Hay que ir hasta
la costa californiana para encontrar a una científica, profesora y autora como
Louann Brizendine, neuropsicóloga (y, por descontado, médica) que ha centrado
su interés en la influencia de las hormonas en el cerebro.
¿Tiene sentido
a estas alturas de la evolución de la sociedad andar hablando de la diferencia
entre hombres y mujeres? La realidad es que son muchos autores los que se
preocupan de este tema y analizan la existencia sustancial y biológica de la
diferencia. Centrando el asunto: la discusión actual es si el género es
producto de la naturaleza o fruto de la cultura.
El resultado de
la investigación no es precisamente inane. Triunfa en estos momentos la tesis de
que toda diferencia entre varones y hembras de la raza humana es producto de
una educación incorrecta y machista que atribuye papeles diferentes a los
hombres y las mujeres. Y como producto de una cultura ya sobrepasada, se
pretende adoctrinar en una total igualdad, aplicando este adoctrinamiento a
toda la sociedad desde las generaciones futuras a las que ya van bajándose del
tranvía. Es el rodillo de lo políticamente incorrecto, una expresión peculiar y
sorprendente que convive con la abolición de toda idea de corrección. Todo es
correcto y está permitido, menos lo políticamente incorrecto.
Hasta cierto
punto, Brizendine nos sorprende al insistir en la diferencia esencial que
existe, pero lo hace forma peculiar al fijarse de manera casi exclusiva en la
influencia hormonal en el cerebro. Y uno tendría que preguntarse: ¿el sexo
condiciona mucho o poco al individuo? ¿Qué está antes: el sexo o la hormona?
La autora
parece adoptar, por encima de todo, una actitud que la enaltece: “Al escribir este libro me enfrentado con dos
voces en mi cabeza: una es la verdad científica; la otra la corrección política.
De optado por subrayar la verdad científica por encima de la corrección política,
aun cuando las verdades científicas no sean siempre bien acogidas”. La
realidad es que la tesis que mantiene se ajusta a esa corrección. Poco más
adelante dice: “Vivimos en el seno de una
revolución en la conciencia sobe la realidad biológica femenina, que
transformará la sociedad humana”. Cuenta para ello con el control de la
concepción y la autonomía económica. Termina clamando: “Nuestro futuro (se refiere a las mujeres) y de nuestros hijos dependen de ello”. Será, digo yo, el de sus
hijas, porque el hombre no sale nada bien parado.
El libro
incluye, antes del propio texto, un esquema de lo que compone la parte más
interna y delicada del cerebro. Habla del cerebro femenino, pero se supone que
esas mismas partes son las del cerebro masculino. Son siete: el córtex
cingulado anterior, el córtex prefrontal, la ínsula, el hipotálamo, la
amígdala, la glándula pituitaria y el hipocampo. Salvo una de esas partes todas
son más grandes, maduran antes o son más activas en las mujeres que en los
hombres. La excepción es la amígdala que es más grande en los hombres. Brizendine
la describe como “la bestia salvaje que
llevamos dentro, núcleo de los instintos”.
Se nos dice que
durante los tres primeros meses del embarazo los cerebros del hombre y la mujer
son iguales, por la simple razón de que todavía no se ha decidido el sexo del
individuo. Esto me recuerda lo leído en otro lugar: en esos primeros meses se
va elaborando la estructura básica del cuerpo humano; eso incluye lo que va a
ser el asentamiento de las glándulas mamarias; si llegada la determinación del
sexo, el individuo es hombre, la labor se detiene y queda nada más que el
rastro inútil de las tetillas masculinas.
El cerebro
masculino es, al perecer, un 9% más grande que el de las mujeres, pero
Brizendine aclara: no obstante, tiene el mismo número de neuronas nada que más
apretadas, más apiñadas por decirlo de alguna forma, ya que la capacidad
craneana en menor. Por lo demás, deben considerarse iguales. Pero ¿por qué
funcionan de distinta manera? ¿Por qué, como dice la autora “los cerebros femenino y masculino procesan
de diferentes maneras los estímulos de, oir, ver, “sentir” y juzgar los que
otros están sintiendo”?
