Recientemente leí
y comenté un libro de José Miguel Mulet. Es especialmente fiable cuando habla de
lo que sabe: de las plantas, sus tripas y sus cosas. Permítaseme emplear su mismo
tono desenfadado: de eso sabe un huevo. De medicina, aunque de pequeño quisiera
serlo, opina y repite lo que oye. Eso sí: historia muy bien en general.
Si volví pronto
a leerle fue porque la primera obra comentada me dejaba la sensación de que
existía un cierto sesgo en la narración. Estando esencialmente de acuerdo en su
“ciencia en la sombra”, en algo disentía. Y a la búsqueda de ese sesgo fui hasta
el nuevo libro, aunque precedente en su obra escrita.
Hay algo que
comparto totalmente con Mulet: la falta de creencia en las medicinas
alternativas (que no debieran ni llamarse medicinas; yo, al menos, no lo hago).
Y algo en lo que disiento: en la radicalidad de su condena proclamada por
Mulet. Yo no creo en ellas, pero no las condeno tan fríamente como él.
El libro se inicia
con una primera sección que aborda la evolución de la medicina. En realidad, no
se define la medicina, sino que se historia la lucha contra la enfermedad. Para
el autor la medicina real es la científica, que parece espoleada por la microbiología
y la genética. Nos hace ver que cuando el médico nos atiende está aplicando
siglos de experiencia y estudio, pero olvida que junto a eso existe una
peculiar experiencia como es el llamado “ojo clínico”, la percepción subliminal
de hechos que se han conocido. Baja el tono cuando, para referirse a lo que
denomina clave del asunto; se pregunta “¿Cómo
sabe el médico qué tratamiento darte?” Y nos echa al campo de las revistas técnicas
especializadas, aunque advirtiendo el peligro de los fallos y los fraudes.
En su historia
distingue la época en que apenas se curaban fracturas óseas y poco más (todo
basado en una tosca cirugía) de la actual. Afirma que la medicina está en la
cumbre o cerca de la cumbre, pero quizá no imagina debidamente aspectos como el
progreso de la genética o la aplicación de la informática y la automática a la
lofoscopia. Ignora, por otra parte, las teorías sobre la supervivencia y las
que prevén la eutanasia como necesaria. El arriesgado acercarse a estos temas,
sin abordarlos. Para decir que la aromaterapia, por ejemplo, es costosa y no
cura no hacía falta referirse a la medicina.
Donde patina Mulet, es cuando alude a la
medicina en su aspecto social. Su opinión prima sobre la información, y ésta se
presenta de forma sesgada. Cuando terminamos de leer sus ideas lo único que
extraemos es que hay diversos sistemas y que se decanta de forma irresistible
hacia la sanidad pública. La pena es que todos conocemos la sanidad pública y
la privada; la primera conocida por su obligatoriedad y la segunda, por su
difusión. La sanidad privada es la propia de los Estados Unidos; la pública, la
de Cuba; en la mayor parte de Europa conviven ambas.
Personalmente
he ahorrado a la sanidad pública las siete u ocho operaciones sufridas en el ámbito
de la sanidad privada. Y he contribuido así a que otros que no podían tener
sanidad privada la tuvieran mejor en la pública. Pero, al tiempo que me siento
envidiado, no los envidio. Pese a que estoy reconocido a la sanidad pública no
puedo, por esfuerzos que haga, ver en ella un desiderátum. No por las personas,
ni por los tratamientos, sino por la burocracia y la imposibilidad de elección.
Mulet afirma que los ricos tienen mejor defensa contra el cáncer al poder
recurrir a costosos tratamientos nuevos, sin reparar que es una forma especial
de financiación de la investigación médica y farmacéutica. Son conejos de
Indias y, encima, pagan. Por cierto, en el libro hay una obsesión casi
constante y no explicada con el cáncer.
No se trata
solamente de las llamadas medicinas alternativas. Casi nadie sale bien parado
en el libro. Que se lo digan a las empresas farmacéuticas presentadas casi siempre
como hidras que buscan exorbitantes beneficios y olvidando que gracias a ellas
progresa la lucha contra la enfermedad y se crean puestos de trabajo. La corta
vida de las patentes las impulsa a prescindir de determinadas precauciones o
derivar hacia la cosmética. Tampoco los médicos mismos no se libran de alguna
zasca. Era joven cuando aún utilizábamos el Pental, el Optalidón o el
Belladenal. Productos hoy prohibidos. En los Estados Unidos el Nolotil, está
prohibido por afectar a los glóbulos blancos.
La segunda
parte del libro está dedicada a lo que denomina “pseudomedicina”. Antes de
entrar en ella se nos proporciona la definición de medicinas alternativas hecha
por Dawkins: ”el conjunto de prácticas
que no pueden ser comprobadas, rehúsan ser comprobadas o fallan cuando son comprobadas”.
Cuando entra en ese terreno, Mulet afirma: “El
engañar es muy sencillo, pero no es culpa del engañado”. ¿Seguro? Hay que
distinguir entre ser engañado y engañarse. En el primer caso hay confianza; en
el segundo, confianza ciega, es decir: fe.
Antes de seguir
adelante hay quiero sentar mi opinión, tan humilde como personal, resumiéndola
en el viejo dicho: “lo poco que se sabe
de medicina lo saben los médicos”. Disiento del libro en que no creo que se
sepa de enfermedades tanto como afirma ni que se esté próximo a alcanzar ese
extraño concepto de “lo científico”. Cuando enfermamos recurrimos al médico.
Siempre tuvimos nuestros médicos: el de una cosa y el de otra, todo lo más.
Quizá la gran diferencia entre sanidad pública y privada (aparte del acierto en
la gestión, que no es moco de pavo) es que en la segunda podemos (al menos en
cierto grado) elegir a nuestro médico. O cambiar a otro.
Llega el
momento en el que Mulet se enfrenta a lo que califica de medicinas alternativas.
De entrada, confunde churras con merinas: no se puede situar el psicoanalismo
en el mismo aprisco de las flores de Bach. Pues lo hace, sin el menor rebozo.
Aquí voy a hacer ya una distinción entre dos categorías: las que responden a la
idea teórica de psicoanálisis y las que pueden identificar, más o menos, con
las famosas flores de Bach. Y a esas categorías me remito.
¡El
psicoanálisis! ¿Se puede tachar de despreciable a una idea que marcó el siglo
XX? Ni siquiera puede calificarse de “medicina alternativa”. Mulet parece confundir
medicina con “curar”. Pero Freud se
lleva una buena zasca. No la había visto semejante. Muchas veces he leído alegatos
contra Freud (cuya influencia en todo caso es innegable), pero nunca había
visto una descalificación tan brutal. Ni tan vacua. Es como juzgar a Freud como
torero o fontanero. Oiga: que no iba eso.
También las
restantes “medicinas alternativas” (que ni son medicinas, ni son alternativas)
son rechazadas radicalmente. Son acusadas de dos cosas: cuestan mucho y dan
poco. Los que recurren a ello son engañados. Una mirada atenta mostraría que
tienen algo en común: tienen seguidores que se gastan mucho en ellas. Lo hacen
voluntariamente, pero Mulet afirma que lo hacen siempre engañados. Y repasa la
forma en que se los engaña. No tanto por qué son engañados, si lo son. Si se
repasan los casos que presenta lo único que nos muestra son personas en busca
de la esperanza. Y a la esperanza la precede —lo siento Sr. Mulet— a
la fe.
Yo no creo en
las medicinas alternativas. Si las despojo del calificativo de “medicinas”
mantengo unicamente mi duda sobre la utilidad de algunas, como la acupuntura.
Me sorprendo con la homeopatía, pero no aparto de mi imaginación la concepción
de la vacuna. Pero no condeno a los que acuden a ella pensando que puede aliviarles.
No son engañados, son esperanzados. Se les puede tratar de engañar, pero las
palabrazs no valen de nada para que no caigan en el engaño. ¿Y para qué
quitarles la esperanza, Mr. Mulet? ¿Hay algo más conmovedor que el efecto de un
placebo?
A mí, un médico
de urgencia cuando le contaba mis antecedentes me dijo “usted no se priva de
nada”. Colecciono ya muchas de las enfermedades que ni tienen remedio ni son,
de momento, mortales. Eso me da una especial comprensión para los que recurren
a esas medicinas repudiables cuando sus enfermedades no tienen remedio. La
gente se aburre de no encontrar curación.
El origen del
sesgo buscado se deriva de la esperanza en lo público. El propio Mulet lo
confiesa: “Qué le vamos a hacer, soy más
de Keynes que de Friedman, porque la famosa autorregulación de los mercados, y
en especial los sanitarios, no funciona”. Que voy a hacerlo también yo: soy
más de Friedman que de Keynes. Tampoco creo que se pueda hablar de
autorregulación del mercado de los productos farmacéuticos, por ejemplo: la
decisión de emplear unicamente productos “genéricos” ha dado lugar a la irrupción
de medicinas que no cumplían con la cantidad o la calidad adecuada del producto
activo. Hay anestesistas, por ejemplo, que indican que algunas de las anestesias
genéricas, muestran que su eficacia es relativa, ya que el paciente, aun
dormido, se mueve inquieto durante la intervención.
Como Mulet, nunca
recomendaré una de esas medicinas alternativas y nunca dejaré de mostrar mi
falta de creencia en ellas. Pero, como él, respetaré a tontos y desesperados,
aunque sin desear más intervención del Estado que el deseable control. Bastante
tenemos. El sesgo ya está encontrado: él, de Keynes y yo, de Friedman. Pero con
muchas ideas comunes.
“Medicina sin engaños” (362 págs.)
es un libro del que es autor José Miguel Mulet quien lo terminó de escribir en
2014 y que fue publicado en 2015 por Ediciones Destino (del grupo editorial
Planeta) en 2016 y en su versión Booklet)
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