José María Carrascal
es sobradamente conocido; él y sus corbatas. Quizá lo sea menos su trayectoria,
más allá de ser tenido por periodista conservador. Más interesante es saber que
vivió y trabajó en Alemania y Nueva York, lo que le permite dominar ambas lenguas.
Y que ganó en 1972 el Premio Nadal con su novela “Groovy”. Esto último se
destaca para reconocer que sabe escribir, cosa no muy frecuente en muchos autores
de libros.
En este libro
comienza refiriéndose al concepto de revolución: en más de una ocasión alude a
Ortega para quien la revuelta se produce contra los abusos, y sólo la auténtica
revolución, contra los usos.
Carrascal se
refiere de forma insistente a dos tipos de revolución: la burguesa y la marxista
o proletaria, una llevada a cabo por la burguesía y la otra, por el
proletariado. Claro es que, junto a ellas, realiza alusiones a otras
revoluciones como las culturales, las industriales, las económicas o las religiosas.
Pero ésas parecen tener un tono menor respecto de las que son producto de una
determinada estructuración social basada fundamentalmente en la clase media o
en su inexistencia.
La gran acusación
que contiene el libro es la de faltar en España, históricamente hablando, de
una verdadera revolución. No la tuvo en tiempos pasados al carecer de auténtico
feudalismo. Ni tuvo la religiosa, por estar alejada geográficamente del
escenario de la Reforma. Ni la tuvo industrial. Ni la cultural. A todos los
movimientos llegaba tarde y mal.
Para
desarrollar sus tesis, Carrascal recorre la historia de España desde los
Austrias. Va a dejar constancia de una peculiar actitud del español marcada por
su aversión al trabajo, combinada con un desmedido orgullo. Abominará del
decadente siglo XVII. Lamentará el siglo XVIII español mientras las “luces” iluminan
Europa. Aunque destaca los intentos de algunos personajes por modernizar
España, la inercia de la sociedad podrá con ellos.
Lamenta en
especial Carrascal la importante oportunidad perdida que fue la Guerra de la
Independencia. Una corriente nueva sopló en Cádiz y dio a luz de Constitución
de 1808, la Pepa, que de alguna forma asombró al mundo. Pero los que la crearon
terminaron siendo desplazados, como afrancesados, ante una desorientada actuación
de los reaccionarios.
Entrar en el
siglo XX produce cierto vértigo. Carrascal nos acompaña en breves capítulos por
las sucesivas etapas, generalmente de escasa duración, que recorrió nuestro
triste y estentóreo siglo XIX. Su lectura nos da la impresión de que puede
dividirse en dos partes: una primera de alternancias en la que cada partido
vencedor aprobaba su peculiar constitución; y una segunda, la de la Restauración,
en donde se implantó una ficción tan lenitiva como baldía de estabilidad. Luego
llegaría el anarquismo como primera muestra de una pretendida revolución
proletaria, la engañosa prosperidad derivada de la neutralidad en la primera
guerra mundial, y, como preludio, de todo ello la desaparición definitiva del
imperio español —que existió, no lo olvidemos— generando una etapa de pesimismo
nacional.
Un
pesimismo en el que creo que volvemos a caer de cuando en cuando, pero sin que
falten motivos para ello. Aunque también hay que reconocer que, a más de
estorbar los estúpidos problemas monárquicos de alcoba y orgullo, nos ha
faltado algún elemento cohesionador, como fue la invasión alemana en Francia o
la derrota de Alemania en sus guerras. Lo nuestro, pasado Napoleón, todo fue
civil y sin enemigos exteriores apreciables. Aunque lo fuera también la guerra
estadounidense, hay que reconocer que, subyacentes, persisten los rencores, aunque
enormemente aliviados por la permanente inmigración y el orgullo que deriva de
la creación de un imperio. Nada une o separa más que el orgullo: todo depende
del ámbito en el que éste se proyecte: el local o regional, el nacional o el
internacional.
No se puede
olvidar que lo que Carrascal busca es la revolución que no fue, la pendiente. Y
no la hallará tampoco en la segunda república en la que trataron de surgir sin
éxito las revoluciones burguesa y marxista. Carrascal no dice: “Quiero decir que, en la Guerra Civil, no se
avanzó —al revés, se retrocedió— hacia la revolución que desde hacía siglos
necesitaba España, haciéndola más lejana, más difícil” ·. Y añade: “...hoy a los 77 años de terminarse aquella
guerra, tengo a veces la impresión de que no ha acabado”. En el bando republicano
la revolución marxista que pudo haber triunfado fue frenada en su final por la
propia URSS a quien, internacionalmente, le convenía más el triunfo transitorio
de una revolución burguesa. En el bando nacional, fue el mismo Franco quien
abortó el triunfo de esa revolución burguesa. La Falange, su coartada social,
siguió hablando de la “revolución pendiente”.
