sábado, 27 de enero de 2018

Josep Corbella, Valentín Fuster, Ferrán Adriá: “La cocina de la salud. El manual para disfrutar de una vida sana”.




Un libro en el que se proclaman autores tres personas y una sola de ellas lo escribe. Y, como en ocasiones es tan importante es lo que se dice como la forma en que se dice, se ha invertido el orden en que esos autores aparecen en la portada del libro. Porque la redacción del mismo ha sido llevada a cabo por Josep Corbella, un periodista científico de “La Vanguardia” que ha centrado su interés en los temas relacionados con la salud y las materias que la afectan, en este caso la alimentación.
Para el libro, sin embargo, cuenta con la colaboración de un nutriólogo tan conocido como Valentín Fuster y de un cocinero tan famoso como Ferrán Adrià. Justo es decir que el peso del primero es más importante que la del segundo ya que los alimentos, a efectos de la salud, suelen tener mayor peso que su condimentación. Pero eso no desmerece en absoluto la labor de Adrià. Sustanciada en las páginas que jalonan en libro, en colores y con dibujos, se comentan ideas básicas de la cocina y se sugieren posibilidades más o menos inéditas.
Es un libro cómodo de leer. No solamente por lo cuidado de la tipografía y la alternancia de páginas coloridas, sino porque respira libertad. En ningún momento se nos condena por nuestros malos hábitos (que, sin duda, los tenemos), sino que se limita a explicar y advertir sus peligros, que no es poco. Me recuerda en ese sentido a mi médico que tras advertirme que no debía hacer una cosa añadía: pero usted es mayor y puede hacer lo que quiera. Y efectivamente, lo hacía, pero debidamente informado.
El libro, por otra parte, se monta sobre la visión de una familia y sus horas. Nunca me ha gustado, y menos ahora que constituye una moda, el crear un matrimonio o una familia ideal, sobre la que se amontonan reproches o alabanzas, fracasos o éxitos a partir de los cuales se estructuran las ideas que pretenden apoyarse con el libro. En este caso hay una cierta razón para ello: estamos ante un matrimonio donde ambos tienen 47 años, tiene tres hijos de 13, 7 y 1 año y conviven con la madre de ella. Ello permite abordar problemas de esas distintas edades con cierta naturalidad.
Esta familia, además, desarrolla su actividad a través de las distintas horas del día. Sucede, claro, que, así como hay horas en las que es fácil situar el desayuno, la comida o la cena, hay otras vacías de esos menesteres, y que se aprovechan en el libro para abordar temas generales, como pueden ser el embarazo o la hora de la siesta. Pero, en cualquier caso, la familia no agobia al lector, sino que facilita su estructuración. No se ponen pesados, vamos.
Debe advertirse que no estamos ante un libro destinado a ser leído desde el prólogo hasta el epílogo. Cada libro es un mundo: hay libros para leer de principio a fin: es el ámbito clásico de la novela con su discurso temporal o el del discurso científico. Pero, cuando abandonamos ese escenario, nos encontramos con libros que pueden leerse abriéndolos por cualquier parte, con libros que se deben leer dos veces, con libros que es mejor leerlos al revés, de final hacia atrás, o a saltos.
El tratamiento que en los distintos casos recibe el libro es distinto. En la novela y en los que siguen su esquema, uno se casa de alguna forma con el libro durante su lectura, se encadena a él, y como en el matrimonio, esa unión termina en la muerte o en el divorcio, lo que en este caso se traduce en el recuerdo o en el abandono de la lectura. En los otros casos, como es el de “La cocina de la salud”, la relacion es amistosa y el libro se convierte en un amigo con el que no se convive, pero al que se recurre en momentos de necesidad. Es la función del libro de consulta, aunque en esta ocasión presente perfiles propios.
“La cocina de la salud” es un libro que no te condena y que, por otra parte, no se ciñe exclusivamente a la salud, Un ejemplo: cuando aborda el problema de niños de corta edad que se niegan a tomar un alimento señala como origen del rechazo el afán de comprobar los límites de su autonomía y su dominio sobre los demás. Es explica que rechacen incluso aquello que les gusta. Explicada la razón el libro aconseja dejar al niño sin comer: vale más que se prescinda de una comida, con ello no pasa nada y se le enseña.
Abrimos el libro y nos topamos con un apartado tan curioso como el “cómo reconocer si un pescado es fresco”. Más o menos se nos dice lo que sabíamos: atención al ojo del bicho. Pero nos enseña por qué a la carne no es necesario conservarla entre hielo (en el libro el padre se lo enseña a su hijo). Y en esas páginas en colores nos dice: “es mejor una sardina excelente que un mal bogavante”. Metidos en los pescados repasará los polos en los que uno se mueve: el pescadero habitual y el supermercado; o en el colectivamente nos movemos: el peligro del consumo de pescado para el medio ambiente y la acuicultura.
