Marta García
Aller, como demuestra el libro, es una persona atenta a lo que nos rodea. Es
una mirada sin ira, pero abierta al asombro. En la entrevista que la hizo en el
14 de septiembre de 2017 el diario “El Mundo” y que se puede encontrar en
Internet confiesa que consultó con cientos de personas fascinantes para escribir
el libro. Eso se nota y pesa. El libro le fue encargado por la editorial.
En la entrevista
aludida Marta García Aller declara que es un libro optimista ¿Realmente es
optimista? ¿Un libro donde se nos declara novatos perfectos, apenas capaces de
asimilar los últimos avances tecnológicos? ¿O es simplemente realista? Lo que
nos conduce a la pregunta final ¿Puede haber un realismo optimista tras lo que
nos describe? Pues Marta parece insistir y uno no se atreve a contradecirla.
El libro es
como un armario que tiene como dos grandes cuerpos dentro de los que se esconden
cajones, en los que se almacenan muchos temas conexos. Los cuerpos son el de
las cosas que se van (ocho) y la ideas que se van (seis). Entremos en el
primero
Comenzamos
avanzando por lo que llama el fin del
trabajo. Los títulos de los capítulos tienden a engañar. Básicamente se
refiere a la desaparición de profesiones clásicas. Calcula en un uno por 100
las que se han sobrevivido a lo largo del siglo XX. Pero no cuenta quizá las
que ha surgido nuevas. Hay un cierto deslizamiento de la idea de desaparición de
profesiones y la de pérdida de puestos de trabajo, idea que reitera cuando se
refiere a los robots. Ese temor al robot que se superpone al hombre recuerda un
tanto al temor manchesteriano hacia los nuevos telares. Sí lo hace constar la
misma autora, que recuerda los luditas que se rebelaron sin éxito frente a las
máquinas. Por fortuna. Personalmente entiendo que no debe haber lugar a ese
temor. El hombre siempre gobernará al robot. Siempre encontrará ocupación y
trabajo, aunque su ocio aumente. Esa confianza es la que Marta García Aller
pone bajo sospecha al referirse a la inteligencia artificial, terminando
afirmando que en breve la inteligencia del robot superará a la del hombre
La renta
universal es uno de ellos. Una idea que empieza a manosearse desde la extrema
izquierda hasta la extrema derecha. Realmente esa idea sugiere algo insípido para
el ser viviente. Sí: libertad para dedicarse a lo que quiera. Pero dar sentido
a la vida es algo más. Otra cosa distinta es liberar al individuo de las tareas
más rutinarias. Es quizá el sentido en que se moverá el cambio. Si llega, por
ejemplo, el coche sin conductor, lo que se va a eliminar el tedio de camionero
que emplea su tiempo en la conducción de un vehículo y recupera horas y días
que dedicará a otras tareas menos rutinarias.
Lo que debe
destacarse no es tanto la realidad del cambio, como su velocidad. Y su ámbito
que es el técnico, no precisamente el moral.
El fin de las cosas me parece el más
alucinante de lo que nos cuenta. Lo es la historia de una bombilla que luce
permanentemente encendida desde 1901, una realidad ahora comprobable a través
de una web que contrasta con el apego actual al usar y tirar. Los fabricantes
decidieron hace tiempo hacer las cosas útiles y poco duraderas, baratas, pero
costosamente reparables. Las cosas no valen en sí sino por su usabilidad.
Algo más que
conocido por universalmente usado es el fin
del dinero. En realidad, no se trata del fin del dinero sino la evolución
de los medios de pagos. Se repasan, inventados ya la moneda y el billete, las
tarjetas de crédito y el pago con smartphones, la desaparición lenta de los
cajeros, el dinero negro y las monedas digitales. Algo que puede conducir, realmente,
al fin del “cash”, más que de la medida del valor.
La meditación
sobre el fin del volante está
referida sustancialmente al coche sin conductor. Es quizá una de las partes
menos lúcidas del libro, pero alude a algo que sí debe tenerse en cuenta: la
llegada de sistemas que permitan usos compartidos de los coches con los que se
eviten los enormes porcentajes de inactividad en los que normalmente
están.
Llega el momento
del fin de la fotografía. El libro parte del daguerrotipo hasta llegar
al smartphone. Pasa por el descubrimiento del carrete por Kodak hasta su desaparición.
Por la Leika, hasta la invasión de los móviles. Afirma la autora “Las fotos ya no sustituyen a la memoria”,
“En el mundo digital su función ya no es
recordar, sino comunicar algo”. Todo ha abocado en la banalización de la
fotografía, en su acumulación. El futuro será poder distinguir, recuperar,
clasificar.
