domingo, 29 de septiembre de 2019

Ricky Schneider : “Armonía moderna paso a paso. Acordes, Escalas, Improvisación y Composición. Jazz, Blues, Rock, Funk, Pop y más.”


Un libro como este no debiera ser objeto de comentario, ya que es un libro de enseñanza o de aprendizaje (según se mire), útil únicamente para quienes compongan o improvisen. Pero uno se lanza a esta aventura porque como aficionado al jazz que fue, hizo sus intentos en el piano que nunca conmovieron a nadie, y siempre prestó una especial atención a los aspectos armónicos intuyendo, equivocado o no, que esa era la esencia de la música que antes se llamaba ligera y que en algunos aspectos va adquiriendo un aire indudable de madurez, creador de un cierto clasicismo. Por lo demás lo dicho en este libro es aplicable tanto a la música clásica como a ligera, más libre sin duda la primera que la segunda.
Ricky Schneider es un guitarrista autor de este libro y de otros que recogen aspectos de la armonía y proponen ejercicios que promuevan su aprendizaje. Como guitarrista, al igual que el pianista, siente más cercana la armonía, al plantearse la emisión conjunta de varias notas constitutivas de acordes.
Cuando tocamos u oímos un tema mediante notas asiladas estamos ante una simple melodía. La cosa toma un carácter más serio cuando esas notas que componen la melodía son acompañadas de otras. En ese momento la canción toma cuerpo. Pero, como advierte el autor, “la palabra armonía suele provocar un poco de pánico al principio”. Y más adelante añade algo que no debe olvidarse: “la armonía consiste en comprender el origen y la relación que hay entre los acordes y las escalas”. Y concluye: “Todas las reglas de la armonía que veremos aquí no son leyes absolutas, y por lo tanto pueden y “deben” romperse. Así lo han hecho los grandes músicos que cambiaron la historia”.
Yo voy a ver lo que me ha ido enseñando este libro. Y para eso comienzo por enfrentarme con una octava del teclado del piano: siete teclas blancas y cinco negras en cada que forman una secuencia que se repite en otras octavas. Tomemos la primera de esas notas blancas: el Do. De entrada, la nomenclatura varía: el do-re-mi-fa-sol-la-si va a transformarse en C-D-E-F-G-A-B. Estamos hablando de las siete teclas blancas, pero en realidad son 12 el total de notas: se llamarán naturales a las blancas y alteradas a las negras. Todas ellas componen la llamada escala cromática y están separadas por un semitono. Si prescindimos de las teclas negras, la separación normal de las notas es de un tono, pero ojo: hay que recordar en todo momento que E(mi)/F(fa) y B(si)/C(do) sólo están separadas por un semitono. Esto será importante para analizar las escalas.
El libro nos indica que “una escala musical es una sucesión ordenada de sonidos para llegar desde una nota dada (tónica) hasta su octava superior”. Dicha octava superior se caracteriza por ser la misma nota (un Do) pero duplicar su frecuencia (que se mide en herzios). La escala comprende tanto la nota tónica inicial como la que duplica su frecuencia, es decir, la escala tiene ocho notas naturales, pero 13 cromáticas.
En este momento entra en juego una idea fundamental. Ricky la expresa así: “una escala mayor está formada por dos tetracordios mayores separado entre sí por un tono, comenzando por una nota dada a la que llamaremos tónica y que es la que nombre a la escala”. Ésta, en el ejemplo que se maneja, sería la escala mayor de C(do). La escala pierde así parte de su carácter uniforme para convertirse en fuente de variaciones, todo gracias a esa distinción de tetracordios, los cuales, por otra parte, pueden revestir muchas modalidades: mayores, menores, lidios, etc. Debo confesar que mi ignorancia se vio alertada ante la aparición de un cierto desequilibrio en lo que parece uniformidad de la escala. Todo deriva en que en cada tetracordio existen dos notas separadas únicamente por un semitono. Así, en el primer tetracodio, nos encontramos con la estructura X-X-X/X (donde las X representan las notas en su orden y aparecen separadas por el signo “-“ cuando lo están por un tono y por el signo “/” cuando lo están por un semitono. La estructura del segundo tetracordio sería la misma. El conjunto de la escala tendría la siguiente estructura: X-X-X/X-X-X-X/X.
