Jordan Smoller
es un psiquiatra. Nadie lo adivinaría por el título del libro; es preciso
recurrir a la información que ofrece el propio libro al presentar el autor. Es
un montón de cosas, siempre en el ámbito de la psiquiatría y dentro del mundo
científico que es la universidad de Harvard y su localización en Massachusetts.
Si decimos que, por ejemplo, es entre otras cosas director del “Harvard Catalyst Transational Genetics and
Bioinformatics Consortium” no daremos excesivas pistas. Mejor es aclarar
que su interés se centra en la genética psiquiátrica, es decir, en la identificación
de los determinantes genéticos de los trastornos psiquiátricos. Los perfiles
del temperamento y su origen genético es lo que parece atraerle como objeto de
estudio.
Lo que todo
esto parece anticipar es que nos hallamos ante una obra tan interesante como
densa, tan deslumbrante como abstrusa. Dicho eso se tratará de traicionar lo
menos posible a Jordan Smoller quien —no es por nada— podía haber volado más bajo.
El libro es un
continuo preguntarse. Comienza por las nociones de normal y anormal. ¿Hay que
saber lo que normal para entonces conocer lo que es anormal? ¿O es al revés?
Para complicar las cosas Smoller afirma que ”lo normal y lo anormal son como el día y la noche”, es decir,
carecen de una separación neta, tienen amaneceres y crepúsculos. Todo conduce a
aceptar la idea de William James: “la mejor
forma de entender lo anormal es estudiar lo normal”. Pero no hay que
olvidar al psiquiatra que es: su objetivo es “contribuir a desmitificar la naturaleza de la enfermedad mental”.
Jordan Smoller
se refiere a una idea lanzada por Jerome Wakefield: un trastorno mental es una
“disfunción dañina”. Lo que implica
dos cosas: el carácter dañino y el fracaso de la función diseñada. Nacemos con
un diseño previo de funciones que tratan de protegernos, de advertirnos de los
peligros que nos acechan por todos los lados. Unos reales y otros potenciales,
pura apariencia de peligro
Algo realmente
curioso es lo que llama “biología del asco”. El asco es algo que regula una
zona del cerebro denominada la ínsula, también encargada de los sabores y los
olores. “cuando a las personas se les presentan
sabores, olores o imágenes asquerosos (alimentos putrefactos, cuerpos
mutilados, etc.) la ínsula pone la directa”. Pero entra el aprendizaje
social: vemos a personas mayores que no sienten asco hacia ciertas cosas y
entonces aprendemos. Uno lamenta que descubriera tarde que las angulas no eran
gusanos. Cuando se podían comer, claro.
Una idea que
elabora y comenta es la del “temperamento”, una predisposición genética a
responder de determinada forma al mundo exterior y que ya fue vislumbrada por
los clásicos al distinguir la bilis negra, la bilis amarilla, la sangre y la
flema. Algo que ha llegado en la actualidad a distinguir al “niño fácil”, “el
niño difícil” y “el niño de calentamiento lento”.
Se pone así ya
de manifiesto la opción genética frente a la experimental y social. Pero
Smoller es un psiquiatra y no olvida que busca el origen del trastorno mental.
Nada mejor que remontarse al niño y entonces se maravilla. La lectura de cómo describe
el aprendizaje del lenguaje y el reconocimiento facial de los sentimientos de
los otros es simplemente deslumbrante. El cerebro infantil multiplica increíblemente
sus sinapsis, para reducir más tarde su número cuando ya ha aprendido a hablar.
Ya no es una máquina preparada para aprender el lenguaje que se hable allí
donde ha tomado contacto con el mundo. Ya reconoce las palabras
ynounsonidocontinuoquelellegasinsignificado. Han sido tres años decisivos en su
vida, pero sería un error reducir a ellos nuestro aprendizaje: éste continuará
para que podamos adaptarnos a un mundo cambiante cuando las previsiones del
genoma son insificiemtes. Entra en juego la importante idea de la “plasticidad”
Pero la
experiencia actúa sobre los genes y cambia su comportamiento. Smoller se mete
aquí en consideraciones científicas que explican este fenómeno. Nace la “epigenética”: “el estudio de los cambios de la expresión génica que no se deben a la variación
de la propia secuencia de ADN”.
El libro salta,
de alguna forma, a otro plano. Comienza refiriéndose a la habilidad que algunas
personas tienen para conocer las ideas de otras personas. Es lo que se llama
“teoría de la mente”. Algo que también tienen los perros, pero no los monos. El
niño también afronta la labor de descubrir que los otros tienen sus ideas.
Procesar las caras es el paso inicial para hacerlo: el desarrollo de ese “cerebro
social” continuará hasta el conocimiento del pensamiento de los otros y la empatía.
Ayudará a ello el afán, al parecer también genético, de los humanos de
comunicarse. Ello abre el camino a la pedagogía. El éxito en ese discurrir es
variable en las personas. En su negación, aparece el autismo, con su desconocimiento
de la existencia de un pensamiento ajeno.
