¿Estamos ante
un historiador o ante un astrónomo? Porque José Luis Comellas García-Llera,
coruñés, es ambas cosas, aunque se tiende a considerarle profesional de lo
primero y aficionado a lo segundo. Consideremosle ahora como un divulgador.
¿Es fácil
escribir “historias sencillas”? Más aún: ¿es posible? Es lo que me pregunto
cuando comienzo la lectura de este libro; una lectura y amable en todo caso.
Toda historia o es complicada o es simple historieta. Y este libro es historia,
que difícilmente puede aspirar a la sencillez, salvo confundiendo ésta con la
brevedad. Quizá sea ésta la única objeción grave que puedo dirigir a este libro
que, en ocasiones, parece ser una estantería sobre cuyas baldas podemos ordenar
nuestros conocimientos
La ciencia se
ha sido integrando con los avances realizados por personas concretas. El libro
nos trae el recuerdo y el nombre de los más importantes. Aquí pretendo seguir
otro camino, prescindiendo en la medida de lo posible de esos nombres, por otra
parte, de sobra conocidos por todos. Va a ser como considerar que la historia
de la ciencia es solamente el resultado de todas esas personas, que, sin
pretenderlo, van estableciendo nuevos caminos a la humanidad.
El hombre no es
creador. En unos casos es descubridor de lo que la naturaleza esconde; en
otros, es inventor que aprovecha lo que la naturaleza encierra potencialmente.
La ciencia termina así siendo conocimiento y aprovechamiento de lo que la
naturaleza tiene y está a nuestro alcance.
José Luis
Comellas estructura su historia ajustando la historia de la ciencia a la
trayectoria de la humanidad. Pero ¿qué es ciencia? Varias páginas se dedican al
intento de definirla, aunque únicamente se llega a un cierto relativismo,
histórico o no, en el que no falta una cierta propensión a hacer de la ciencia
un reflejo del perfeccionismo tecnológico. ¿Podemos confundir la ciencia con
los grandes avances que Comellas destaca como el invento del arco y las
flechas, la utilización, el mantenimiento o la generación del fuego, la rueda,
la numeración... tantas cosas? Él, en el fondo, no lo confunde y lo prueba la
escasa atención que en el libro presta a los imperios orientales
(Mesopotamia, Egipto, China) y clásicos (Grecia, Alejandría, Roma), para
remansarse en la oscuridad medieval. La luz vendrá de mano de la ciencia, tan
distinta de la cultura.
La Alta Edad
Media, los tiempos oscuros, se nos ofrece como una época peculiar en la que
Europa, y con ella Occidente, decae y se oscurece, mientras el imperio islámico
de reciente creación florece. Un florecimiento un tanto peculiar porque en
realidad los árabes son más bien transmisores de descubrimientos ajenos, indios
o chinos fundamentalmente. Una función que más adelante cubrirá la Escuela de
Traductores de Toledo, cuyas dos etapas distingue bien Comellas. La Baja
Edad Media traerá importantes adelantos en medicina, navegación y, sobre
todo, las universidades y el neto desplazamiento de lo eclesiástico, sustituido
por la mayor presencia de lo civil.
De la Edad
Media se salta al Renacimiento con su carga de humanismo, sintetizada en
la profunda fe que el hombre adquiere sobre sí mismo. El descubrimiento de América,
la invención de la imprenta, la revolución copernicana y la reforma del
calendario serán los únicos jalones sobre los que Comellas se solaza. Prima la nueva
visión sobre los hechos y la revolución es más espiritual que material.
Causa cierta
sorpresa el tratamiento que se ha da al siglo XVII. Un tiempo en donde
el hombre parece meditar la realidad descubierta. Por esa razón no son tanto
los inventos como los científicos los que empujan a Comellas a referirse
personajes de tanto peso como Descartes, Newton. Galileo, Torricelli, Leibnitz,
Copérnico, Kepler, Napier… No es un siglo de descubrimientos, sino de esclarecimiento
y definición de principios que permitirán el avance futuro de la ciencia. Sus
aventuras y curiosidades son descritas de forma que a uno le atrae
poderosamente. Bien descritas sus vidas, basta muchas veces la simple
referencia a sus descubrimientos para que resultan suficientes, dada su
vigencia en la ciencia moderna.
Comellas nos
pinta el siglo XVIII como un remanso relativamente pacífico que coincidió
con un avance en el campo económico y de la técnica. “Un siglo particularmente
amable en que las cosas marchan bien”; justo lo preciso para, como mito,
surja la noción de progreso en la que se afana la sociedad y el poder. Surgen
las instituciones y la Enciclopedia, pero no hay grandes nombres que traigan auténticas
revoluciones en las ciencias; sólo hay un progreso pausado y continuo. Si algo
destaca en este siglo es lo que Comella denomina triunfo de las ciencias
naturales. No en balde ”el viaje se convirtió en una especie de deber de las
clases cultas”.
La Ilustración
marcó una etapa especial y maduró a lo largo del siglo XVIII. Comellas nos va a
ofrecer una explicación: “el siglo XVIII fue más bien pacífico” y añade
que “fue un siglo particularmente amable, consciente de que las cosas
marchaban bien. Quizá por eso mismo el progreso se convierte en un mito”.