Algo que hay
que destacar es la división radical que Carrascal hace entre el franquismo, la
transición y la segunda transición. Quizá los viejos (Carrascal, con perdón, lo
es, y mucho) tendemos a verlo con una continuidad que no existe, aunque eso se
debe a la pura y propia continuidad vital. Lo malo es que esa apreciación
continuada de unos ochenta años de historia no es asumida por las generaciones
jóvenes.
Para Carrascal
la cosa está clara: el franquismo había creado una clase media pero no la
estructura democrática a la que esa clase media echaba en falta. La transición
fue lo que permitió ese ajuste. Probablemente la Constitución de 1978 fue una
constitución pactada, cómo si toda constitución no debe serlo en su fondo.
Coronaba una Transición en que el pueblo fue simple espectador silencioso y que
fue llevada a cabo por “jugadores habilísimos”. El franquismo se enterraba con
Franco.
En el libro se valora
a la baja el valor de una constitución. Sirve cuando es observada y deja de ser
útil cuando no lo es. Modificarla apenas sirve de algo. Para corregir los
graves errores que se han puesto de relieve en la ley electoral, por ejemplo, o
en el reconocimiento de las particularidades regionales y su articulación.
La última parte del libro se vuelca sobre el
periodo que siguió a la transición. Es, sin duda, la parte más amarga del mismo.
Dentro de ella se distingue una primera fase que llega hasta los “indignados de
2011”, año que Carrascal considera el verdadero inicio del S. XXI en España. En
esa primera fase, quizá por llevar la contraria a todo lo que significó el
franquismo, se potencia el poder de los partidos para llegar a una auténtica
partitocracia que termina desconociendo los problemas reales y que es contestada
finalmente cuando llega la crisis económica y se manifiesta con crudeza la
corrupción de las instituciones. Se repasan así detenidamente las actuaciones
de Adolfo Suárez, de Felipe González y de Aznar, tan llenos de luces como de sombras.
La crisis económica
rompe el dulce sueño de unas generaciones que consideran que todo les es debido,
pero que no encuentran ya trabajo. Y se indignan. Rajoy se preocupa únicamente de
los aspectos económicos y descuida absolutamente los restantes. Aparecen nuevos
partidos, Ciudadanos y Podemos, que rompen el bipartidismo que tanto habían
aprovechado los nacionalistas. La tensión social aumenta y los partidos no
hacen sino alimentarla.
Es el momento en
el que Carrascal se pregunta: “¿Ha
conseguido la España de 2016, tras 40 años de democracia impura, su revolución
nacional, su revolución pendiente, su revolución buscada?” Y nos recuerda que una revolución es “un cambio de los usos de un país, no simplemente
de los abusos. Un cambio del modo de ser de sus habitantes, no del simple estar”.
Y cuando se pregunta si se ha producido ese cambio de conciencia tras la Transición,
reconoce con tristeza que no es así, que “seguimos
siendo los mismos que en el franquismo, que en la Segunda República, que bajo
la Restauración, que bajo los Borbones e incluso bajo los Austrias”. El libro
concluye diciendo: “¿O es ese nuestro
destino: vivir en una eterna revolución pendiente?”
¿Estamos ante
tristeza o ante melancolía? Hay que recordar que el libro comienza relacionando
nación y revolución, afirmando que la nación moderna surge por medio de una revolución
que transforma “la nación como conglomerado
de individuos unidos por lazos de sangre, raza, religión, costumbres y
tradiciones para convertirse en un cuerpo de ideales y propósitos comunes”,
es decir, en una nación moderna. “Sin
esos propósitos e ideales compartidos no habrá nación moderna”.
Sería imposible
entender realmente este libro olvidando la realidad española de 2016: partidos
enfrentados que enfrentan a las personas, ausencia de ideales y propósitos
comunes, ataques a la unidad nacional, quiebra de la gobernabilidad, dudas de
la propia identidad, amenazas descaradas, promesas incumplidas, dilución de la
separación de poderes, palabrería y demagogia constantes. Existe un sentimiento
de “déjà vu” que recuerda los peores momentos de la historia. Todo envuelto en
una cierta desesperanza.
La reacción que,
ante esos hechos, muestra José María Carrascal en su libro está más que justificada.
Pero quizá la revolución que echa en falta no es ninguna de las que hemos visto
en otros países que la han sufrido. Probablemente, la revolución que España
necesitaría sería distinta de esas otras revoluciones. El siglo XXI se nos muestra
con unas características que añadirán un tono diferente a esa revolución ya
matizada por que tengan que ser españoles sus protagonistas.
En cualquier
caso, el libro de Carrascal es atractivo: por las ideas que lanza, las
sugerencias que plantea y las muchas citas con que ilustra su exposición.
El libro “España. La revolución
pendiente (1808-2016)” (254 págs.) fue escrito por José María Carrascal en 2016
y publicado por Espasa el mismo año.