El segundo
centenario de la revolución francesa trajo una serie de libros que abordaban su
desenvolvimiento e influencia. Un fenómeno que viene repitiéndose cuando se
acerca el aniversario de un acontecimiento histórico importante.
Peter McPhee es
un australiano que se ha movido toda su vida en ambientes académicos, llegando
a rector de la Universidad de Melbourne. Aunque estudió filosofía, su actividad
derivó hacia la historia y, dentro de ésta, se especializó precisamente en la
Revolución Francesa, sobre la que escribió cerca de una decena de libros. Quizá
debe destacarse que, dentro de esa orientación, McPhee se preocupa
especialmente de los aspectos sociales que subyacen y siguen a la revolución,
en un intento de explicar ésta.
Manifestación
de ello es la importancia que en el primero de los capítulos del libro se da a
la situación social reinante en Francia en los años que precedieron a la revolución.
Nos ofrece una estructuración peculiar que en primer término se condensa en la polarización
campo-ciudad, destacando la dependencia de la segunda respecto de los
suministros de la primera y las tensiones derivadas en los impuestos
establecidos sobre esos suministros.
Sigue la
estratificación entre los tres grandes sectores, prácticamente estancos, de la
sociedad. Aparece en primer término la Iglesia y la nobleza, es decir, el
primero y segundo estado; luego, la creciente e inquieta burguesía; por fin el
tercer estado, el pueblo llano que supone el 99% de la población, aunque incluye
desde el mendigo al financiero más acaudalado. McPhee va repasando uno a uno
estos grupos. La Iglesia en primer término; una iglesia todopoderosa y rica que
posee la décima parte del territorio francés y percibe los diezmos, pero que
comienza a presentar signos de debilidad tanto en el clero, como en las órdenes
y, lo que es más importante, en los creyentes.
La nobleza
aparece con un carácter impermeable y hereditario; un coto cerrado al que
lentamente comienza tratar de asaltar la burguesía; posee un tercio del territorio.
La monarquía aporta la sensación de estabilidad y seguridad del sistema únicamente,
efecto asegurado con la brutalidad de las penas. El Estado es mínimo: apenas
seis ministros. La multiplicidad y disparidad de los impuestos, las lenguas y
las organizaciones administrativas eran totales. Todo creaba un clima de injusticia
y desigualdad insoportable. Se puede añadir a eso lo que hemos visto en otros
libros: aquella sociedad estaba sumida en una total pobreza, inimaginable en el
presente, circunstancia que solemos olvidar. En contraste, las clases
superiores demostraban esa superioridad con la ostentación de su riqueza. Aunque,
la verdad, tenían riqueza y poder, pero no el confort que hoy goza la generalidad
de la población (del primer mundo al menos, claro).
Digamos que la
olla está a presión ¿qué hace que estalle y cómo lo hace? De alguna forma,
McPhee parece restar importancia a la Ilustración y sus vientos, aunque termine
citando a Habermas como persona que ofreció una explicación. El hecho es que McPhee
afirma que “la verdadera importancia de
la Ilustración, pues, es la de ser un síntoma de una crisis de autoridad y parte
de un discurso político mucho más amplio”. Y recuerda que, junto a eso, se leía
ya el famoso opúsculo del abate Emmanuel Sieyes (léase “sieíis”); “Que es el tercer estado? --- todo”; ¿Qué ha
sido hasta ahora en el orden político? ---- nada; ¿Qué es lo que pide? --- ser
algo”. Más claridad no se puede pedir.
Llegó el
desapacible invierno de 1788-1789. Llega la primavera y Luis XVI, presionado,
pide la elaboración de una serie propuestas para la reforma de la vida pública.
Van a ser los famosos ”cahiers de
deléances” o cuadernos de quejas que elaborarán los municipios y las
regiones. Sobre ellos se van a levantar los deseos y las exigencias. Éstas,
excitadas al máximo, van a ser el detonante del estallido. Pero las cosas aún
se complican porque los famosos “cahiers“ están dirigidos a la consideración de
unos Estados Generales, no convocados desde 1614 y destinados a enfrentarse a
crisis políticas o económicas.
