sábado, 20 de enero de 2018

Peter McPhee: “La revolución francesa 1789-1799. Una nueva historia.”




El segundo centenario de la revolución francesa trajo una serie de libros que abordaban su desenvolvimiento e influencia. Un fenómeno que viene repitiéndose cuando se acerca el aniversario de un acontecimiento histórico importante.
Peter McPhee es un australiano que se ha movido toda su vida en ambientes académicos, llegando a rector de la Universidad de Melbourne. Aunque estudió filosofía, su actividad derivó hacia la historia y, dentro de ésta, se especializó precisamente en la Revolución Francesa, sobre la que escribió cerca de una decena de libros. Quizá debe destacarse que, dentro de esa orientación, McPhee se preocupa especialmente de los aspectos sociales que subyacen y siguen a la revolución, en un intento de explicar ésta.
Manifestación de ello es la importancia que en el primero de los capítulos del libro se da a la situación social reinante en Francia en los años que precedieron a la revolución. Nos ofrece una estructuración peculiar que en primer término se condensa en la polarización campo-ciudad, destacando la dependencia de la segunda respecto de los suministros de la primera y las tensiones derivadas en los impuestos establecidos sobre esos suministros.
Sigue la estratificación entre los tres grandes sectores, prácticamente estancos, de la sociedad. Aparece en primer término la Iglesia y la nobleza, es decir, el primero y segundo estado; luego, la creciente e inquieta burguesía; por fin el tercer estado, el pueblo llano que supone el 99% de la población, aunque incluye desde el mendigo al financiero más acaudalado. McPhee va repasando uno a uno estos grupos. La Iglesia en primer término; una iglesia todopoderosa y rica que posee la décima parte del territorio francés y percibe los diezmos, pero que comienza a presentar signos de debilidad tanto en el clero, como en las órdenes y, lo que es más importante, en los creyentes.
La nobleza aparece con un carácter impermeable y hereditario; un coto cerrado al que lentamente comienza tratar de asaltar la burguesía; posee un tercio del territorio. La monarquía aporta la sensación de estabilidad y seguridad del sistema únicamente, efecto asegurado con la brutalidad de las penas. El Estado es mínimo: apenas seis ministros. La multiplicidad y disparidad de los impuestos, las lenguas y las organizaciones administrativas eran totales. Todo creaba un clima de injusticia y desigualdad insoportable. Se puede añadir a eso lo que hemos visto en otros libros: aquella sociedad estaba sumida en una total pobreza, inimaginable en el presente, circunstancia que solemos olvidar. En contraste, las clases superiores demostraban esa superioridad con la ostentación de su riqueza. Aunque, la verdad, tenían riqueza y poder, pero no el confort que hoy goza la generalidad de la población (del primer mundo al menos, claro).
Digamos que la olla está a presión ¿qué hace que estalle y cómo lo hace? De alguna forma, McPhee parece restar importancia a la Ilustración y sus vientos, aunque termine citando a Habermas como persona que ofreció una explicación. El hecho es que McPhee afirma que “la verdadera importancia de la Ilustración, pues, es la de ser un síntoma de una crisis de autoridad y parte de un discurso político mucho más amplio”. Y recuerda que, junto a eso, se leía ya el famoso opúsculo del abate Emmanuel Sieyes (léase “sieíis”); “Que es el tercer estado? --- todo”; ¿Qué ha sido hasta ahora en el orden político? ---- nada; ¿Qué es lo que pide? --- ser algo”. Más claridad no se puede pedir.
Llegó el desapacible invierno de 1788-1789. Llega la primavera y Luis XVI, presionado, pide la elaboración de una serie propuestas para la reforma de la vida pública. Van a ser los famosos ”cahiers de deléances” o cuadernos de quejas que elaborarán los municipios y las regiones. Sobre ellos se van a levantar los deseos y las exigencias. Éstas, excitadas al máximo, van a ser el detonante del estallido. Pero las cosas aún se complican porque los famosos “cahiers“ están dirigidos a la consideración de unos Estados Generales, no convocados desde 1614 y destinados a enfrentarse a crisis políticas o económicas.