Y junto al reconocimiento
del pensamiento ajeno, aparece el de los sentimientos ajenos. En este caso,
aparece la empatía como base fundamental de ello, distinguible de la simple
conmiseración o compasión. Y como definición de su ausencia, la psicopatía. La
psicopatía, aclara Smoller, ni es tipificada como enfermedad mental, ni se manifiesta
en todo caso como personalidad antisocial. La psicopatía, en definitiva, nace
de la incapacidad de apreciar que nuestra conducta puede producir miedo y dolor
en otro. O sea: un fallo en el mecanismo en la percepción del sentimiento
ajeno.
El libro va
adquiriendo profundidad. Smoller es un espléndido divulgador, pero lo que
divulga es tan complejo que quizá abruma. Añadamos que nos pone ante los
enormes cambios y los extraordinarios avances de la psiquiatría, la biología o
la genética en las últimas décadas. El psicoanálisis de Freud como el conductismo
de Walton o Skinner, por ejemplo, son vistos casi como venerables muestras de
un mobiliario de un siglo ya superado, aunque abrieran rutas nuevas.
La pregunta que
se hace (siguiendo ese curso de un río que no sabemos dónde nos lleva y en que ya
que hemos perdido la referencia a la normalidad y la anormalidad) es la posible
existencia de una poción que nos llenara de empatía. Y va a referirse a una
hormona, la oxitocina, que se viene de hecho aplicando a las mujeres en
situaciones de parto. Pero la oxitocina la produce también naturalmente la
madre, quizá a solicitud del feto. Estamos como nos dice el autor ante “uno de los confines más apasionantes de la
neurociencia”. Conduce nada menos que al “apego” y la necesidad de confiar.
La oxitocina es
lo que sella el vínculo del apareamiento en la mujer. La vasopresina, la versión
masculina de esa peculiar “poción de amor”, cumple la misma función en el
hombre e incorpora así a la humanidad al club del 3% de los mamíferos monógamos.
Hay que entender que con ello se limita a oponer la monogamia a la promiscuidad,
no más.
Los análisis de
Smoller siguen el campo de la atracción sexual, la belleza, la orientación
sexual, las parafilias, la hipersexualidad. Curiosamente es un terreno en que
no parece que exista pruebas de casi nada, sobrando en todo caso las hipótesis
sobre casi todo. Algo destaca Smoller: “en
los últimos años del siglo pasado, se produjo un hecho que condujo a un cambio
sin precedentes en la experiencia sexual humana. Por primera vez en la
historia, millones de personas podían ver a otras realizando el acto sexual.
Había llegado Internet”. A lo cualitativo se añadía lo cuantitativo: “En 2006, los ingresos generados por la pornografía
de Internet alcanzaron los 97.000 millones de dólares (con China y Corea del
Sur a la cabeza), una cantidad superior a los ingresos sumados de Microsoft,
Google, Amazon, eBay, Yahoo, Apple y Netflix”. La separación entre lo normal
y lo anormal se desdibuja y se pierde. Unicamente se aprecia un trastorno
mental cuando se produce adicionalmente un daño.
En un nuevo nivel
nos enfrenta el libro al miedo. La naturaleza nos ayuda a aprender a tener
miedo. Primero Pavlov con su perrito y, más tarde Watson con su pequeño Albert,
nos enseñaron los reflejos condicionados. Era el camino para aprender a tener
miedo. El psiquiatra se extiende en explicarnos cómo se desarrolla el proceso
de alarma. La cuestión es podar ese miedo; olvidar el que carece de sentido.
Aparecen la memoria emocional, las fobias como temores desmedidos y la ansiedad.
No es fácil borrar los recuerdos de los que nace el miedo, la ansiedad o la
fobia, pero se sigue intentando lograrlo.
Smoller
concluye diciéndonos que no es fácil definir lo que normal. Más aun, “lo normal no es lo ideal, el promedio, ni
siquiera el estado de gozar de buena salud”. La dicotomía naturaleza-crianza
se desvanece; aparece la epigenética. La plasticidad parece salvarnos, pero nos
hace únicos. A todo ello debe añadirse el azar.
Todo concluye
en una batalla que se libra en torno al famoso DSM, el “Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disordes”. Su última edición,
la quinta (DSM-V), fue publicada en 2013, es decir, editado ya el libro. Es a
la DSM-IV a la que una y otra vez se remite Smoller, a quien hay que reconocer un
equilibrio entre la independencia de opinión y la preocupación por la corrección
cientifica.
Somos muy
complicados. Lo siento. El libro, tambien.
“La otra cara de lo normal. Todos
los secretos de la conducta normal y anormal” (“The other side of normal”) fue un
libro escrito por Jordan Smoller en 2012”. La primera edición de su traducción
al español (496 págs.) fue realizada por RBA Libros S.A. en su colección Divlgacion
en marzoa de 2013.