
español. Mirando hacia atrás me divirtió saber que “cochifrito” viene de cocho
y frito, es decir, cocido y frito. ¿Salió de ahí el Cuchifritín de Elena
Fortún?
Ante un libro
tan variopinto en su contenido, resulta materialmente imposible hacer frente a
tanta información como la que ofrece. La crítica al libro debe silenciar muchas
cosas y quien la comenta se queda con un vago sentimiento de traición al libro
mismo. Valga esto como excusa y justificación, en el caso en que cupiera. Como penitencia
queda la permanente preocupación por estar usando correctamente la lengua que
utilizamos; si damos ejemplo o escandalizamos.
En su epílogo,
Juan Romeu dice “Recuerda que, si te
preocupas por algo tan cercano como la lengua, te acostumbrarás a ser curioso y
cuidadoso con todo, y a preocuparte por los detalles”. Al final añade: “…creo que es la hora de poner punto y final
a este libro y dejar que ahora seas tú quien vaya descubriendo las maravillosas
historias que el español esconde.”
¿Estamos
realmente ante un libro realmente imprescindible, como afirma Ruiz Quintano?
Aunque no llegue a eso, resulta ser un espléndido instrumento para medir
nuestra poquedad y ampliar nuestros pobres conocimientos. Y, en todo caso, para
entretenerse con su lectura.
“Lo que el español esconde” (256
págs.) es un libro escrito por Juan Romeu y editado y publicado por Larousse
Editorial en 2015.
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