Se convocan los
Estados Generales, donde están representados los tres estados, sobre una
interminable discusión sobre los procedimientos de elección; votos individuales
o por estados. Convocados en marzo, los Estados Generales se reunirán en
Versalles en mayo de 1879. La actitud intransigente del segundo estado provocará
que el tercero se reúna en el famoso trinquete del Juego de Pelota. Se producirá
un goteo de personas de los dos primeros estados al tercero; en el caso de la
Iglesia, por animadversión a la preeminencia de los obispos que molestaba al
pequeño clero. A los Estados generales sucederá la Asamblea Nacional, donde
comenzará el desmontaje del sistema clasista y financiero. Todo empezará, por
lo tanto, con una fiebre de declaraciones de principios y normas legales.
Una de las
virtudes de McPhee es que nos muestra la revolución como un suceso histórico
estructurado en una serie de etapas. Así, frente a una inicial labor
legislativa sucederá una dura etapa de aplicación práctica de esas normas: nada
menos que el desmontaje del viejo régimen. Pero esto es una labor profunda que
afectará a la Iglesia y sus bienes, por una parte, y a la nobleza (e indirectamente
al ejército) por otra. Todo empezó como reforma y acabó como revolución.
La destitución
del ministro Necker, a instancias de los nobles, fue lo que motivó una serie de
desmanes, entre los que destaca la famosa y sangrienta toma de la Bastilla por
individuos incontrolados de 14 de julio. La Asamblea Nacional veía triunfar sus
tesis gracias al pueblo de París, pero pasaba a depender de él. Al mismo tiempo
hacía nacer la preocupación de otros países europeos. A partir de ahí, se entra
en un clima de guerra que ocupará años y que influirá definitivamente en el
proceso revolucionario.
Un nuevo capítulo,
“la reconstrucción de Francia”, cubrirá
los años 1789 a 1791. “El trabajo de los
treinta y un Comités se vio facilitado por la presteza con que colaboraron muchos
nobles, denominados “patriotas”, por las abundantes cosechas de 1979 y 1980 y,
sobre todo, por la inmensa reserva de buena voluntad que hizo el pueblo”.
Todo se basaba en la afirmación de la igualdad entre los ciudadanos. Derivando
de ello, se modificó la elección de curas en las iglesias, oficiales en el ejército
y jueces en la justicia. Un ambiente de concordia propició una Fiesta de la
Federación. Pero pronto la Iglesia se mostró dividida cuando se pidió el
juramento a los clérigos. ”Sólo el pueblo
tenía potestad para elegir a sus sacerdotes y obispos”. Con la Iglesia
había topado la Asamblea, amigo Sancho. Una Asamblea en la que ya estaban
unidos los sacerdotes juramentados, los nobles “patriotas” y el pueblo llano
frente a una nobleza y una jerarquía eclesiástica en decadencia, pero
resistentes. Es una época en la que Francia enriquecerá el lenguaje político universal
(izquierda y derecha) y local (sans culottes, sans jupons… es decir: calzones
cortos y enaguas). El pasado será el “ancien
régime” y se adoptará el “allons enfants
de la patrie…” como himno.
“La segunda revolución” es el título del
siguiente capítulo. Todo comenzó con la detención en Varennes de Luis XVI
cuando huía a Montmédy. El hecho provoca la división de los franceses, pero también
supone el inicio de la búsqueda de un enemigo interior que alentara la intervención
exterior. Lo que luego llamaríamos “quinta columna”, aunque en este caso más
visible, poderosa y habladora que la madrileña. Un punto crítico de esa búsqueda
lo marcará la muerte del rey en la guillotina. Los países europeos ven nuevas
amenazas en la situación de Francia, donde se está además al borde de la guerra
civil. La región de La Vendée se alza en armas contra la leva masiva. El
general que la reprime (200.000 muertos por cada bando) afirma que la Vendée ya
no existe: “habría sido preciso darles el
pan de la libertad, y la piedad no es revolucionaria.”
La Convención
sucede a la Asamblea. Pronto se estructura en tres facciones: los girondinos
(la derecha de Brisot), los jacobinos (la izquierda de Robespierre y Saint
Just, conocida como “la Montaña”, y la “llanura” (algo así como un centro
vaporoso y oscilante). Se juzga y ajusticia a Luis XVI, con lo que lo que los
enfrentamientos con otros estados aumentan. Se busca incansablemente a ese
enemigo interior. Los jacobinos triunfan sobre los girondinos. El Comité de
Salud Pública y el Tribunal Revolucionario oscurecen a la propia Convención. El
Terror está servido a mediados de 1793
El Terror es la
imagen de la revolución que habitualmente nos ofrece la literatura y el cine.
