Este ha sido un
libro absolutamente polémico, que ha atravesado muchas líneas rojas y pecado
contra el pensamiento único. Lo que constituye, de entrada, un atractivo para
introducirse en él, leyéndolo. Su autor, por otra parte, es una persona rodada
en el terreno de lo escritor. Se le califica simplemente de escritor y
periodista, aunque debe añadirse que su práctica en dichos terrenos ha estado
dedicada siempre a los temas científicos. En efecto, Nicholas Wade nació en Inglaterra,
estudió Ciencias Naturales en Cambridge donde obtuvo un BA (algo así como una
diplomatura) y emigró a los Estados Unidos en 1970. Allí ha colaborado con el
New York Times hasta su retirada en 2012, y ha trabajado en las revistas
Science y Nature. Pero es el libro el que centra nuestra atención.
La idea inicial
es muy simple: si el hombre es producto de la evolución de las especies, hay
que pensar que, desde su aparición hace cientos de miles de años, ha tenido que
padecer nuevas manifestaciones de la evolución que han originado lógicamente
por, es misma evolución, razas diferentes. Una evolución que “no sólo ha sido reciente y extensa: también
ha sido regional”. Como señala el refrán español: si no quieres una taza,
pues taza y media. Wade además afirma: “las barreras intelectuales que se erigieron
hace muchos años para combatir el racismo están ahora obstruyendo el camino
para estudiar el pasado evolutivo reciente”. Su propósito será mantener que
admitir, a la vista de los descubrimientos genéticos, la existencia de
selección natural que ha conducido a la distinción de razas en la especie
humana es compatible con la igualdad de derechos y la unidad de la especie.
Dicha igualdad de los humanos se basa en conceptos morales y éticos, no en asertos
biológicos y científicos. Previendo los esperables ataques a sus ideas, indica
Wade: “La tesis de este libro es que el
conocimiento del genoma puede abordarse sin abrir la puerta a un resurgimiento
del racismo”.
Era inevitable
referirse al racismo y Wade lo hace muy bien. Una idea moderna que, partiendo
de Darwin, fue adoptada por Blaumenbach (que agregó como raza a la malaya),
Gobinau (que rechazaba todo entrecruzamiento), Morton (que pasó de las razas a
las especies) y Gould (que embrolló todo). Con ello se llegaba al “darwinismo
social” que, a través de Spencer y Galton, desembocó en la idea de la eugenesia.
Idea que encontró un terreno fértil primero en los Estados Unidos de la inmigración
de principios del siglo en su forma de eugenesia positiva (prohibiendo la entrada
de los menos dotados en el país) y que, más tarde, fue adoptada en Europa,
singularmente por el nazismo, que practicó ya en la eugenesia negativa
(eliminar a los menos dotados). Mezclada ya con el racismo, extendió esa acción
a los judíos.
Aquí es cuando es
Wade quien da un salto: no trata ya de razas, sino de culturas. Los cambios
genéticos, ¿afectan también al comportamiento de los individuos? Se refiere,
claro a los comportamientos colectivos que conforman las culturas y que se
refuerzan por las instituciones que éstas crean. El análisis se centra en dos
manifestaciones del comportamiento: la confianza y la actitud frente a la
agresión. Compara al hombre actual con los chimpancés como primates más
cercanos, recorre la historia de muchos milenios que pueden explicar esos
comportamientos y se refiere a las instituciones que han ido creándose para
reforzarlos.
El propio Wade
anda con cierta cautela; reconoce que “los
genes que se hallan en la base de comportamiento social no han sido todavía identificados
en su mayor parte, pero es una hipótesis razonable que también ellos habrían
cambiado en respuesta a nuevas instituciones sociales”. Afirma, no obstante,
que ello es también un proceso lento. Por otra parte, está pendiente la
identificación de cómo pueden cambios genéticos influir en comportamientos
personales. Lo que le obliga a echarse al profundo charco de las enzimas y las
hormonas, el ADN y los alelos. Así proporciona, por ejemplo, la explicación
dada a la palidez de la piel de los europeos.
Reconoce que “las diferencias genéticas entre las razas
humanas resultan estar basadas principalmente en frecuencias alélicas, es
decir, los porcentajes de alelo que se presentan en una raza determinada”.
Son muchos los conceptos que maneja que son lejanos a los conocimientos del
profano. Como ayuda, puedo brindar mi idea de que lo que llamamos vulgarmente
ADN (con lo que nos reproducimos) es en realidad el genoma, la famosa espiral.
A su vez ésta está compuesta de genes, una secuencia de nucleótidos vinculados
a una función fisiológica (según Wade también a las psicológicas). Y finalmente
los genes manifiestan formas alternativas de un mismo gen. Como éste en la
herencia se enfrenta a otro gen con la misma función (el de la madre y el del
padre) resulta decisiva la fuerza del alelo: los más fuertes predominan. De esa
forma, el alelo marca el valor de dominio con que un gen se enfrenta a otro y
el gen del hijo reflejará el resultado de la confrontación en sus alelos.
Repito: esto es una burda idea que trata solo de reflejar la escala: genoma,
gen, alelo. No se hay que fiarse mucho de ella.