Interesa aumentar los conocimientos y para ello las academias sustituyen a las
universidades y se hacen apetecibles a las clases altas. Se ensalza la Razón y
se inventa. Pero, por ese mismo, no hay grandes personalidades que citar como
revolucionarios de la ciencia.
Como en una
obra teatral, el siguiente acto cambia de escenario. Llega la Revolución y el cambio
de Régimen en lo político: ¿tendrá su resonancia en lo social donde la nobleza
es sustituida por la burguesía? ¿Qué influencia tiene ello? Pues simplemente
que surge la idea del capitalismo que traerá consigo una atención desmedida a
las ciencias como camino para lograr mayores márgenes y ganancias. Lo que conduce
a la “asociación, buena o no, pero casi siempre indispensable, del inventor
y un socio capitalista”, en el libro se evidencia ello en la referencia a
los grandes progresos que se realizan con una pretensión práctica y económica
como la máquina de vapor (Watt), el barco de vapor (Fulton), el ferrocarril
(Stephenson)
Termina ese
siglo dando paso al ya muy próximo siglo XIX, revolucionario en lo
político y en lo social. En lo político la Revolución francesa marcará el triunfo
de las ideas de la Ilustración, y la irrupción de los nacionalismos, tan
románticos ellos. En lo social, todo se centra en la aparición de una revolución
industrial que será posible cuando la figura del inventor se encuentre con la
del socio capitalista. Importa más la aplicación práctica de la ciencia que la formulación
teórica de sus principios. Así destacarán los inventos que se producen con la
utilización del vapor, la innovadora tecnología textil, el uso de la
electricidad o el avance de las comunicaciones con el ferrocarril. La medicina
vivió avances, entre los que destacaron la anestesia y la idea de la asepsia.
El invento y el
inventor atraen la atención de Comellas. El inventor no es precisamente un
científico, sino algo distinto. Cita como ejemplo a los inventores del avión,
los hermanos Wright, dueños de un taller de bicicletas.
El siglo XX
resulta crítico en la narración. Comellas parece distinguir dos etapas: la
primera coincidente con el nacimiento y primeras décadas del siglo; y la
segunda, manifestada fundamentalmente tras la segunda guerra mundial. La
primera está presidida por lo que califica de angustia científica, una angustia
provocada por el hecho de que las bases firmes sobre las que se creía fundada
la ciencia fundamental se derrumban. “las cosas no eran tan sencillas, tan ‘explicables’
como se suponía y es preciso aceptar, por doloroso que resultara, una realidad
infinitamente más compleja”. El libro se refiere en concreto a las
conmociones que supusieron las innovadores teorías de Mach, Einstein, Planck y
Freud. Gaston Bachelord fue quien definió esa nueva realidad como “angustia
de la ciencia”, idea que recibe y acoge Comellas.
Resulta
sorprendente la forma en que, como describe el libro, el mundo se sobrepone a
esa angustia, no solamente socialmente, sino también científicamente. “A la
actitud de angustia existencial de la primera mitad del siglo XX ha sucedido otra
actitud, la posmoderna, que evita intranquilizarse por lo que no nos atañe directamente
a la vida y a los intereses de cada uno”. Una especie de “etapa de transición”
según algunos. Pero “las actitudes de desesperación no están ahora de moda”.
Al libro le
basta con referirse al nuevo panorama que nace en la segunda mitad del siglo XX
y progresa de manera increíble: los avances en la cosmología, la inesperada energía,
el desarrollo de la electrónica, la informática invasora, la nueva medicina… Todo
acompañado de nuevos términos y conceptos.
Concluye el libro
afirmando que “la ciencia progresa, ha progresado siempre”. Pero al
mismo tiempo alude a la sustitución de protagonismos en ese desarrollo y su
sentido acelerado, que llega crear temor. “El endiosamiento del sabio… ha sido
siempre peligroso, lo es y seguirá siendo”. ¿A dónde vamos? ¿Hasta dónde
podemos llegar?
Un libro como
este nunca sobra. Repasa lo que ya conocemos y nos aviva e ilumina su recuerdo;
amplía nuestros conocimientos, siempre limitados; nos proporciona una visión
nueva de dónde estamos, de dónde venimos y dónde estamos, gente perdida en el
alucinante siglo XXI. Es su visión, claro, y por ello susceptible de críticas y
disidencias, pero no es dogmático. Es como una narración con algunos
subrayados, que son los que justamente interesan y atraen.
Todo fluye
tranquilo y engarzado. Se puede abrir el libro por cualquier parte y leer. Las
grandes figuras de la ciencia aparecen humanizadas y con sus servidumbres, sin
que se deje de resaltar la importancia de sus descubrimientos o pensamientos. O
sea, un libro entretenido, cómodo y amable, al que no es necesario prestar un
especial esfuerzo de fe, como a tantos les sucede.
“Historia
sencilla de la ciencia” (318 págs.) es un libro del que es autor José Luis Comellas,
publicado en su segunda edición en 2009 por Rialp, tras la primera de 2007.