La clave está
en las hormonas, en su avasalladora influencia en la mujer. “Lo que hemos encontrado es que el cerebro
femenino está tan profundamente afectado por las hormonas que puede decirse que
la influencia de éstas crea una realidad femenina”. Sin ánimo de restar
importancia a esa afirmación, hay que constatar que desde siempre se ha tenido
esa percepción e incluso se ha plasmado en dichos populares irreproducibles.
Ello, naturalmente, de forma instintiva, sin referencia a estrógenos,
progesteronas y testosteronas.
Lo que sucede
es que, partiendo de esa base, Brizendine parece sostener la incontestable
superioridad del cerebro femenino
El análisis
del cerebro femenino lo lleva a cabo Brizendine recorriendo su proceso vital,
desde la gestación hasta la menopausia.
Pasados
unos tres meses desde la concepción, un torrente de hormonas inunda el feto y
afecta singularmente a su cerebro. Esto determina la diferencia: “No existe un cerebro unisex”, “Las chicas nacen dotadas de circuitos de chicas
y los chicos nacen dotados de circuitos
de chicos”. Eso pasa también en el reino animal. Machos y hembras actúan de
diferente forma. En esta fase de su exposición, Brizendine rechaza, o reduce
hasta mínimos, la influencia de la socialización.
En su infancia,
la niña aventaja al niño en sus contactos visuales y en la observación facial,
porque a su cerebro no llega el torrente de testosterona que reduce las
aptitudes del niño. Este es torpe y tardo, se relaciona peor con su madre, al
contrario de la niña que muestra empatía y está programada para garantizar la
paz social. Bueno: esto es lo que en general vemos: el niño es más agresivo,
más individualista, más autónomo. Y los mayores reforzamos la cosa prestando
más atención a las carantoñas de las niñas. A la vista de que la autora está
dejando a los hombres al pie de los caballos, comienza a echar la culpa a los
padres y su educación. Hay que entender que es el padre, claro.
La
adolescencia para la mujer es para Brizendine “drama, drama, drama”. Bueno, es
lo que sucede en su cerebro. La autora lo explica haciendo una cascada hormonal
que supera los frenos existentes: “Esta
liberación celular dispara el sistema hipotalámico para que entre en acción. Es
la primera vez que el cerebro de la hija estará invadido de niveles elevados de
estrógenos”. Parece que encaja con lo que llamamos vulgarmente la “edad del
pavo”. Lo que excita la necesidad de comunicación, de compartir secretos, de
estar pendiente de la mirada de los hombres.
La
maternidad, simplemente, supone un trauma y una realización. Si
profesionalmente no llega donde llega el hombre es porque no quiere, y no lo
quiere porque no la interesa. Y no la interesa, simplemente porque es mujer y
la mandan sus hormonas. Es algo que no reconoce, por no reparar en ello o por
disimularlo. El libro termina como un consultorio de la señorita Francis. La
diferencia de cerebros termina asentándose en las diferentes proporciones en
que las personas son afectadas: más Alzheimer y depresiones en las mujeres,
menos orientaciones homosexuales.
Al parecer
la misma autora, Louann Brizendine, ha escrito otro libro complementario: “El
cerebro masculino”. Parece obligado leer lo que la autora dice en él. Parece
que es lo lógico, como lo es que el juez ceda la palabra a la otra parte, después
de hablar la primera.
Una última
aclaración que responde a una queja de otro comprador: el libro tiene 337
páginas; a partir de la 247 solo contiene notas, índices y bibliografía
Louann
Brizendine: “El cerebro femenino. Comprender la mente de la mujer a través de
la ciencia”. Publicada en inglés en 2006. La primera versión española se publicó
en 2007. La octava edición, que es la comentada, la realizó por RBA en 2014.
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