Una de las virtudes con las que parece contar ”La cocina de la salud” es la relatividad con que muchas de sus apreciaciones se nos ofrecen. Si hablamos, por ejemplo, de la obesidad, destacará que las dietas de una clase surten efectos en unas personas y en otras no. Esta idea parece sobrevolar todo el libro. Lo que me decía mi médico: usted ya sabe lo que tiene: usted decide lo que quiere. Y uno piensa: ¿para qué voy a castigarme cuidando mi hígado si lo que va a acabar conmigo es un ictus?
En realidad, el libro se mueve en un escenario inestable. Permite y admite “las alegrías de la vida”, o sea los excesos ocasionales, sean en las fiestas navideñas o no, pero deja clara su excepcionalidad. Un ejemplo de eso es la forma en que se refiere a las grasas: no las critica, sino que critica su exceso. Lo mismo hará con el alcohol, las proteínas, las cantidades consumidas… Pese su buena voluntad, el libro termina en algo que nos repugna: estar comiendo pensado que ahora ingiero hidrocarburos, ahora proteínas, ahora un toque magnesio y otro de vitamina C, ahora equilibro antoxidantes.
Algunos temas paracen estar de más, mientras se echa a otros de menos. UN ejemplo de los primeros es la referencia al ejericio físico. No es el único tema que sobrepasa el titulo del libro. Se hace referencia tmabien a la droga, a la presión social, a la influencia de la television…
Se llega, abriendo hojas del libro, a un capítulo que se titula “Kilómetros contra calorías”; lo sitúa a las 15,30 horas. Yo jamás correría a esas horas, por descontado. Bueno: ni a esas horas ni a ninguna. En el libro se alude al caminar (esa forma vergonzante del ejercicio físico) como medio de reducir peso, objetivo que al parecer se lograría más rápidamente comiendo menos. Uno de los argumentos de los que no se adhieren a esa causa deportiva es que no tiene tiempo. El ejercicio que se reclama ocupa de una hora u hora y media al día. ¿Para qué?  Bien, el libro nos lo explica: evita la depresión y la ansiedad. ¿Seguro? Pero el libro tampoco afirma que por no caminar terminemos como depresivos o ansiosos. Con esa idea obsesiva del ejercicio físico se llega a afirmar que “el rendimiento académico no empeora, sino que mejora, con la actividad física”. Eso nos lleva a pensar los kilómetros que, al día, corrían Newton o Descartes. Menos mal que no perdieron tiempo y se dedicaron a lo suyo. O piensen ejemplos en sentido contrario. Y a todo eso: ¿qué hace un libro de cocina hablando de ejercicio físico?
Junto a las extralimitaciones, las aparentes carencias del libro, muy escasas por contraste. En el libro no hay sitio para los viejos. Cosa absolutamente explicable porque los libros con ese título no los compran los viejos (¿soy yo una excepción?). Bastante tienen con hacer frente a los achaques, algo ignorado por la ”salud”, preocupada por la enfermedad y el envejecimiento, aunque no de la vejez. En definitiva, marketing.
Frente a esos “tics” perdonables, el libro ofrece muchas ideas interesantes para el profano como pueden ser las diferencias entre las vitaminas hidrosolubles o no, el color como indicativo de ciertos antioxidantes, la batalla entre los radicales libres y los antioxidantes libres. Al final, todo se reduce a un relativismo impuesto por el avance de la ciencia. Pero si ésta llegara a sus últimos objetivos ¿dejaríamos de comer carne por ser cancerígena? ¿o de azúcar por provocar diabetes? Hay amenazas internas y amenazas externas. Churras y merinas.
Los autores (o autor del libro) lo arreglan, inteligentemente, remitiendo todo a una cuestión de medida. Estamos cercanos a la posición grecorromana de aire estoico que recomendaba mesura en todo. Con esa postura, los reproches implícitos que recibimos por nuestra forma de cuidar nuestra salud son acogidos sin que nos creen remordimientos, ni tampoco nos lleven necesariamente a la enmienda. Si acaso a un tenue propósito de enmienda que apenas durará en el tiempo más inmediato.
Resulta imposible referirse a todos los aspectos cubiertos por el libro. Son demasiado numerosos. Los hay que constituyen consejos y admoniciones, y, frente a ellos, los que informan e instruyen al lector. Hay que agradecer que, a éste, sin tratarle como a un torpe ignorante, se le hable como a persona inteligente, aunque con un lenguaje llano. No se le ocultan siquiera las cuestiones que científicamente están pendientes de comprobación y que son simples hipótesis de trabajo actualmente.
En suma: un libro entretenido y útil. Curioso y bien concebido.

“La cocina de la salud. Un manual para disfrutar de una vida sana” (380 págs.) es un libro compuesto conjuntamente por Ferrán Adrián, Valentín Fuster y Josep Corbella en 2010. Se editó por Editorial Planeta ese mismo año. La primera edición se realizó en octubre de 2010 y la segunda (que es la ahora comentada) en noviembre del mism año.

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