En esta serie de indicaciones introductorias, el libro añade el nombre dado a las siete notas por su tensión ofrecida, evaluada en grados, con la tónica o fundamental: 1) Tónica; II) Supertónica; III) Mediante; IV) Subdominante; V) Dominante; VI Superdominante o submediante; y VII) Sensible o subtónica
¿Qué sucede si ahora queremos tocar esa misma melodía, no en la escala de Do mayor (C) sino en la escala de Re mayor (D)? Pues que tenemos que “reconstruir la escala de notas blancas usada por C por otra que, iniciándose en D, respete las separaciones de tonos y semitonos que caracterizan la escala mayor. Así nos surgirá dos notas alteradas (y negras): Fa pasará a ser Fa sostenido para alejar a F de E , y Do pasará a ser do sostenido para hace lo mismo con B. De esa forma se mantendrá la estructura de una escala mayor. Naturalmente, el número de bemoles (un semitono menos) o sostenidos (o uno más) que se añadirá será diferente para cada nota que se elija como tónica
El libro se extiende a continuación por un amplio comentario a los intervalos. Distingue los tonales (unísono, cuarta, quinta y octava) y los modales (el resto). Unos y otros pueden ser mayores, menores, aumentados o disminuidos. Es un apartado obviamente necesario como libro didáctico, pero que no aporta ideas especiales sobre el mundo de la armonía. Otra cosa es lo que sucede con los acordes tríadas que aborda a continuación. Pasamos así de las escalas a los acordes.
Lo que llama “acorde tríada” es algo que parece que viene caracterizado por estas notas: 1) es un conjunto de tres notas; 2) suenan de forma simultánea o sucesiva y 3) constituyen una unidad armónica. El caso más común es la acumulación de dos terceras, o sea, agregando a la tónica su tercera y su quinta. Pueden ser tonos menores si se disminuye medio tono su tercera, disminuidos si se disminuye su quinta y aumentados si se aumenta esa quinta. Familia aparte lo constituyen los acordes diatónicos, montados sobre las notas Re, Mi, La y Si; si se agregan terceras constituidas sobre las notas blancas, resultarán acordes menores. Cuando, buscado sonoridad, toco en blancas tríadas de manera sucesiva la cosa me suena a Puccini inevitablemente. Otro ejemplo clásico en la música moderna: “Blue Moon”. Como muchas otras canciones se monta la melodía sobre la sucesión: Do, La menor, Fa, Si 7ª;: aunque la digitación sigue siendo la misma en las primeras fases, automáticamente el acorde de La resulta ser menor.
Tras las tríadas surgen las cuatríadas. La cosa se complica, naturalmente. Todo consiste en añadir al acorde de tríada la séptima de la fundamental o tónica. O sea: al acorde mayor Do-Mi-Sol añadimos un Si, con lo que a la multitud de tríadas podemos añadir una séptima que puede ser natural o disminuida, según el Si añadido sea natural o bemol. O sea, estamos ya entrando en el pabellón de los ejemplares curiosos y únicos. De todas las maneras, el acorde de séptima nos prepara a todos para el final de una obra musical: el gran acorde mayor de tónica. El propio Schneider expone como esos acordes de séptima preceden y anuncian el acorde mayor de la tónica o fundamental. Se trata de “progresiones de acordes que incrementan la tensión hasta resolver en la tónica” y señala cómo son distintas estas progresiones en el Pop y el Rock, a cómo lo son en el Jazz, la Bossa nova y el bolero.
La cosa lleva al autor a analizar lo que denomina “tensiones diatónicas”, también llamadas “superestructuras del acorde”. Demasiado para el body de quien nada más es aficionado. Hay que ir bajándose del tren. Como sucede con las escalas pentatónicas. Que tiene algo que ver con el uso de las teclas negras  y uno asocia, por ejemplo y sin saber si lo hace razonablemente, al famoso “Misterious” de Thelonius Monk.
