Julio Camba fue
un espléndido escritor. Un tanto atrabiliario, sin embargo. Su trayectoria
vital es realmente curiosa, porque comenzó escapándose de casa y viajando como
polizón hasta Argentina. Como tantos, su pensamiento juvenil fue un tanto
radical, en este caso afincado en el pensamiento anarquista. Y como anarquista
fue expulsado de Argentina en 1902, junto con otros compañeros de pensamiento. Ya
en España inició su colaboración con la prensa, primero con la de su región
gallega y, poco más tarde, con la madrileña. En Madrid, precisamente llegó a
crear un periódico: “El Rebelde”. Sus contactos con el anarquismo dieron lugar incluso
a que fuera llamado a declarar como persona relacionada con Mateo Morral. Despues
de ser corresponsal en Turquía, París y Londres sus ideas se sosegaron y en
torno a 1913 colabora con ABC y “El Sol”. Sigue viajando como corresponsal por Berlín,
Roma y Nueva York. Llega la guerra y colabora con el ABC de Sevilla, dejando ya
clara su proximidad a las ideas franquistas. Su colaboración continuará con
Arriba, ABC y La Vanguardia. Sus últimos 13 años —de 1949 a 1962— los pasará en Madrid albergándose en el Hotel
Palace.
El que traiga a
colación este libro responde únicamente al hecho de que lo leí hace mucho
tiempo, aunque en sus obras completas, publicadas en dos tomos por la Editorial
Plus Ultra. De esa lectura, me quedaba únicamente el recuerdo de algo que he repetido
muchas veces: la insensatez de colocar flores en las mesas donde se come con el
consiguiente intercambio de olores (¿Qué decir de los restaurantes en los que,
mientras uno come una carne roja, trocean casi encima un pescado a la sal?). El
caso es que, ojeando ahora una versión reciente editada en la Colección
Austral, me llamó la atención la forma en que puede advertirse en esa lectura el
transcurso de tiempo y el cambio de España.
Vaya por
delante que es un libro enormemente desenfadado, en la que se alternan las consideraciones
más o menos científica o rigurosas con las humorísticas. Todo ordenado en
cortos apartados en los que recorre la gastronomía por él conocida, que no era
poca, nacional e internacional. Y que, en cualquier caso, es bastante distinta
actualmente.
La cocina
española tiene varios apartados, pero el primero está destinado al ajo. “El ajo lo mismo sirve para espantar brujas
que para espantar extranjeros”. ”Nuestras
cocineras son tan aficionadas al ajo no es porque este condimento les sirva para
hacer una comida, sino, al contrario, porque les sirve para no tener que
hacerla”. Cuando trata de encontrar al ajo alguna ventaja termima afirmando:
“Lo único que digo es que el ajo es un
arma de dos filos con la que se puede hacer pasable un alimento mediocre y con
la que puede destruir un manjar de primera clase”. O sea, Camba en estilo
puro. No trata mejor a los garbanzos, a los que considera la unica aportación española
al pot-au-feu y a todos los platos
foráneos cuya esencia es cocinar varias cosas heterogéneas juntas.
No puede
decirse, realmente, que Camba sea un fan de la cocina española. Tampoco es su enemigo.
Pero es preciso referirse a la epoca en que escribía en la que España distaba
mucho de la actual. Él confiesa que no tiene un patriotismo gastronómico. Y se
nota, claro; había entonces algunas razones para no tenerlo, pero hoy han
desaparecido. Hay en sus comentarios una cierta acusación del problema de la
falta de imaginación de la cocina mediterránea ¿cómo podía imaginar que ahora
sería el modelo universal de la cocina sana? Aunque, ¿estamos hablando de gastronomía
o de alimentación? Por descontado, para Camba sólo cuenta lo primero.
Por otra parte,
repasa inmediatamente diversas cocinas extranjeras. La francesa, con sus tres
regiones, sus decadencias, su mantequilla. La lírica y simple cocina italiana, pese
a la dificultad de comer tallarines dignamente (enseña cómo hacerlo). La
inexistente cocina inglesa, atenta unicamente a la materia prima (nos lleva a
Simpson’s, donde yo aprendí que well done
era pedir algo parecido a un pedazo de carbón). La inexistente cocina
norteamericana, pero triunfadora hoy en los McDonalds. Tiene una imagen pobre
de la cocina china (no había entonces la proliferación actual de restaurantes
chinos). En fin, desconoce los descubrimientos modernos de la cocina india, la
mejicana, la japonesa o la peruana.
El cerdo recibe
todos los honores habido y por haber, pero Camba añade una curiosa dimensión religiosa:
en España, hecha según los teóricos de judíos, moros y cristianos, comer cerdo no
solamente es cuestión de gusto, sino una profesión de fe al estar prohibida su ingestión
por judíos y moros. Incluso la matanza cobra cierto perfil de sacrificio simbólico.
Por su parte el buey es a su juicio objeto de admiración en Francia y detestable
en España: “…yo desconocía el sabor de la
carne de buey y esto era muy natural porque en España los bueyes no tienen
carne, “tienen vértebras, pero no tienen carne”. Y agrega que nuestros bueyes
son de dos especies la proletaria y la guerrera. “Bueyes de labor y bueyes de lidia. Bueyes sumisos y bueyes heróicos”.
Realmente Camba persiste en su idea de que sólo nace y crece la cocina donde
hay pasto.
En los
pescados, destaca su adoración por la sardina, una sardina que debe estar asada
correctametne, lo que no es fácil, y que luego debe ser comida con la mano. Al
menos una docena, que puede ser seguida de otra. Cuando acaban los elogios a la
sardina, el autor se decica a alabar igualmente al lenguado y a dedicar alguna
lamentación al pobre besugo, tradicionalmente maltratado. Vuelve el fantasma
del lento transporte al interior; no en vano hay que recordar que el besugo era
un plato tradicional de Navidad en la meseta y hay que suponer que la vieja
recomendacion de no tomar mariscos en los meses sin “erre” responde a la misma
razón. Camba afirma que “en casi toda
Castilla al pescado se le llama fresco, pero no al pescado fresco, sino al
pescado podrido”. En cualquier caso, la referencia a otros pescados es
inexistente, en contraste con la mayor diversidad de la que hoy disfrutamos. Lo
que se perdió Don Julio.
Al llegar a los
mariscos Camba disfruta. Estos bichos, en general, se pescan vivos y vivos
aguantan los viajes. Comienza por las alabanzas que dirige a la langosta: ”está excelente de cualquier modo”,
auténtico elogio en él. Luego aparecerán, ya en cuesta abajo por el escalafón,
los langostinos, hasta llegar al buey y a la nécora, ya despreciables, pasando
por el centollo. Los moluscos se abren paso con los percebes (lo que le permite
explicar cómo se deben cocer) que, con las almejas, son los más conocidos en
Madrid, ciudad a la que suele hacer sus referencias. En cambio, nos cuenta que
son casi desconocidos los erizos, los mejillones, las ostras, las navajas, los
berberechos o las zamburiñas (a las que llama zamoriñas). Aun así dedica elogios a los berberechos y enseña la
manera de coger navajas (a las que también llama lingueirones o cuchilos). Hay que volver a pensar en los tiempos en
los que la conservacion por el frío, la congelación, no existía más allá de los
ventisqueros, reservados para otras cosas. Añádase la velocidad del transporte.
Lo que entonces era exótico y raro deja de serlo. Una excepción a la que se
refiere: la sopa de tortuga (claro que la saboreaba en París, no en Madrid)
Si estábamos
buscando la huella del tiempo, la encontramos claramente cuando Julio Camba
aborda el tema de los vinos. En aquella época, uno elegía en jun restaurnate
entre un Burdeos o un Borgoña, algo que sería inconcebible hoy cuando la opción
habitual es entre un Rioja o un Ribera del Duero. Contando con que siempre se
ofrecen las cartas de vinos en donde aparecen los de Toro, Jumilla, Cariñena,
Valdepeñas, Somontano, Madrid… bueno: la tira, blancos, tintos y rosados. Camba
nos ofrece una nutrida información de los vinos franceses. A los españoles los
ignora prácticamente. Otra cosa es que nos dé muchos consejos sobre la forma de
beber vino y degustarlo: la temperatura, la conservación, la acomodación a los
distintos platos… Tan curiosas algunas como la dependencia de ésta de las
dimensiones de la botella. Quizá eso explique la desaparición de las medias botellas.
Sobre todo,
Juio Camba pretende no solamente entretener e ilustrar, sino además divertir. A
veces la gastronomia parece solamente una excusa. No es que la ignore, ya que
la cultiva, a medias gurmet y gurment, como lo acreditan los pasajes en los que
se refiere seriamente a ella abordando temas espinosos. Pero, fuera de esos momentos,
cuenta anécdotas o hace comentarios con los que quita hierro a muchas de sus
afirmaciones.
Una muestra de
ese estilo tan propio de Camba es la primera de las “Normas del perfecto
invitado” con las que concluye el libro: “Cuando
aparezca en la mesa un plato notoriamente inferior a todos los otros, elógiese
sin reservas. Indudablemente ese plato es obra de la dueña de la casa”.
¿Ironìa? ¿Crítica? Probablemente sólo el humor, a veces desmadrado, que Julio
Camba emplea en este libro, cuya lectura es un placer.
“La casa de Lúculo el arte de
comer” (150 págs.) fue una obra escrita por Julio Camba en 1929. La edición
leida y comentada es la octava de las autorizadas a Espasa Calpe que la publicó
en en su Colección Austral en 1979, siendo la primera en dicha colección de
1937.
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