Se convocan los Estados Generales, donde están representados los tres estados, sobre una interminable discusión sobre los procedimientos de elección; votos individuales o por estados. Convocados en marzo, los Estados Generales se reunirán en Versalles en mayo de 1879. La actitud intransigente del segundo estado provocará que el tercero se reúna en el famoso trinquete del Juego de Pelota. Se producirá un goteo de personas de los dos primeros estados al tercero; en el caso de la Iglesia, por animadversión a la preeminencia de los obispos que molestaba al pequeño clero. A los Estados generales sucederá la Asamblea Nacional, donde comenzará el desmontaje del sistema clasista y financiero. Todo empezará, por lo tanto, con una fiebre de declaraciones de principios y normas legales.
Una de las virtudes de McPhee es que nos muestra la revolución como un suceso histórico estructurado en una serie de etapas. Así, frente a una inicial labor legislativa sucederá una dura etapa de aplicación práctica de esas normas: nada menos que el desmontaje del viejo régimen. Pero esto es una labor profunda que afectará a la Iglesia y sus bienes, por una parte, y a la nobleza (e indirectamente al ejército) por otra. Todo empezó como reforma y acabó como revolución.
La destitución del ministro Necker, a instancias de los nobles, fue lo que motivó una serie de desmanes, entre los que destaca la famosa y sangrienta toma de la Bastilla por individuos incontrolados de 14 de julio. La Asamblea Nacional veía triunfar sus tesis gracias al pueblo de París, pero pasaba a depender de él. Al mismo tiempo hacía nacer la preocupación de otros países europeos. A partir de ahí, se entra en un clima de guerra que ocupará años y que influirá definitivamente en el proceso revolucionario.

