Si se trae a colación
este libro no es tanto para comentarlo, sino para añadir reflexiones propias a
las que nos hace Carl Sagan en él. A quien no hace falta presentar por otro
lado (por lo menos a los fuimos coetáneos suyos) ya que gozamos, no tanto de
sus numerosos libros, sino de la famosa serie de televisión “Cosmos. Un viaje personal” que produjo en
1980 y que tantos vimos semana tras semana abriendo nuestra mente al espacio
exterior.
Carl Sagan
murió joven de una neumonía a los 62 años, en 1996. Y hay que preguntar si su
labor de divulgación, por el contrario, murió de vieja tras unos años. Carl Sagan,
siguiendo a Wikipedia, “fue un astrónomo,
astrofísico, cosmólogo y divulgador”, añadiendo que “fue un defensor del pensamiento escéptico científico y del método
científico, pionero de la exobiología, promotor de la búsqueda de inteligencia
extraterrestre”. Se reconoció su labor por lo que hoy “es considerado de los divulgadores de la ciencia más carismáticos e influyentes,
gracias a su capacidad de transmitir las ideas científicas y los aspectos
culturales al público no especializado con sencillez no exenta de rigor”.
Es difícil seguir
todo el contenido del libro, fundamentalmente porque está integrado por una serie
de observaciones o comentarios dispersos relacionados fundamentalmente con el
cosmos y temas relacionados con él, renunciando desde el primer momento a tener
una ilación consistente. Él mismo lo avisa. Como, de forma insistente y
continuada, alude al avance imparable de la ciencia; una especie de disculpa
anticipada por la obsolescencia de algunas de sus manifestaciones.
Carl Sagan, vivió
la época en que se lanzaron las primeras sondas orientadas a la exploración del
sistema solar y sus planetas. Todavía no había llegado el avance que supuso el observatorio
Hubble que, lanzado en 1990, tardó aun algunos años en lograr sus éxitos debido
a las reparaciones de que tuvo que ser objeto. Más que un avance fue realmente
una revolución de la cosmología. Carl Sagan podía intuir esos avances, pero no
los conoció. Pudo imaginarlos, pero no divulgarlos porque le eran desconocidos.
Es necesario,
ante todo, explicar el extraño título del libro. Carl Sagan visita el Museo del
Hombre de París acompañado por paleontólogo Yves Coppens. Un museo creado en
1937 y localizado en el Palais Chaillot que reúne todo lo que puede definir al
ser humano: prehistoria, antropología y etnología. Sagan puede recorrer no
solamente el museo sino las zonas dedicadas a la investigación y donde se
acumulan los materiales sujetos a estudio (hoy áreas trasladadas al Museo del
Quai Branly). No oculta la molesta sensación que le produce lo que allí ve y
que llega a su clímax cuando, tras atravesar la sala donde se guardan vasijas
de cristal con cabezas cortadas, llegan a aquélla en que se conservan cerebros en
frascos con formalina. Sagan dice: “mientras
escudriñaba la colección… mi vista se sintió atraída por la etiqueta unida a
uno de esos frascos cilíndricos. Tomé el recipiente y lo examiné de cerca. En
la etiqueta podía leerse P. Broca. Tenía en mis manos el cerebro de Broca”.
Paul Broca había
sido uno de los médicos, cirujanos y antropólogos más destacados del siglo XIX.
Fue el descubridor del “área de Broca”. Creía en una libertad de investigación
que se le toleró, aunque estuvo siempre sometido a vigilancia estatal. Pero al
mismo tiempo creerá en “la superioridad
de los hombres sobre las mujeres y en la de los blancos sobre las demás razas”.
Pese a la repugnancia que esas ideas sexistas y xenófobas producen a Sagan,
éste afirma: “Considero injusto criticar
a alguien por no haber compartido las ideas progresistas que están gestándose
en su tiempo”.
Los primeros
capítulos del libro contienen una serie de consideraciones sobre la ciencia,
una peculiar biografìa de Einstein y una referencia a la investigacion. Al
abordar la figura de Einstein parece que su importancia como científico es
superada por las inidicaciones sobre su carácter, que lleva a cabo de una forma
un tanto laudatoria. Descubre en él una actividad intensa en todos los órdenes
de ideas (políticas y relìgiosas fundamentalmente) que no agregan nada a la
figura del científico y que, hasta cierto punto arrojan sombras innecesarias y
contradicciones inesperadas. Se pasa tambien alguno pueblos Carl Sagan cuando
se refiere a las zonas marginales de la ciencia donde agrupa ideas tan dispares
como los ovnis, el espiritismo, el cuerpo astral, o las premoniciones; todas
ellas englobadas en el término “pseudociencias”. No solamente las considera sin
fundamento, sino perniciosas, armas defensivas de los gobiernos o las religiones
(a los que considera “fabricantes de paradojas”) creíbles solamente por incultos
y necios. Pero al mismo tiempo estima necesario que los científicos denuncien
su falsedad. Curiosamente, mientras rechaza la visita en el pasado de
extraterrestres, busca incansablemente extraterrestres en el espacio. Sagan se
nos muestra como contradictorio una y otra vez: condena los catastrofismos,
pero al mismo tiempo los predica: “por
primera vez en la historia disponemos de medios para provocar nuestra propia
destrucción, intencionada o inadvertidamente”.
