Fernando Rueda
es un periodista madrileño que se ha especializado en los temas relacionados
con el espionaje, una materia cuyo ámbito rebasa ampliamente el concepto usual
y vulgar del término. Sobre ella ha publicado más de una decena de libros. La
misma labor divulgativa sobre el espionaje la ha extendido a programas de radio
y de televisión (La Rosa de los Vientos) y a medios escritos (Ya, Época, Interviú,
Tiempo). Su labor se completa con la pedagógica, al ser profesor de Periodismo
de Investigación en el CEU.
Fue Fernando
Rueda el periodista que abrió un camino con la publicación a fines del siglo XX
de “La Casa”, un gran éxito editorial. Tras otros dos libros sobre temas de
espionaje, escribió “Por qué nos da miedo el CESID” en 1999, que se lanza de
nuevo, ahora en versión Kindle, en 2015, añadiendo en el titulo una referencia
al CNI.
El libro parece
huir, inicialmente, de lo que son historias concretas y anecdóticas para abordar
la esencia de lo que es un servicio secreto. Sin embargo, esa tendencia se
rompe en la segunda mitad del libro donde los casos puntuales, los hechos
concretos, son la base de explicaciones, acusaciones y elogios. Todo conduce a
que el libro concluya así: “Afirmo que
los servicios de inteligencia siguen siendo necesarios en un mundo en
movimiento en el que continuamente surgen conflictos de media y baja intensidad,
pero no me hice periodista para apoyar incondicionalmente a los gobernantes de
turno, sean del color que sean”. Y concluye: ...así he querido explicar por qué nos da miedo el servicio secreto. Al
menos, porque me lo da a mí”.
Se inicia el análisis
con el caso Perote, un supuesto en que se filtra una información que revela
asaltos a la intimidad personal. El servicio secreto se mueve en la doble ambivalencia
moral/inmoral, legal/ilegal. A veces, no existe ninguna de ellas; en la mayor parte
de las ocasiones se recurre a las ideas de “bien común”, la estabilidad del
Estado o conceptos análogos. La ilegalidad es el aspecto mayoritario y es
necesario un manto que impida conocer las actividades de los servicios
secretos: suele llamarse ley de secretos oficiales. Los desmentidos, en todo
caso: son “negaciones que no negaban”. Lo secreto se transforma en la práctica
en oculto. La idea de servicio público padece con ello. Porque es una contradicción
que lo que es público es, simplemente, oculto.
Eso se reduce a identificar “secreto” a oculto.
A Rueda le
preocupa la cuestión de la autonomía del CNI. Hablar de la autonomía del centro
de espionaje equivale, casi con exactitud, a la autonomía de su jefe o director
(aludido como 1B o RA), quien determina cuales son los objetivos que alcanzar o
las situaciones a mantener bajo a observación, es decir, a espiar. ¿Es esto lo
correcto? Rueda para mostrarnos que es igualmente peligroso lo contrario: que
el gobierno utilice al CNI para espiar lo que quiere saber.
Un aspecto
interesante abordado en el libro es el que afecta directamente a la actitud del
agente; las posibilidades que tiene de desobedecer las órdenes que considere
inmorales sin sufrir consecuencias negativas por ello. Parece admitirse que sí
que está obligado a obedecer las órdenes que impliquen ilegalidades, pero no se
tiene esa misma aceptación en el caso de órdenes inmorales. Pero, añado, todos
aceptamos para entretenernos y algo normal un James Bond con “licencia para
matar”. De eso se trata.
La colaboración
con otros servicios secretos es también objeto de análisis. Se llega a la utilización
de esos contactos para suplir en ciertos casos a la vía diplomática. Una idea
que no tranquiliza precisamente. De la colaboración a la promiscuidad o el
contagio hay un paso.
En un tercer capítulo,
Rueda nos muestra a un poder ejecutivo que se mueve entre dos tentaciones: por
una parte, la de encargar peculiares misiones a los servicios secretos que, por
ser ilegales o contarios a la ley, no pueden encomendarse a otros estamentos;
por otro lado, la de lograr su independencia librándose de molestas presiones y
compromisos. Cuando cae en esas tentaciones ello puede deberse a dos razones. Una:
todos los gobernantes del mundo en un momento u otro recurren a ellos. Dos: “están moralmente convencidos de que la
supervivencia del Estado de Derecho exige utilizar métodos que traspasan esa
legalidad. No deja de ser un acto de responsabilidad”. O sea, de la
necesidad, virtud. Como anticipa el refrán.
Pero es
indiferente saltar a las acusaciones formuladas. El PSOE que criticaba a los
servicios secretos, los utilizó más tarde, para ser criticado por el PP, que
posteriormente siguió utilizándolos. El CESID y luego el CNI van a ser los
juguetes del gobierno, encarnado en el ministro de quien específicamente
dependen. Rueda cita a Markus Wolff, el jefe que fue de la rumana STASI: “por agudos que puedan ser los instintos de
un servicio de inteligencia, siempre es el juguete del Gobierno al que sirve”.
Y Rueda añade; “Pero quien juega con
fuego una y otra vez termina quemándose”. Pone como ejemplo la manera en que
Areilza fue literalmente traicionado por un CESID que prefería un Adolfo Suárez,
a un Areilza que en su diario escribe “Habrá
que deshacer un día los servicios si no queremos que no devoren a todos en una
absurda guerra de chantajes, denuncias y rivalidades…”
No es ajena a
esta preocupación el hecho de que existe una mayor dependencia cuando existe un
único servicio secreto. Mitterrand creó su propio servicio secreto de bolsillo;
probablemente le divirtió, pero le resultó inútil.
En el apartado
cuarto del libro se va a abordar el siempre perseguido objetivo de lograr el
control de los servicios secretos. A uno se le ocurre, así, de penalti, que si
se controla un servicio secreto deja de serlo, aunque siga siendo necesario.
Rueda llega a una posición intermedia: “En
los países de nuestro entorno con más tradición democrática ya existen esos
mecanismos. No son controles suficientes, pero al menos sí han conseguido que
esas centrales de espionaje no campeen libremente por las llanuras de sus países”.
¿Seguro?
Se nos ofrecen esquemas
de los mecanismos de control existentes en los países más caracterizadamente
democráticos. Son declaraciones de principio. Nada que ver con la realidad. Afirmar,
por ejemplo, que se tiene un control sobre los fondos reservados, es ignorar
que se conoce su montante, no su aplicación. Es algo que Rueda asume, afirmando
además que no es serio que se hable de un control judicial. Hay un hecho que
agrega, referido a la época en que los Estados Unidos intentaron aumentar el
control sobre sus servicios secretos. El efecto fue que “en plena guerra fría se frustraron intentos de deserción de agentes enemigos
ante la inseguridad de trabajar con los yanquis. Los comentarios concluyen con
esta indicación de Rueda: “Imaginémonos
al señor Anasagasti, como ejemplo de hombre histriónico y parlanchín, en una
comisión secreta donde se debaten las futuras operaciones reservadas”.
Fernando Rueda
se despeña al tratar de establecer las bases del hipotético control del CESID
(hoy CNI). Sinceramente, la realidad le ha sobrepasado. Ya no hace falta de felicitarse
porque un civil llegara a la cúspide del espionaje. Ese récord fue batido
ejemplarmente al hacerlo depender de una mujer, en estado de buena esperanza
además. Luego se desgajó de la dependencia militar y, ya revestido del ropaje
del CNI, de otra, ni siquiera conectada al mundo militar. Al final Rueda confiesa
que “el hecho de defender la necesidad de
implantar esas inspecciones no me coloca una venda en los ojos sobre la triste
realidad. Que no es sino el hecho que
no se solucionará un problema crónico de los servicios de inteligencia de todo
el mundo”. Se refiere sucesivamente a los pactos entre partidos para no
utilizar los servicios secretos como arma arrojadiza entre ellos, al carácter
parcial que tendría un control de un único juez especial que autorizaría unas
cuantas acciones, pero al que se ocultarían las que merecerían su control.
Queda la relación
de la casa de los espías con la prensa. Aquí, desgraciadamente, Rueda se deja
caer en una trampa tendida y se centra inicialmente en sus opiniones sobre Javier
Calderón, Pilar Cernuda y Fernando Jauregui. A partir de ahí, con perdón, todo
parece convertirse en una revista rosa. Se trata de demostrar que el CESID
espiaba a muchos periodistas, pero resulta que es un espionaje que se reduce,
más o menos, a actos de presentación de libros. Lo cual es absurdo: basta
comprobar la plantilla de “La Casa” para dar por supuesto que también esas
actividades están entre las consideradas como propias. Rueda también parece
olvidar que el mundo del periodismo dista mucho de ser transparente; cualquier
manipulación seria le necesita. No deja de ser uno de los útiles que manejan. A
veces tontos; a veces no.
Todo pasa a ser
una colección de anécdotas que lo único que hacen es permitir ver la extraña relación
del periodismo con el espionaje. El mismo Fernando Rueda deja clara su
animadversión hacia Javier Calderón, director del CESID tras Félix Miranda y
antecesor de Dezcállar. Era quien dirigía el CESID en la fecha en que se
escribió el libro.
Tiene razón
Fernando Rueda en tener miedo. Quizá el común de los mortales sólo tenemos algo
parecido: desasosiego. O sea, falta de sosiego y tranquilidad. Sobre todo,
cuando pensamos en la presencia en nuestro suelo de los servicios secretos extranjeros.
Rueda ha analizado sólo los nuestros, pero hay muchos más y están aquí.
“Por qué nos da miedo el CNI-CESID”
(págs./ 2183 posiciones) es un libro del que es autor Fernando Rueda. Es una reedición
realizada en abril de 2013. por Biblioteca Online del libro, que es la leída.
La primera versión impresa fue llevada a cabo por “Foca, Ediciones y
Distribuciones generales S.L. (del Grupo Akal) en mayo de 1999. El título omitía
la alusión a CNI, fundado posteriormente, en 2002.
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