No te metas en
figuras y sigue tu canto llano, es lo que, más o menos, dijo Maese Pedro al
niño que explicaba lo sucedido en su retablo. Yo lo voy a hacer así y quizá eso
es lo que debiera recomendarse a Wade cuando se refiere a los judíos para
tratar de ver en ellos diferencias genéticas que explicasen su éxito en diversos
campos de la vida. Parte de hechos históricos diferenciados: la prohibición de
casarse con personas de otra religión, la prohibición generalizada de que
dispusieran de tierras y las cultivasen, el mayor grado de alfabetización, el
cultivo de la endogamia en el plano mercantil… Donde quizá comete un error es
al alabar y comentar el llamado de Informe de Utah, elaborado por Jason Hardy y
Henry Harpending y en el que éstos relacionan el mayor índice de CI de los judíos
asquenazíes (los europeos, digamos) y la existencia de un “extraño patrón de cuatro de las llamadas enfermedades mendelianas que
son causadas por la mutación de un único gen”. No voy a entrar en las
largas explicaciones y críticas de la teoría, pero sí a indicar que Wade
considera que, de acuerdo con ellos, la población judía “ha producido tantos ganadores de premios Nobel y otros galardones de
distinción intelectual”. Uno no entra en discusiones, pero entiende que en
parte puede deberse a eso llamado “lobby”. Por lo demás, la existencia de
niveles superiores de CI pueden ser resultados de los factores sociológicos ya
indicados, sin necesidad de hurgar en materias biológicas.
Al tratar este
tema, Wade está invadiendo el terreno cultural. También en culturas aparecen
grandes diferencias, siendo destacable el éxito de Occidente frente a las
estancadas culturas de India, China o el Islam. Analiza detenidamente las
causas que se han aducido para explicar de este fenómeno, desde los geográficos
y climáticos hasta los institucionales y políticos. Y cae en el viejo dilema: a
quien quieres más, ¿a papá o a mamá? En este caso: a qué es atribuible ese fenómeno
¿a diferencias culturales o a cambios genéticos? La contestación es extrema en
algunos autores que repasa Wade, pero él se sitúa en una postura ambigua: hay
diversidades culturales que se manifiestan en instituciones sociales y
actitudes políticas ante la ciencia, pero no pueden excluirse las variaciones
biológicas. Algo le perturba: las primeras son rápidas, mientras que las
segundas son muy lentas. Pero no renuncia a ambas: las modificaciones genéticas
preparan los cambios culturales. No hay pruebas, sin embargo. Lo deja claro.
Algo en lo que
insiste Wade con plena razón, es en la especial reacción que produce la palabra
“raza”, indebidamente asociada al racismo. Su simple referencia es acusada de
acto racista. Una actitud que proviene tanto del conservadurismo derechista
antidarwinista como del claro sesgo izquierdista de las instituciones
académicas. Pero como Wade indica “El
racismo y la discriminación son censurables por cuestión de principios, no de
ciencia. La ciencia trata de lo que es, no de lo que debe ser. Sus arenas movedizas
no soportan los valores, de modo que es absurdo situarlos allí”.
El libro se
adhiere a la idea básica de la existencia de tres razas. Cita también, sin bendecirlas,
a las llamadas razas mezcladas y a las etnias,
Una idea que
destaca es que “la posibilidad de que una
raza termina convirtiéndose en especie ha desaparecido en la actualidad dada la
proliferación de matrimonios mixtos, viajes y migraciones”. Por eso puede
desatacar que “Las razas se desarrollan
dentro de una especie y de nuevo se funden fácilmente en ella”. Lo cual es
importante ya que “las razas son una
estación de tránsito en la ruta a través de la cual la evolución genera nuevas
especies”. Wade, creo recordar, cita sólo a dos de las especies de
homínidos que convivieron con el homo sapiens que somos. Pero se ha hablado de
siete.
El libro, en su
conjunto, es muy enjundioso. Sobre todo, abre la imaginación a posibles y
probables realidades, lo que hace a su lectura más fácil de lo que el tema
podía hacer esperar. Si que es cierto, sin embargo, que en ocasiones peca de
excesivamente ambicioso. Parte de una idea difícil de rebatir, como es la
persistencia del proceso darwiniano. Y de una realidad como la existencia de
razas diversas dentro de la misma especie humana, de características accesorias
diversas como la piel o los resultados deportivos. Pero va mas allá, algo que
no debe ser criticado y cuya consistencia tampoco se niega, al aludir a
aspectos culturales. El libro tiene, en general, una solidez especial y por
ello merece un elogio. Por ello y por mantener que la existencia de razas nada
tiene que ver con el racismo, acusación de la que ha sido objeto una y otra
vez. Que la sociedad humana evoluciona es algo evidente. Que sea algo alentado
por la genética es lo que se somete a juicio.
“Una herencia incòmoa. Genes, raza
e historia humana:” (298 págs.) des un libro escrito por Nichols Wade en 2014 y
publicado por Penguin Books ese mismo año. En 2015 fue publicada su traducción
al español por la editorial Ariel.
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