El libro se
lanza al reducido espacio del sistema solar más próximo. Nos hablará de los
nombres dados a cráteres y meteoritos, de las atmósferas y condiciones
climáticas de los planetas próximos, de Titán (una enigmática luna de Saturno),
de la exploracion planetaria de aquellos años. A lo largo de todas esas disquisiciones,
más curiosas que otra cosa, late la esperanza de planetas exteriores que
pudieran albergarnos. Pero pasaran aun algunos años hasta que se detecte en 1989
un exoplaneta y se confirme la existencia de otro en 1995. Hoy son
numerosisimos los localizados dentro de nuestra Galaxia. Y aun subsiste la
esperanza de que puedan ser tablas de salvación para los humanos. Uno piensa
que es una esperanza inútil. No es solamente el problema de la distancia sino
tambien la del tiempo que se necesitaría para recorrerla. Se agregaría la
necesidad de similar presencia de agua, de similar temperatura, de similar masa
(so pena de pesar cada persona toneladas), de similar circularidad orbital… La
simple posibilidad de contacto con extraterrestres viene arrumbada tan pronto tenemos
en cuenta que, si se comprime la edad de la Tierra a un año, las últimas
décadas son apenas una décima de segundo. Sospecha Sagan que existirá un millón
de planetas. Probablemente será muchos más sí el de estrellas sobrepasa el
trillón. Se da la cifra de decenas de millones sólo en nuestra galaxia. Pero un
mensaje tardará una media de 24.000 años en llegar a alguno de ellos y otro
tanto en devolverlo. ¿Tendrá la Tierra tanta edad? ¿Quién recibirá el mensaje?
El último de
los 25 de los capítulos del libro, el titulado “El universo amniótico” me
parece inicialmente un tanto surrealista. Parte de las experiencias de “la vida
después de la muerte” para relacionarlas con las tesis de Stanislav Grof, psicólogo
que estudió los efectos del LSD en psicoterapia. Identifica, más o menos, la
muerte con el nacimiento. Tras ello, identifica esos sentimientos con las
religiones, mostrando su pensamiento agnóstico, aunque no ateo. Acaba afirmando
“En conjunto los seres humanos con
inteligentes y creativos, capaces de desentrañar misterios. Si las religiones
son fundamentalmente estúpidas, ¿Por qué tanta gente cree en ellas?”. Sagan
opina que sólo se explica por el temor a la muerte. Olvida la última pregunta: “¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿A dónde
vamos?” con que tituló Gauguin uno de sus mejores cuadros.
La pirueta
final es increíble: “No sé hasta qué
punto se parecen las experiencias perinatales personales y los modelos cosmológicos
particulares”. No lo sabe, pero la asimilación le tienta: “…las analogías son muchas y la posible conexión
entre la psiquiatría y la cosmología parece ser muy real”. Uno, realmente,
no siente, como le sucede a él, la atracción casi mística que ejercen los
vuelos espaciales. Y compara el nacimiento con el abandono de la Madre Tierra “para ir a buscar fortuna entre las estrellas”.
Muchos, muchos pueblos son los que Carl Sagan se salta.
Carl Sagan
merece respeto y agradecimiento cuando trata de divulgar. Y le agradecemos lo
que nos enseñó y nos entretuvo en las televisiones. Pero deja de merecerlos
cuando no divulga, sino que predica. Pero no es solamente eso: el avance de la
técnica es imparable en las décadas transcurridas desde que falleció. Y la
técnica es la quilla que permite que el barco de la ciencia avance. Lo que
divulga muestra ya una pátina de antigüedad. Y a veces se percibe un cierto olor
a naftalina. Hoy no tiene sentido ya su admiración por las sondas Wiking (1975)
o los diez Mariner (1962 a 1973) que apenas observaron los tres planetas más
cercanos.
Es posible que
la culpa sea del lector, acercándose a la obra sin considerar su circunstancia
temporal. Es cierto. Pero la única forma de superar esa sensación será considerar
el libro como una muestra histórica de la divulgación o del pensamiento científico
(reconocemos el primer aspecto; el segundo es ya más dudoso). Hay que ser
compasivo con Sagan; no pudo conocer el grafeno, la laparoscopia, las redes
sociales, el smartphone, los ordenadores personales, el Hubble, las energías
alternativas, el fracking… Nos movemos en un mundo escasamente imaginable hace
30 años. Dentro de 20 podrá repetirse esta frase puesta al día. Pero hoy somos
nosotros los que podemos decir que tenemos en las manos el pensamiento de Sagan,
de la misma forma que él dijo: “Tenía en
mis manos el cerebro de Broca”. Aunque no sintamos su repugnancia: no
tenemos en las manos un frasco con un cerebro, sino de un libro ameno a ratos y
bien editado.
“El cerebro de Broca. Reflexiones
sobre el apasionante mundo de la ciencia” (334 págs.) cuyo título original es
“Broca’s Brain. Reflections on the Romance of Science”, es un libro del que es
autor Carl Sagan escrito en 1974 y revisado en 4 ocasiones hasta 1979. Su traducción
al castellano se llevó a cabo inicialmente por Editorial Critica en 1994,
realizando una nueva presentación en la serie Drakontos en 2015, que es la
comentada”
No hay comentarios:
Publicar un comentario