Alan Chalmers es uno de esos profesores que enseñan y tienen ideas que quieren difundir. O vender, cosa que tampoco nos importa mucho si son buenas. Es un inglés nacido en Bristol, pero que ahora es profesor en Sídney, o sea, en la lejana Australia. Su actividad propia es la física, pero el libro que comentamos ahora “ha sido utilizado como guía básica sobre epistemología durante los últimos 30 años”. Esa publicación no permite que se le califique además de filósofo. Eso nos dice Wikipedia, aunque solo fijándonos mucho podemos advertir que el libro fue publicado en 1976.
Chalmers inicia
su libro destacando el prestigio que la ciencia tiene. Esa valoración deriva en
gran parte de la idea de que “la ciencia
deriva de los hechos” y se supone que “los
hechos son afirmaciones acerca del mundo que pueden verificarse directamente
por un uso cuidadoso y desprejuiciado de los sentidos”. Pero eso no es así
y Chalmers va recorriendo las distintas apreciaciones que permiten afirmarlo.
Es cierto que dos observadores “ven” lo mismo, pero la percepción viene modulada
por la experiencia previa de cada persona. En segundo lugar, lo visto debe
encajar en el tinglado de “enunciados
observacionales” que cada persona tenga en la mente. Por fin, existe una
dependencia de los conocimientos previos de que se dispongan que pueden ser
ciertos o falsos. Ahora bien, el autor estima que esas dificultades se podrían superar
a través de la perfección de la experimentación y la observación. Pero
nuevamente sobreviene el desánimo.
La observación,
en primer término, no puede ser considerada privada y pasiva (el sujeto abre
los ojos y se limita a ver) sino que es activa y pública (cuando el sujeto se
propone observar lo hace con un cúmulo de cosas que los psicólogos denuncian).
En suma, “las observaciones capaces de constituir
la base del conocimiento científico son a la vez objetivas y falibles”.
Tampoco la experimentación va a obtener mejores resultados: de entrada “no es cosa fácil hacer que un experimento
funcione”. Chalmers mantiene la idea de que los experimentos dependen de la
teoría en ciertos aspectos y que son “falibles
y revisables”. Especialmente su dependencia de teorías introduce el peligro
de circularidades: el experimento avala teoría y ésta fundamenta el experimento.
Volvemos al
aserto “la ciencia deriva de los hechos”.
Y con ello entramos en el campo de la inducción, lo que equivale a introducirse
en la lógica, en el razonamiento lógico: deducir de unos hechos otros dados. Se
nos advierte que la lógica no es fuente de verdades, al estar ligada a la
veracidad de las premisas de que parte. Va a ser básica la diferenciación entre
el razonamiento deductivo y el inductivo; en el primero se parte de unos datos
ciertos de los que se deducen otros; en el segundo, no sucede eso. Chalmers nos
presenta un enunciado que pone de relieve el principio de inducción “Si en una amplia variedad de condiciones se observa
una gran cantidad de A y todos los A observados poseen sin excepción la
propiedad B, entonces todos los A tienen la propiedad B”. Hay dos puntos débiles:
la “gran variedad de observaciones”
que nos lleva a la idea del gran número (¿Cuántas; en todo caso nuca son todas)
y la “amplia variedad de condiciones”
que nos conduce a la eliminación de las superfluas (¿cuáles?, ¿quién determina
que lo son?). Son muchos los que se alinean el campo del “inductivismo”. Tiene sus atractivos, sin duda y se indican, pero se
insiste en el libro en su insuficiencia para soportar la ciencia.
Llega un momento
que podemos calificar de histórico para la filosofía de la ciencia. Carnap y
sus seguidores de la segunda escuela del Círculo de Viena se enfrentan a las
deducciones que Popper y los suyos extraen de la insuficiencia de inductivismo
una nueva idea: la de la falsación.
Para los falsacionistas,
la teoría es previa al fenómeno que se observa. Nace como hipótesis y su naturaleza
científica deriva del hecho de que es falsable, es decir, que puede demostrarse
en algún momento que es falsa. La falsabilidad es un digno atributo de toda teoría
y la demostración de que ésta es falsa da lugar a su sustitución por una nueva
hipótesis o teoría, a su vez falsable: lo falso es descartado y sustituido por
lo simplemente falsable.
Se ve con
claridad que mientras el inductivismo buscaba la verdad, el falsacionismo
aspira al progreso científico, a través de la sustitución de unas teorías declaradas
falsas por la vía de la observación o la experimentación por otras que, de
momento, son simplemente falsables. El inductivismo extraía conclusiones que
tenía por verdaderas a través de un número elevadísimo de observaciones o
experiencias; el falsacionismo se sirve únicamente de la demostración de un
hecho para declarar la falsedad de una teoría y la necesidad de cubrir su vacío
por otra teoría, teoría que cada vez será más general, teniendo especial consideración
dos criterios: la “audacia” y la “novedad”.