Un nuevo capítulo, “la reconstrucción de Francia”, cubrirá los años 1789 a 1791. “El trabajo de los treinta y un Comités se vio facilitado por la presteza con que colaboraron muchos nobles, denominados “patriotas”, por las abundantes cosechas de 1979 y 1980 y, sobre todo, por la inmensa reserva de buena voluntad que hizo el pueblo”. Todo se basaba en la afirmación de la igualdad entre los ciudadanos. Derivando de ello, se modificó la elección de curas en las iglesias, oficiales en el ejército y jueces en la justicia. Un ambiente de concordia propició una Fiesta de la Federación. Pero pronto la Iglesia se mostró dividida cuando se pidió el juramento a los clérigos. ”Sólo el pueblo tenía potestad para elegir a sus sacerdotes y obispos”. Con la Iglesia había topado la Asamblea, amigo Sancho. Una Asamblea en la que ya estaban unidos los sacerdotes juramentados, los nobles “patriotas” y el pueblo llano frente a una nobleza y una jerarquía eclesiástica en decadencia, pero resistentes. Es una época en la que Francia enriquecerá el lenguaje político universal (izquierda y derecha) y local (sans culottes, sans jupons… es decir: calzones cortos y enaguas). El pasado será el “ancien régime” y se adoptará el “allons enfants de la patrie…” como himno.
La segunda revolución” es el título del siguiente capítulo. Todo comenzó con la detención en Varennes de Luis XVI cuando huía a Montmédy. El hecho provoca la división de los franceses, pero también supone el inicio de la búsqueda de un enemigo interior que alentara la intervención exterior. Lo que luego llamaríamos “quinta columna”, aunque en este caso más visible, poderosa y habladora que la madrileña. Un punto crítico de esa búsqueda lo marcará la muerte del rey en la guillotina. Los países europeos ven nuevas amenazas en la situación de Francia, donde se está además al borde de la guerra civil. La región de La Vendée se alza en armas contra la leva masiva. El general que la reprime (200.000 muertos por cada bando) afirma que la Vendée ya no existe: “habría sido preciso darles el pan de la libertad, y la piedad no es revolucionaria.
La Convención sucede a la Asamblea. Pronto se estructura en tres facciones: los girondinos (la derecha de Brisot), los jacobinos (la izquierda de Robespierre y Saint Just, conocida como “la Montaña”, y la “llanura” (algo así como un centro vaporoso y oscilante). Se juzga y ajusticia a Luis XVI, con lo que lo que los enfrentamientos con otros estados aumentan. Se busca incansablemente a ese enemigo interior. Los jacobinos triunfan sobre los girondinos. El Comité de Salud Pública y el Tribunal Revolucionario oscurecen a la propia Convención. El Terror está servido a mediados de 1793
El Terror es la imagen de la revolución que habitualmente nos ofrece la literatura y el cine. Flaco favor a nuestro entendimiento de la revolución. Los problemas militares estaban casi superados, pero los jacobinos persistían en su ideal de una sociedad distinta y perfecta. Reflejo de ello fue el nacimiento de un calendario nuevo, de nombres novedosos para las personas, de neologismos... Y en sentido contrario: la aparición de la censura, la disminución de las publicaciones, la prohibición de obras teatrales… McPhee se pregunta si el Terror fue una defensa de la revolución o simplemente una paranoia desatada.
Fueron elevándose las voces que defendían la necesidad de poner freno a la actividad frenética de una guillotina que acabó con 16.000 personas. El movimiento pendular hizo que, llegado a un límite, los jacobinos acabaran con su izquierda (los del club de los Cordeliers) y que “la llanura” acabase con los jacobinos. La guillotina terminó su labor con la muerte de Robespierre en las últimas revueltas del Thermidor del año III. Ahí concluye realmente la Revolución: la Convención es sustituída por un Directorio, del que pronto se apoderará uno de los directores, Napoleón.
Finalizando la lectura del libro podemos preguntarnos: ¿Qué ha hecho la revolución? Muchas cosas: la introducción del principio de igualdad de las personas, el reconocimiento de la existencia de derechos humanos, la reestructuración de la propiedad y la sociedad, el desplazamiento de la Iglesia a un segundo plano, la introducción del centralismo administrativo, la unificación de la fiscalidad, la introducción del primer liberalismo…  Pero debemos reconocer que hay otras muchas que no ha hecho: no hay una desaparición de las clases, sino de los estamentos; desaparece la monarquía, pero sólo transitoriamente tras pasar por la idea de Imperio; la denostada Iglesia renacerá con otra forma y otra religiosidad; la nobleza persistirá; los que eran revolucionarios se travestirán en el nuevo régimen. Algo decididamente lampedusiano.
Concluye McPhee tratando de evaluar la trascendencia de la revolución. Y repasando el panorama de los historiadores destaca la postura de los que llama “minimalistas”, historiadores que minimizan aquella trascendencia ya que “los elementos básicos de la vida cotidiana permanecieron prácticamente invariables: especialmente las pautas de trabajo, la posición de los pobres, las desigualdades sociales y el estatuto inferior de las mujeres”. Pero aun esos minimalistas reconocen la existencia de una profunda de transformación. Enfrente, encontramos a los “maximalistas” que, afirmando la existencia de una profunda transformación, reconocen a su vez “la existencia de “importantes continuidades en la sociedad francesa”. Quizá haya que concluir con el autor que “la revolución no solo supuso un punto de inflexión en la uniformidad de las instituciones estatales, sino que por primera vez se entendía el estado como representante de una unidad emocional: “la nación”, basada en la ciudadanía”.
La lectura de McPhee nos hace ver a todos los personajes como secundarios en la tragedia. Parece que el único protagonismo distinguible hasta que el drama acaba es de “les citoyens”, ciudadanos que son objeto de un lento proceso de “francisation” o afrancesamiento, logrado a través de las elecciones libres y del sacrificio de millones de jóvenes que lucharon por la “patrie”, defendiendo a la revolución y la república.
El libro se complementa con una serie de interesantes mapas, una cronología y una clasificada bibliografía. El libro se lee como una novela sin personajes, porque los escasos que se citan lo son sólo como simple referencia a sus actuaciones. De la misma forma que la propia revolución se describe fríamente como si fuera simplemente un fenómeno meteorológico, una marea, un viento que de pronto asola la sociedad. Que  describe como llegó y lo que, tras pasarse, dejò.
Nunca se acaba de aprender. Nunca de debe dejar de intentar aprender. En este libro se aprende.



“La revolución francesa 1789-1799. Una nueva historia” (276 págs.,) fue escrita por Peter McPhee en 2002. La traducción española se publica por Editorial Crítica en colaboración con Planeta. La versión leída y comentadas a es la publicada en segunda edición en 2013 por Austral.

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