miércoles, 7 de marzo de 2018

Fernando Rueda: “Por qué nos da miedo el CNI-CESID”.



Fernando Rueda es un periodista madrileño que se ha especializado en los temas relacionados con el espionaje, una materia cuyo ámbito rebasa ampliamente el concepto usual y vulgar del término. Sobre ella ha publicado más de una decena de libros. La misma labor divulgativa sobre el espionaje la ha extendido a programas de radio y de televisión (La Rosa de los Vientos) y a medios escritos (Ya, Época, Interviú, Tiempo). Su labor se completa con la pedagógica, al ser profesor de Periodismo de Investigación en el CEU.
Fue Fernando Rueda el periodista que abrió un camino con la publicación a fines del siglo XX de “La Casa”, un gran éxito editorial. Tras otros dos libros sobre temas de espionaje, escribió “Por qué nos da miedo el CESID” en 1999, que se lanza de nuevo, ahora en versión Kindle, en 2015, añadiendo en el titulo una referencia al CNI.

El libro parece huir, inicialmente, de lo que son historias concretas y anecdóticas para abordar la esencia de lo que es un servicio secreto. Sin embargo, esa tendencia se rompe en la segunda mitad del libro donde los casos puntuales, los hechos concretos, son la base de explicaciones, acusaciones y elogios. Todo conduce a que el libro concluya así: “Afirmo que los servicios de inteligencia siguen siendo necesarios en un mundo en movimiento en el que continuamente surgen conflictos de media y baja intensidad, pero no me hice periodista para apoyar incondicionalmente a los gobernantes de turno, sean del color que sean”. Y concluye: ...así he querido explicar por qué nos da miedo el servicio secreto. Al menos, porque me lo da a mí”.
Se inicia el análisis con el caso Perote, un supuesto en que se filtra una información que revela asaltos a la intimidad personal. El servicio secreto se mueve en la doble ambivalencia moral/inmoral, legal/ilegal. A veces, no existe ninguna de ellas; en la mayor parte de las ocasiones se recurre a las ideas de “bien común”, la estabilidad del Estado o conceptos análogos. La ilegalidad es el aspecto mayoritario y es necesario un manto que impida conocer las actividades de los servicios secretos: suele llamarse ley de secretos oficiales. Los desmentidos, en todo caso: son “negaciones que no negaban”. Lo secreto se transforma en la práctica en oculto. La idea de servicio público padece con ello. Porque es una contradicción que lo que es público es, simplemente, oculto.  Eso se reduce a identificar “secreto” a oculto.
A Rueda le preocupa la cuestión de la autonomía del CNI. Hablar de la autonomía del centro de espionaje equivale, casi con exactitud, a la autonomía de su jefe o director (aludido como 1B o RA), quien determina cuales son los objetivos que alcanzar o las situaciones a mantener bajo a observación, es decir, a espiar. ¿Es esto lo correcto? Rueda para mostrarnos que es igualmente peligroso lo contrario: que el gobierno utilice al CNI para espiar lo que quiere saber.

Un aspecto interesante abordado en el libro es el que afecta directamente a la actitud del agente; las posibilidades que tiene de desobedecer las órdenes que considere inmorales sin sufrir consecuencias negativas por ello. Parece admitirse que sí que está obligado a obedecer las órdenes que impliquen ilegalidades, pero no se tiene esa misma aceptación en el caso de órdenes inmorales. Pero, añado, todos aceptamos para entretenernos y algo normal un James Bond con “licencia para matar”. De eso se trata.
La colaboración con otros servicios secretos es también objeto de análisis. Se llega a la utilización de esos contactos para suplir en ciertos casos a la vía diplomática. Una idea que no tranquiliza precisamente. De la colaboración a la promiscuidad o el contagio hay un paso.
En un tercer capítulo, Rueda nos muestra a un poder ejecutivo que se mueve entre dos tentaciones: por una parte, la de encargar peculiares misiones a los servicios secretos que, por ser ilegales o contarios a la ley, no pueden encomendarse a otros estamentos; por otro lado, la de lograr su independencia librándose de molestas presiones y compromisos. Cuando cae en esas tentaciones ello puede deberse a dos razones. Una: todos los gobernantes del mundo en un momento u otro recurren a ellos. Dos: “están moralmente convencidos de que la supervivencia del Estado de Derecho exige utilizar métodos que traspasan esa legalidad. No deja de ser un acto de responsabilidad”. O sea, de la necesidad, virtud. Como anticipa el refrán.
Pero es indiferente saltar a las acusaciones formuladas. El PSOE que criticaba a los servicios secretos, los utilizó más tarde, para ser criticado por el PP, que posteriormente siguió utilizándolos. El CESID y luego el CNI van a ser los juguetes del gobierno, encarnado en el ministro de quien específicamente dependen. Rueda cita a Markus Wolff, el jefe que fue de la rumana STASI: “por agudos que puedan ser los instintos de un servicio de inteligencia, siempre es el juguete del Gobierno al que sirve”. Y Rueda añade; “Pero quien juega con fuego una y otra vez termina quemándose”. Pone como ejemplo la manera en que Areilza fue literalmente traicionado por un CESID que prefería un Adolfo Suárez, a un Areilza que en su diario escribe “Habrá que deshacer un día los servicios si no queremos que no devoren a todos en una absurda guerra de chantajes, denuncias y rivalidades…
No es ajena a esta preocupación el hecho de que existe una mayor dependencia cuando existe un único servicio secreto. Mitterrand creó su propio servicio secreto de bolsillo; probablemente le divirtió, pero le resultó inútil. 

En el apartado cuarto del libro se va a abordar el siempre perseguido objetivo de lograr el control de los servicios secretos. A uno se le ocurre, así, de penalti, que si se controla un servicio secreto deja de serlo, aunque siga siendo necesario. Rueda llega a una posición intermedia: “En los países de nuestro entorno con más tradición democrática ya existen esos mecanismos. No son controles suficientes, pero al menos sí han conseguido que esas centrales de espionaje no campeen libremente por las llanuras de sus países”. ¿Seguro?
Se nos ofrecen esquemas de los mecanismos de control existentes en los países más caracterizadamente democráticos. Son declaraciones de principio. Nada que ver con la realidad. Afirmar, por ejemplo, que se tiene un control sobre los fondos reservados, es ignorar que se conoce su montante, no su aplicación. Es algo que Rueda asume, afirmando además que no es serio que se hable de un control judicial. Hay un hecho que agrega, referido a la época en que los Estados Unidos intentaron aumentar el control sobre sus servicios secretos. El efecto fue que “en plena guerra fría se frustraron intentos de deserción de agentes enemigos ante la inseguridad de trabajar con los yanquis. Los comentarios concluyen con esta indicación de Rueda: “Imaginémonos al señor Anasagasti, como ejemplo de hombre histriónico y parlanchín, en una comisión secreta donde se debaten las futuras operaciones reservadas”.
Fernando Rueda se despeña al tratar de establecer las bases del hipotético control del CESID (hoy CNI). Sinceramente, la realidad le ha sobrepasado. Ya no hace falta de felicitarse porque un civil llegara a la cúspide del espionaje. Ese récord fue batido ejemplarmente al hacerlo depender de una mujer, en estado de buena esperanza además. Luego se desgajó de la dependencia militar y, ya revestido del ropaje del CNI, de otra, ni siquiera conectada al mundo militar. Al final Rueda confiesa que “el hecho de defender la necesidad de implantar esas inspecciones no me coloca una venda en los ojos sobre la triste realidad. Que no es sino el hecho que no se solucionará un problema crónico de los servicios de inteligencia de todo el mundo”. Se refiere sucesivamente a los pactos entre partidos para no utilizar los servicios secretos como arma arrojadiza entre ellos, al carácter parcial que tendría un control de un único juez especial que autorizaría unas cuantas acciones, pero al que se ocultarían las que merecerían su control.

Queda la relación de la casa de los espías con la prensa. Aquí, desgraciadamente, Rueda se deja caer en una trampa tendida y se centra inicialmente en sus opiniones sobre Javier Calderón, Pilar Cernuda y Fernando Jauregui. A partir de ahí, con perdón, todo parece convertirse en una revista rosa. Se trata de demostrar que el CESID espiaba a muchos periodistas, pero resulta que es un espionaje que se reduce, más o menos, a actos de presentación de libros. Lo cual es absurdo: basta comprobar la plantilla de “La Casa” para dar por supuesto que también esas actividades están entre las consideradas como propias. Rueda también parece olvidar que el mundo del periodismo dista mucho de ser transparente; cualquier manipulación seria le necesita. No deja de ser uno de los útiles que manejan. A veces tontos; a veces no.
Todo pasa a ser una colección de anécdotas que lo único que hacen es permitir ver la extraña relación del periodismo con el espionaje. El mismo Fernando Rueda deja clara su animadversión hacia Javier Calderón, director del CESID tras Félix Miranda y antecesor de Dezcállar. Era quien dirigía el CESID en la fecha en que se escribió el libro.
Tiene razón Fernando Rueda en tener miedo. Quizá el común de los mortales sólo tenemos algo parecido: desasosiego. O sea, falta de sosiego y tranquilidad. Sobre todo, cuando pensamos en la presencia en nuestro suelo de los servicios secretos extranjeros. Rueda ha analizado sólo los nuestros, pero hay muchos más y están aquí.

“Por qué nos da miedo el CNI-CESID” (págs./ 2183 posiciones) es un libro del que es autor Fernando Rueda. Es una reedición realizada en abril de 2013. por Biblioteca Online del libro, que es la leída. La primera versión impresa fue llevada a cabo por “Foca, Ediciones y Distribuciones generales S.L. (del Grupo Akal) en mayo de 1999. El título omitía la alusión a CNI, fundado posteriormente, en 2002.

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