Flaco favor a nuestro entendimiento de la revolución. Los problemas militares
estaban casi superados, pero los jacobinos persistían en su ideal de una
sociedad distinta y perfecta. Reflejo de ello fue el nacimiento de un
calendario nuevo, de nombres novedosos para las personas, de neologismos... Y
en sentido contrario: la aparición de la censura, la disminución de las
publicaciones, la prohibición de obras teatrales… McPhee se pregunta si el
Terror fue una defensa de la revolución o simplemente una paranoia desatada.
Fueron elevándose
las voces que defendían la necesidad de poner freno a la actividad frenética de
una guillotina que acabó con 16.000 personas. El movimiento pendular hizo que,
llegado a un límite, los jacobinos acabaran con su izquierda (los del club de
los Cordeliers) y que “la llanura” acabase con los jacobinos. La guillotina
terminó su labor con la muerte de Robespierre en las últimas revueltas del Thermidor
del año III. Ahí concluye realmente la Revolución: la Convención es sustituída
por un Directorio, del que pronto se apoderará uno de los directores, Napoleón.
Finalizando la
lectura del libro podemos preguntarnos: ¿Qué ha hecho la revolución? Muchas
cosas: la introducción del principio de igualdad de las personas, el reconocimiento
de la existencia de derechos humanos, la reestructuración de la propiedad y la
sociedad, el desplazamiento de la Iglesia a un segundo plano, la introducción del
centralismo administrativo, la unificación de la fiscalidad, la introducción
del primer liberalismo… Pero debemos reconocer
que hay otras muchas que no ha hecho: no hay una desaparición de las clases,
sino de los estamentos; desaparece la monarquía, pero sólo transitoriamente
tras pasar por la idea de Imperio; la denostada Iglesia renacerá con otra forma
y otra religiosidad; la nobleza persistirá; los que eran revolucionarios se
travestirán en el nuevo régimen. Algo decididamente lampedusiano.
Concluye McPhee
tratando de evaluar la trascendencia de la revolución. Y repasando el panorama
de los historiadores destaca la postura de los que llama “minimalistas”, historiadores
que minimizan aquella trascendencia ya que “los
elementos básicos de la vida cotidiana permanecieron prácticamente invariables:
especialmente las pautas de trabajo, la posición de los pobres, las desigualdades
sociales y el estatuto inferior de las mujeres”. Pero aun esos minimalistas
reconocen la existencia de una profunda de transformación. Enfrente, encontramos
a los “maximalistas” que, afirmando la existencia de una profunda transformación,
reconocen a su vez “la existencia de “importantes
continuidades en la sociedad francesa”. Quizá haya que concluir con el autor
que “la revolución no solo supuso un punto
de inflexión en la uniformidad de las instituciones estatales, sino que por primera
vez se entendía el estado como representante de una unidad emocional: “la nación”,
basada en la ciudadanía”.
La lectura de McPhee
nos hace ver a todos los personajes como secundarios en la tragedia. Parece que
el único protagonismo distinguible hasta que el drama acaba es de “les citoyens”,
ciudadanos que son objeto de un lento proceso de “francisation” o afrancesamiento, logrado a través de las elecciones
libres y del sacrificio de millones de jóvenes que lucharon por la “patrie”, defendiendo a la revolución y la
república.
El libro se complementa
con una serie de interesantes mapas, una cronología y una clasificada bibliografía.
El libro se lee como una novela sin personajes, porque los escasos que se citan
lo son sólo como simple referencia a sus actuaciones. De la misma forma que la
propia revolución se describe fríamente como si fuera simplemente un fenómeno
meteorológico, una marea, un viento que de pronto asola la sociedad. Que describe como llegó y lo que, tras pasarse,
dejò.
Nunca se acaba
de aprender. Nunca de debe dejar de intentar aprender. En este libro se aprende.
“La revolución francesa 1789-1799.
Una nueva historia” (276 págs.,) fue escrita por Peter McPhee en 2002. La
traducción española se publica por Editorial Crítica en colaboración con
Planeta. La versión leída y comentadas a es la publicada en segunda edición en
2013 por Austral.
No hay comentarios:
Publicar un comentario