Cuando Marta García
Aller se refiere al fin de las tiendas,
comienza refiriéndose al inicio de su concepción actual: en este caso, del
Piggly Wiggly de 1916 en donde se suprimió el mostrador para permitir que el cliente
eligiera personalmente lo que quería. Hoy convivimos con Amazon, Zara y sus
numerosos seguidores. Y todos, supermercados y centros de venta on line, nos
observan de manera obsesiva acumulando en sus bigdata todas nuestras tendencias, nuestros gustos. En los locales de
venta que subsisten desaparecen las cajas registradoras y descubrimos cada día
formas más cómodas de pago. Con los drones esperando su aparición.
Como sucede con
el árbol del paraíso podemos hablar de una tecnología del bien y del mal. Con
el título el fin de los camellos, el
libro nos abre los ojos al delito informático. Y pronto se cita un viejo dicho
entre los hackers: “solo hay dos tipos de
empresas: las que han sido atacadas y las que han sido atacadas y no lo saben”.
Los secuestros digitales están a la orden del día y cualquier mecanismo digital
puede ser hackeado. Todo un torrente de traficantes de drogas inunda Internet y
monedas digitales como el bitcoin les proporciona el ansiado anonimato.
El último -y más
flojo- de los capítulos de esta primera parte es el referido al fin del petróleo. Lo es porque trata
simplemente del acabamiento material de unas reservas, aunque sin embargo no
alude ni al fracking y al descubrimiento de nuevos yacimientos. Como en el clásico
problema planteado por el estiércol de los caballos, superado por la difusión
del coche, todo se fía al desarrollo de nuevas energías renovables y al descubrimiento
de nuevos combustibles artificiales para el transporte aéreo.
Cuando entramos
en lo que hemos llamado segundo cuerpo del armario, referido ahora al fin de
las ideas, el libro sufre un bajón progresivo. En general deja de ser notario
de cambios reales ya producidos a ser predictor de cambios aun por producirse.
La cosa es
escasamente notoria cuando se aborda el fin
de la conversación, idea que se trata de relacionar con el crecimiento de la
comunicación a través de los mensajes, primero, y del WhatsApp después. Una comunicación
que no supone cercanía física ni presencia real de contertulios. Ni siquiera parece
haber tertulia. Pero el fenómeno parece estar superficialmente enfocado. La
cercanía, aunque no física, existe, aunque la comunicación influye
decisivamente. ¡Ay McLuham!
En el fin del reloj biológico, la autora
embarranca en consideraciones sobre la maternidad y su tiempo. Recupera tics
feministas y olvida al gran perjudicado: el nasciturus.
¿Se nace con madre o con abuela?
Ese sentido de predicción
persiste en el fin de la privacidad
y el fin de la globalización.
Privacidad e intimidad son dos conceptos que maneja un tanto confusamente.
Anonimato y publicidad sobrevuelan poco definidos. Entiendo que lo que
realmente sucede es que lo que antes percibían personas próximas a nosotros
(desde el portero hasta el compañero de trabajo) puede ser ahora percibido por
muchos a través de los bigdata. O a través de las redes sociales. Y utilizado,
claro. Por lo que respecta a la globalización todo queda al final en una crítica
a las ideas de Trump. Más o menos. La globalización es imparable, simplemente.
Tras una inane
referencia al fin de los idiomas, la
guinda la pone el fin de la muerte.
El título es incorrecto ya que no aborda realmente la inmortalidad, sino la prolongación
de la juventud o el retraso de la vejez. Tratando a ésta como una “enfermedad”,
evitable, por tanto. Aunque no se afirme con claridad se deja constancia de que
en el pasado no había viejos porque antes de llegar a la vejez la enfermedad y
el accidente acababan con las personas. El envejecimiento surge cuando las
enfermedades se curan y los accidentes se remedian (por cierto, en el libro
apenas de habla de los trasplantes, de las endoscopias, de la laparoscopia, de
los antibióticos...). Me temo que los telómeros van a ser testarudos conservando
sus dimensiones y que, como los materiales, los nuestros sufran también esa
fatiga que les inutiliza lentamente.
Digamos ante todo que, así como en la primera
parte el libro abordaba los efectos de “fines” ya acontecidos o en fase de realización
previsible, ahora se habla de “fines” hipotéticos, posibles e imaginables teóricamente.
En resumen: el
libro entretiene y está bien escrito, con la agilidad propia de una periodista.
Negativamente pesa sobre él una ambición que lo impulsa a introducirse en parajes
oscuros. La excesiva referencia a personas consultadas, por otra parte, supone
un cierto lastre por cuanto muestran más sus motivaciones que sus creencias. Y,
aunque pueda sorprender, tiene soterrada una inclinación a lo políticamente
correcto. Al final se tiene la sensación de haber caído en la anécdota tras
tocar la categoría.
Pese a todo, uno
no se arrepiente de haberle tenido en las manos.
“El fin del mundo tal y como lo
conocemos. Las grandes innovaciones que van a cambiar tu vida” (332 págs.) ha
sido escrito por Marta García Aller y editada por Planeta en septiembre de
2017.
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