Así expresa
Chalmers esta idea básica: “Una hipótesis
es falsable si existe un enunciado observacional o un conjunto de enunciados
observacionales lógicamente posibles que sean incompatibles con ella, esto es,
que en caso de ser establecidos como verdaderos, falsarían la hipótesis”.
Se advierte una clara diferenciación entre la falsabilidad potencial y la
falsedad actual.
La interpretación
de esta vía falsacionista como camino al progreso científico tiene el gran
peligro de que las teorías que se formulen sean cada vez más generales y ambiguas,
de forma que su falsación pueda llegar a ser difícil o imposible. Ello da paso
a lo que Chalmers llama “falsacionismo
sofisticado”, en el que se pretende superar la problematicidad de afirmaciones
como las siguientes: “Una hipótesis debe
ser falsable, cuánto más falsable sea mejor y, no obstante,, no debe ser
falsada”; “Cualquier hipótesis deber ser
más falsable que aquella en cuyo lugar se ofrece”, o “la ciencia está hecha de teorías falsables, siendo cada una en la serie
más falsable que la predecesora”. Los propios falsacionistas eran conscientes
que sus teorías podían conducir a lo que sucede con el marxismo o las ideas
freudianas: que pretenden explicar todo con su vaguedad y laxa interpretación.
Todo ello condujo a que el propio Popper reconoce la utilidad o la necesidad de
aceptar ciertas teorías pese a su falsabilidad, lo que supone dejar parte del
criticismo total para adoptar un dogmatismo moderado.
Es quizá el momento
de hacer un alto en el camino. Primero, para recordar algo en la obra de
Chalmers se deja clara: no estamos ante la ciencia, sino ante la filosofía de
la ciencia. Por fortuna, los científicos recorren su camino sin prestar
especial atención a estas elucubraciones. El mismo Chalmers manifiesta cierto escepticismo
acerca de su utilidad y corrección. En segundo término, para indicar que el
atractivo que me ofrecía en principio este libro estaba centrado en el choque
de los trenes llamados positivismo, inductivismo y falsacionismo que tuvo lugar
en el siglo XX. Y ese momento ya se ha visto mediada la lectura del libro. Al final
todo desemboca en un especial pragmatismo que toma de cada movimiento lo que le
resulta más conveniente.
El libro sufrió
importantes adiciones y revisiones, motivadas simplemente por las sucesivas teorías
que fueron formulándose a partir de su publicación inicial. A ellas, las de
Lakatos, Kuhn o Feyerabend, por ejemplo, se referirán los siguientes capítulos.
Bastara referirse sucintamente a ellos porque ni aportan sustanciales novedades,
ni son suficientemente claras como para ser analizadas
Imre Lakatos es
representante del falsacionismo sofisticado. Su principal aportación es lo que
denomina “programas de investigación”.
Base de ellos es una especie de estructuración del programa: un núcleo central
(infalsable, definitorio del programa y compuesto de hipótesis muy generales) y
un círculo protector (compuesto de hipótesis secundarias que tiene por misión
proteger el núcleo central). El programa de investigación plantea la orientación
futura de la investigación, pero fracasa al no ofrecer criterios de cuando un
programa, siempre complejo, debe ser sustituido por otro.
El norteamericano
Thomas Kuhn introdujo la idea de “paradigma”
que estaría constituido por el conjunto de conocimientos compartidos por la comunidad
de científicos. Más adelante, una corriente se adherirá a la tesis de la
dependencia de la teoría, dulcificándola al someter las teorías y su aceptación
a un cálculo de probabilidades, cercano al pensamiento de Bayes.
La situación
actual es descrita por Chalmers como problemática. Parte de los filósofos “si bien no desean regresar a la idea
positivista de que los sentidos proporcionan una base para la ciencia sin
problemas, sí buscan una base relativamente segura, no en la observación, sino
en el experimento”. Surge así la corriente del “nuevo experimentalismo”, en el que el experimento adquiere “vida
propia” y es capaz incluso de prescindir de teoría. Se sucede la contraposición
de realistas e irrealistas, la aparición del realismo coyuntural y el científico.
Todo parece chapotear en el sincretismo más absoluto.
Todo parece
relativo. Y quizá todo se resume en lo que, finalmente Chalmers condensa sus
ideas: “Me reafirmo en que no existe una
descripción general de la ciencia y del método científico que se aplique a
todas las ciencias en todas las etapas históricas de su desarrollo”. Y
termina reconociendo que su exposición se ha asentado en la ciencia física, es
decir, en su experiencia profesional. Es de agradecer su sinceridad. Nos vuelve
a la realidad de una historia de las ideas que supone este libro.
“¿Qué es esa cosa llamada ciencia?”
(248 págs.) es un libro escrito por Alan Francis Chalmers con el título original
de “What is this thing called science?” en 1976, pero que tuvo importantes ampliaciones
o aclaraciones en 1982 y 1999. En España su traducción fue editada por la
editorial Siglo XXI por primera vez en 1982 y la última y cuarta en 2010, siendo
su segunda reimpresión la realizada en 2015, que es la comentada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario