¿Leer a Juliá
es leer “El País”? Es una pregunta a la que no voy a contestar dejando a cada
uno su respuesta, si se la quiere dar, claro.
Santos Juliá es
uno de los historiadores que toman a España como problema y, como tantos otros,
se desgañita intentado entender tal problema y darle solución. Pero quizá lo único
que debemos hacer es tomar a España como realidad. Y la realidad nunca es
problemática en sí, sino que se convierte en problema para el individuo cuando
éste no se acomoda a ella. Hablar, como se hace, de “proyecto de convivencia
cívica” suele ser un exceso que provoca dolores de cabeza. Es dudoso que un
danés se torture pensando qué significa ser danés. Suerte que tiene.
Hay algo que sorprende
en el mismo título del libro. Tras llevar años hablando de “La Transición” en
clara e inequívoca referencia a la que tuvo lugar entre la muerte de Franco y
la aprobación de la Constitución del 78, resulta que Juliá nos quita un simple artículo:
“La”; y, naturalmente, caemos en el vacío. ¿Qué será eso que se llama
“Transición“ y que no es “La transición”? Cierto es que el propio autor viene
en nuestro auxilio y añade al título: “Historia
de una política española (1937-2017)”. Nos arroja así a un espacio
diferente, aunque lo acota con la fijación de dos fechas y al mismo tiempo lo
complica al hablar de “una política” y no de “la política”. ¿Acaso hay una
política llamada “transición”? ¿O somos simplemente continuos errantes por el
desierto, como israelitas en busca de su Jerusalén prometida?
Lo que se nos
ofrece es la idea de una transición de un punto tan confuso como fue la
culminación de la guerra civil (del 37 al 39) a otro tan difuso como el momento
histórico actual. ¿Realmente puede establecerse la idea de un continuado
tránsito? Porque eso es historia, no destino.
Cuando
comenzamos a leer el libro lo hacemos, sin querer, pensando en las famosas dos
Españas. Pero, al cabo de bastantes páginas reparamos en que únicamente se
habla de una de ellas. Vamos al índice y comenzamos a comprender la cosa. El título
correcto no sería “transición”, sino “desquite”. Y así, pensando en desquite
todo comienza a ser comprensible al lector, explicable el libro y entendido el
autor. Sucederá que, si al principio se buscaba auxilio exterior, esa línea política
se convertirá luego en negociación, mediación, consenso y finalmente en la
eliminación, no del franquismo, sino de la derecha.
Las primeras
páginas van a contemplar el declinar del bando republicano. Son paginas tristes
en las que se repiten las voces esperanzadas en la victoria que entonces se oyeron
una y otra vez. Pesa en Juliá su especialización en Azaña, cuyas obras
completas recopiló y al que cuida como si de un infante se tratara.
Aunque quizá no
se diga con claridad, es evidente que los gobernantes republicanos no fueron
capaces de asumir lo que, como en la letra de Yira, el tanguista debe hacer:
“no esperes nunca una ayuda, ni una mano, ni un favor”. Vísperas de la segunda
guerra mundial: visto lo que se avecina, Francia, los EE. UU. y Gran Bretaña
optan por pactar la no intervención, problemas los míos; Rusia de desinteresa
un tanto de España: una posible base comunista demasiado alejada es ahora otro
poprblema. Cada uno va a lo suyo y se limita a hacer los gestos
imprescindibles.
Cuando Juliá
retoma la historia de los gobiernos republicanos en el exilio, tras pasar en sonrojo
de atravesar la frontera dejando atrás en el caos al trozo de pueblo que aún dirigían,
comienza la referencia a las súplicas reiteradas que se dirigen a las
principales potencias. Pretenden, simplemente, que les saquen las castañas del
fuego. Van intentando fórmulas, una tras otra. De pretender la intervención
armada directa para derribar a Franco, disolver la Falange, depurar
responsabilidades y reponer autonomías van reduciendo sus pretensiones
gradualmente hasta llegar a fórmulas de “transición” discretas, que llegan a
gobiernos de transición y promesas de referéndums. Incluso se llega a prescindir
del carácter republicano, invitando incluso a los monárquicos a unirse a estos
proyectos en tanto que antifranquistas.
La finalización
de la segunda guerra mundial solo trae consigo el frío y amargo respaldo de las
Naciones Unidas. Que se edulcora adicionalmente con la doctrina gestada por
Spaak que retira embajadores, pero mantiene relaciones diplomáticas. La
geopolítica se impone y el Tratado de España con los Estados Unidos (más que el
Concordato con el Vaticano) dará pronto lugar a que se deje sin efectos la
retirada de embajadores. El cambio de actitud de las grandes potencias hará que
Prieto vuelva su mirada a los países sudamericanos buscando en ellos un apoyo a
la famosa mediación pretendida. Se habla ya de ”transición”.
Da grima ver la
sucesiva creacion y desaparición de todo género de juntas, gobiernos,
comisiones, consejos e instituciones cuya supervivencia parece más orientada a
la supervivencia de sus miembros que a una concreta restauración republicana.
Son órganos, sometidos además a divisiones y confrontaciones internas, que
recorren el mundo, con las representaciones vasca y catalana como rémoras. Al
lector, abrumado por la cantidad de citas y referencias, le sorprende el que no
hayan asumido un hecho tan evidente como la pérdida de la guerra civil. El “vae
victis” que sigue a toda guerra. Va ser Gordón Ordás quien entierre, ya en los
cincuenta, la aspiración a la restauración del régimen republicano de 1931 como
reconocimiento a su legitimidad.
Mientras tanto,
los comunistas lograrán un peso fundamental en las actuaciones antifranquistas
eso sí pasado el mal trago del pacto Motolov-Ribbentrop. Introducirán la idea de
las guerrillas, los famosos maquis cuya disolución será ordenada por Moscú en
1948, y las noticias por radio.
Juliá amontona
datos, pero apenas críticas o juicios. Esto que podía responder a un
pensamiento historiador tiene el lastre de contemplar unicamente un aspecto de
la realidad. Justamente la realidad más irreal que cultivaron los melancólicos
exiliados.
Cuando la
transición (la que lleva mayúsculas) ha parido la Constitución Juliá nos enfrenta
a una nueva realidad: el desengaño, el desencanto. La realidad es que la nueva realidad era la
democracia y que la democracia trunca más las ilusiones que la falta de
libertad. Juliá nos repasa, una tras otra, opiniones de los descontentos:
ninguna de los contentos. El País y Cebrián al frente de todos aquellos, a
caballo entre el descontento y la lucidez futurológica. La gran víctima: Adolfo
Suárez.
En este punto,
la labor historiográfica pretendida por el autor parece naufragar. Si se trata
de definir de una política difusa mantenida por distintos individuos y partidos
que pretende recuperar el sentido de la segunda república, carece de sentido el
atribuir, aunque sea indirectamente, ese sentimiento a personas de muy distinto
pelaje político, muchos de los cuales se emulan en posados de frikis.
Con ello, a partir
de aquí, la descripción histórica es bastante difusa. Se sitúa en fin de la
transición en el golpe militar del 23 de febrero que conduce al PSOE al poder.
Más tarde, la irrupción de Aznar aboca a lo que se llama “segunda transición”,
que no es otra cosa que la efectividad de los turnos democráticos. Y con ella
una especial agresividad que acaba con los elementos de consenso que hicieron
posible la Transición. Juliá nos recuerda las sucesivas campañas llevadas a
cabo por la izquierda y el nacionalismo para tratar de identificar a la derecha
con el franquismo.
En el fondo es
una lucha entre el pasar página y el no hacerlo. Se olvida, sin embargo, que
mientras una parte fundamental de la izquierda puede olvidar, el nacionalismo
se negará a que en ese pasar página se incluyan sus eternas reivindicaciones. Juliá
nos recuerda cómo Zapatero era partidario de no mirar atrás: “demasiada gente ha arruinado en nombre de
las generaciones pasadas el futuro de las generaciones presentes. Así que no
miren atrás, sólo adelante; no hay que mirar a 1975 o 1977, ni siquiera a 2001
o 2004”. Siempre fue un tanto incongruente. Al hilo de citarle, sorprende
que el atentado del 11 de marzo de 2004 no sea siquiera citado
Y sin embargo
hubiera sido un acontecimiento que destacar. Prescindiendo de su ignorada autoría,
creó un estado de ánimo especial en los españoles, cambio el resultado de las
elecciones y situó en el poder a un equipo económico que la crisis arrasó. Una
serie de factores que condujeron a la aparición de populismo de Podemos. Un
populismo inesperado que Julía atribuye a un departamento universitario
concreto y, sobre todo, a Errejón, hoy en aguas de purgación y lastrado por su
rostro infantil. Iglesias parece ser sólo el práctico del puerto.
Quizá la parte
mejor del libro sea lo que finalmente resume Santos Juliá. Entre otras cosas
porque trata de dar sentido al repaso de acontecimientos que ha llevado a cabo
y sobre el que pesa la heterogeneidad de sus protagonistas y sus motivaciones.
Queda como obra
de consulta importante, pero a través de la cual uno avanza como el caballo del
picador que se felicitaba al afirmar: con un ojo no veo nada, pero con el otro
no me pierdo nada de la corrida.
Al iniciar
estas líneas preguntaba: ¿Leer a Juliá es leer “El País”? Lo sigo haciendo.
“Transición. Historia de una política
española 1937-2017” (652 págs.), es un libro del que es autor Santos Juliá y
que ha sido publicado por la editorial Galaxia Gutenberg en octubre de 2017.
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