Un cierto relax produce el comentario hecho a los acordes disminuidos de séptima, a los que incluso el aficionado suele acceder y que dan un especial tono al música. Son simplemente las sucesiones de tres terceras menores. La clásica es la de Do sostenido-Mi-Sol-Si bemol. Sólo tiene tres versiones, aunque en cada una puede presentar hasta cuatro variantes según la nota que aparezca como fundamental (o sea, la más baja). Como señala Schneider “es un acorde sumamente inestable”. Pero que gusta.
El libro analiza igualmente las escalas menores. La natural, llamada también modo eólico, tiene como tónica el La (A). A primera vista se podría pensar que las cosas son, partiendo de ese cambio, relativamente fáciles. La realdad es justamente la contraria; la escala menor presenta una problemática especial y compleja. Algo que hay que reseñar: “la típica escala utilizada en el Blues, no es más que la escala pentatónica menor a la que se agrega una nota extra llamada Blue note”. Esta Blue note es el Mi bemolizado.
Llegamos, saltándonos algunas páginas, a las famosas escalas modales. Sus nombres son: Jónica (mayor), Dórica, Grigia, Lidia, Misolidia, Eólica (menor) y Locria. Se distinguen las escalas modales relativas  (que son las que provienen de tocar la escala mayor partiendo de cada uno de sus grados, es decir, de cada una de sus notas: el Do, el Re, el Mi, etc.) y las escalas modales relativas.
Se reservan aun muchas páginas para exponer las ideas del autor sobre la melodía, la improvisación, la armonización y rearmonización de melodías, la modulación o paso de unas escalas armónicas a otras. Ya los consejos se van superponiendo a las indicaciones magistrales precedentes.
Se anticipaba la osadía que suponía comentar una obra como ésta. Pero uno de cuando en cuando cae en tentaciones así de tontas. Qué se va a hacer.
“Armonía moderna. Paso a paso. Acordes, Escalas, Improvisación y Composición. Jazz, Blues. Rock, Funk, Pop y más” es un libro editado por CGO en papel y digitalmente del que es autor Ricky Schneider

lunes, 23 de septiembre de 2019

Hans Kelsen : “Teoría pura del derecho. Introducción a los problemas de la ciencia jurídica”


En un comentario reciente sobre la discrepancia de ideas entre Kelsen y Schmidt dejaba constancia de que, realmente, de Kelsen y su obra apenas se sabía nada quienes habíamos oído su nombre en la universidad. La pirámide normativa y el “pacta sunt servanda” en su cúspide; nada más aprendíamos en la facultad, cuando todavía Kelsen vivía y era relativamente joven. Añadamos la conciencia de la importancia que para el derecho pudo tener Kelsen. Su trayectoria es bien conocida: participante en la redacción de la Constitución austriaca de 1920 y consejero vitalicio del Tribunal Constitucional, tuvo que abandonar éste por cuestiones doctrinales. Ya en Alemania, tuvo que huir de los nazis, emigrando a Suiza y, marginalmente, a otros países de Europa, terminó recalando en 1940 en la dorada California, donde vivió y enseñó hasta su muerte en 1973.
Quizá la palabra más importante del libro está incluida en su título: “pura”, calificativo aplicado a la teoría que postula. La pureza que defiende no deja de ser una autonomía plena del Derecho como ciencia; algo que en ciertos momentos se plantea como auténtica liberación de la influencia que otras actitudes científicas o morales pretenden ejercer. Rara es la ciencia que no ha intentado, en un momento de la historia o en otro, lograr esa virginidad, esa posibilidad de llegar a conclusiones propias prescindiendo de muletas ajenas. Y Kelsen es un representante destacado en esta actitud, referida en este caso a la Teoría del Derecho.
Aunque esta toma de posición inicial se centrará esencialmente en la separación del mundo jurídico que preconiza de la esfera moral, tiene otras manifestaciones, como es peculiarmente la ideología que puede inspirar un ordenamiento jurídico. Para Kelsen debe prescindirse de esa ideología previa y diversa que deberá ser objeto de estudio bajo la óptica de una Sociología Jurídica. Otra consecuencia será la separación de las ideas de Derecho y Justicia. La justicia hay que entenderla como “un orden superior al derecho positivo y diferente de él”, “tiene el significado de un valor absoluto”. De forma que cuando se hace referencia al derecho puro y se utilizan los términos de ‘justo’ e ‘injusto’, éstos deben ser entendidos unicamente como ‘jurídico’ y ‘antijurídico’. La justicia se convierte así para Kelsen en una búsqueda de la felicidad social.
Debiéramos preguntarnos antes lo que para cada uno de nosotros significa el término ”derecho”. Para Hans Kelsen significa nada más y nada menos que un conjunto organizado y jerarquizado de normas; lo más opuesto a un “montón” de normas, una imagen que inevitablemente sugiere la consulta de nuestro BOE o del Aranzadi. Para entenderle hay que llevar a cabo una inmersión en esa idea. He utilizado con una imprecisión deliberada la expresión “montón”, porque refleja quizá una tendencia popular a la simplificación. En realidad, Kelsen ve en el derecho todo menos un montón de normas: el derecho es lo dicho: un conjunto de normas profundamente jerarquizado y ordenado.
El objetivo de Kelsen, apreciable a lo largo y ancho de su libro, es separar lo jurídico de lo moral. La aspiración de pureza lo exige. Y quiera o no, esa pureza lo empuja a exaltar el Estado y reducir al mínimo la persona. Cierto que respeta la existencia de ese mundo moral donde el individuo, la persona, el hombre, encuentra su ámbito natural. Y en ese recorrido encuentra el grave problema de distinguir el derecho objeto del subjetivo. Un dualismo una herencia de la doctrina del derecho natural del que acusará en mayor grado a las tesis iusnaturalistas y, en uno menor, al positivismo decimonónico. Este dualismo se basa en la siguiente idea: “por encima del orden estatal del derecho positivo, hay un orden jurídico natural, racional o divino, de rango superior”. Acusa a éste de tener una función “conservadora y legitimadora”. Aunque Kelsen señala que con la burguesía liberal del XIX se introduce el positivismo, éste, sin embargo, aún no ha llegado a romper su vinculación con lo moral.
En su afán de superar ese molesto dualismo, Kelsen niega que el derecho subjetivo preceda al ordenamiento jurídico, siendo creación de éste. Las formas de creacion del derecho lo conducirá a sentar la división entre derecho público y privado en la regulación por vía de mandato o mediante negocios jurídicos. O al problema que supone la existencia de normas, reglamentos, decisiones judiciales o actos administrativos inconstitucionales, a los que termina considerándolos parte del ordenamiento apoyándose en la simple existencia de mecanismos de anulación en la Constitución.
En algún momento Kelsen es vencido por su “pureza”, por su rigidez teórica tan germánica como peligrosa. Eso sucede con la relación entre Derecho y Estado. El Estado genera el derecho, pero al mismo tiempo el Derecho controla al Estado a través de la idea del Estado de Derecho ¿Qué es antes: el huevo o la gallina?
Pero si se pretende estructurar las normas jurídicas y convertirlas en un ordenamiento, es necesario fijar una norma en que las demás se basen, de forma gradual como sugiere la imagen de la pirámide normativa en que se sintetiza la visión más grosera e inmediata de su doctrina. Surge así la noción más representativa de su doctrina: la “norma fundamental”, que asegura la legalidad de las sucesivas normas que de ella dependen.
Un terreno peculiar es el abordado en el capítulo “la interpretación”. Su clave, para Kelsen, es el tránsito progresivo de un nivel superior a un nivel inferior. “cómo, partiendo de la norma general de la ley, se obtiene en su aplicación al caso, la correspondiente norma individual que es la sentencia o el acto administrativo”. Junto esa interpretación normal sitúa otras: las interpretaciones constitucionales y las que llama individuales, referidas a previos actos de aplicación de normas superiores. Niega, por otra parte, la existencia de auténticas lagunas técnicas,
La relación entre Estado y Derecho se complica cuando Kelsen, avanzando en sus ideas, aborda la existencia de un derecho internacional, es decir, de un Derecho que parece romper esa unidad indisoluble que liga el ordenamiento jurídico con el Estado, hasta el punto en que no se sabe si lo crea o es creado por él. La tranquila paz ideológica que parecía haberse logrado se altera con la irrupción de normas que superan el ámbito del Estado para convertirse en internacionales.
Al final va a ser el famoso principio “pacta sunt servanda” el que va a salvar la contradicción. “Esta norma habilita a los sujetos de la comunidad internacional para regular por medio de tratados su conducta”. Pero, como se agrega inmediatamente, estos tratados, que conceden derechos y establecen deberes a los Estados, crea un derecho que tiene simplemente el “carácter de derecho internacional particular”, distinto del derecho internacional consuetudinario o derecho internacional general. Pero ése es aún un derecho en formación, un derecho primitivo. Uno tiene en este sentido la sensación de que Kelsen aparece en este punto anclado en su época de entreguerras, presintiendo sólo la llegada de normas como las que actualmente emanan de la Unión Europea y otros organismos internacionales.
Kelsen tiene un discurso que, a la vez que cambiante, es terriblemente denso, lo que aumenta la dificultad de hacerle manifiestamente inteligible. Hubo hasta cuatro ediciones no idénticas de la obra que comentamos. El traductor del alemán de este libro se siente obligado a explicar la traducción que ha adjudicado en ella a determinados términos empleados por Hans Kelsen. El libro y las ideas contenidas en él pretenden tener un valor absoluto. Es quizá el primer intento serio de romper esa sutil relación que ha existido siempre el derecho y la moral. Kelsen ha sido el primero en proclamar, más allá de las excentricidades, que una ley injusta puede ser legal y formar parte de un ordenamiento jurídico existente y reconocible. Lo que significa que su puesta en práctica será legal y, en su caso, ilegal su incumplimiento.
De la lectura del libro lo más probable es que saquemos la idea de que estamos ante un ejercicio intelectual, un ”citius, altius, fortius“ en el terreno teórico. Que logra un “non plus ultra” marcando el perfil de un derecho puro que ignora la existencia de unos derechos naturales, de un orden que servía de apoyo al derecho. Algo que permite mantener como legal los derechos de los animales e ignorar los que son considerados derechos naturales del hombre. De hecho, se introduce un curioso relativismo que se traduce en que sea indistinguible un ordenamiento jurídico justo de otro injusto, el liberal del totalitario. Pero convengamos también con Kelsen que el derecho, tan pronto se deja contaminar por cualquier idea moral o política deja de serlo y tiende a convertirse en un manojo inmanejable o ininteligible de disposiciones, bienintencionadas o tendenciosas.
Diríamos que la obra es un ejemplo de una de las facetas que puede presentar el teórico espíritu germánico, capaz de forzar la realidad para ajustarla a los principios teóricos defendidos. La “teoría pura del derecho” es un ejercicio admirable, una construcción teórica meritoria y atractiva. Pero hay excesos en los que se trata de superar las incongruencias con las que ocasionalmente se topa. Aun así, en esos casos, el autor sabe hacer una faena de aliño que no altera la brillantez general de la lidia.
En cualquier caso, el derecho, la idea del derecho, sale ennoblecida de estas disquisiciones kelsenianas. Deja de ser un simple producto más o menos circunstancial de la actividad humana para convertirse en una obra cuidadosamente meditada y ejecutada, donde la coherencia y la congruencia son soportes fundamentales de la misma; algo que lleva el inconfundible sello de la creación humana. Kelsen es la luz que, aunque enormemente fría, nos permite apreciar ese esfuerzo.
“Teoría pura del Derecho” (152 págs.) es un libro que escribió Hans Kelsen en 1934 y del que desde entonces se han hecho numerosísimas ediciones. La aquí comentada es la llevada a cabo por Trotta en 2011.