domingo, 5 de agosto de 2018

Diego Abad de Santillán­ : “Por qué perdimos la guerra. Una contribución a la historia de la tragedia española”.


  La guerra civil española es uno de los acontecimientos históricos sobre los que se ha escrito más. La mayoría de la gente ya sabe distinguir cuando se está ante una obra que pretende reflejar la verdad histórica, de otras en las que se brindan solamente interpretaciones más o menos viciadas por prejuicios de vencedores o de vencidos. En este caso estanos ante un libro escrito por un anarquista que vivió intensamente la guerra civil, en la que el ideario por el que luchó acabó enfrentándose, tanto a los nacionales como a los comunistas.
Diego Abad de Santillán es el seudónimo con el que escribió el leonés Sinesio Baudilio García Delgado. Estudiando en Madrid, su participación en la huelga general de 1917 se llevó primero a la cárcel y después al exilio argentino. Volvió a España, a tiempo para sofocar, anarquistas y guardias civiles unidos, el levantamiento en Barcelona. Fue consejero de economía de la Generalidad catalana. Cuando concluyó la guerra retornó a la Argentina, para volver, muerto Franco, a España y morir olvidado en un asilo. Fue autor de numerosos libros y artículos. Dirigió la revista Timón.
Quizá hay algo que conviene recordar de antemano. El anarquismo español, siendo hijo reconocido del internacional de Bakunin, tiene tintes peculiares, muy relacionados con el temperamento de los españoles. Curiosamente los dos focos más notables de ese anarquismo fueron Andalucía (con la sombra de la Mano Negra) y Cataluña (quizá, más exactamente, el antiguo Reino de Aragón). Esto está implícitamente reconocido por Abad de Santillana cuando en el primer caso insiste en la personalidad islámica de España y cuando, en el segundo, reitera la peculiaridad catalana.
Lo primero que sorprende leyendo el libro es el “españolismo” del autor. Nunca había encontrado tanto entusiasmo por la idea en obras de la izquierda. Sucede, sin embargo, que hay que tomarlo en sus propios términos: ese españolismo no es tal, sino que es un inesperado entusiasmo por el “pueblo”. Lo que sucede es que ese pueblo está representado para Abad por los comuneros de Castilla, pero no por los colonizadores de América. O por Ferrer Guardia, pero no por los miembros de la Unión Patriótica. O sea, ese pueblo es su pueblo, el integrado por anarquistas. Los demás, simplemente, no son pueblo sino enemigos del pueblo.
Otro punto de ambigüedad es el relacionado con la libertad. Entre liberal y anarquista existe, qué duda cabe, una distancia. Demasiada. El liberal pretende la reducción del peso del Estado sobre la sociedad; el anarquista propone su desaparición. Aunque resulte paradójico todo es más fácil desde Keynes: uno es keynesiano o anti keynesiano, pero un anti keynesiano no es precisamente un anarquista. Abad de Santillán no vive aún esa contraposición; incurre además en la contradicción de formar parte de un gobierno con quienes mantienen posiciones opuestas en él, como sucedió en la II República española. Y es que no hay mejor cera que la que arde.
Su libro se centra fundamentalmente en la II república y la guerra civil. Abad de Santillán lo vive desde Barcelona, la “rosa del foc” desde la Semana Trágica. Atribuye al anarquismo, con su mano larga sindical de la CNT (Confederación General de Trabajadores), una visión anticipada de lo que conduciría a la guerra civil, lo que le permite condenar por ciegas a las restantes fuerzas de la izquierda. Surge entonces el gran dilema. Como anarquistas, en las elecciones previas a la guerra, su destino era abstenerse. Pero eso, razona, sería como entregar el poder al centro y la derecha, representadas por Lerroux y Gil Robles. Y el anarquista, en un acto heroico, renuncia al anarquismo y se monta al carro del gobierno.
Abad de Santillán (curioso y rebuscado seudónimo para un anarquista que se llama Sinesio García, nombre que le aproximaría más al pueblo real) adopta en su libro el estilo fatigoso de la izquierda, meloso y romántico, cansino y falso, cuando se trata de elogiar al “pueblo”. Y los calificativos más inmisericordes cuando se trata de atacar, en especial a los comunistas. Basta recordar su referencia a las checas o a Turón.
Cuando llega el levantamiento de 1936 son la CNT y la FAI las que sofocan la rebelión en Barcelona aportando sus seguidores en aquel caos inicial. Por descontado, al recuerdo de los ataques contra los militares y los religiosos (¿cómo podían ser tan malos?), añade la exoneración de toda culpa para los anarquistas (¿cómo podían ser culpables de algo?)
El campesinado ocupa muchas páginas. Gran parte de ellas destinadas a mostrar su reverencia por ese “pueblo” abnegado y siempre traicionado. Apoyado por el anarquismo que creó las colectividades y negó la propiedad privada, pero que según el libro obtuvo el aplauso de los campesinos. De que no tuvieran éxito “no tiene la culpa el campesino, olvidado de su terruño, de la fuerza que en él poseen los sentimientos de propiedad de la tierra que cultiva, Además de ser algo natural, es también fruto de una herencia que no hemos hecho nada por combatir a la luz de la cultura”. Eso sí: “las colectividades de Aragón fueron arrasadas por las tropas comunistas con una odiosidad repulsiva”. Unas colectividades en las que el trabajo es más aliviado y “permite a sus miembros leer periódicos, revistas y libros, cultivar también su espíritu y abrirlo a los vientos de todas las innovaciones progresivas”. Eso último lo celebra como uno de los grandes logros del anarquismo catalán. Abad olvida que, contrariamente, el campesinado fue la gran base social del bando nacional que, junto al mantenimiento de las estructuras del ejército, lo llevó a la victoria. Porque, curiosamente, en Abad surge un espíritu catalanista que no le impide referirse a fórmulas independentistas o al menos federales. La elección de Valencia como capital de la Republica le irrita. Aparece el espíritu victimista que ahora, en el siglo XXI, conocemos sobradamente. “Madrit” es la culpable de todo. El centralismo es el máximo pecado en que puede caerse: “Nos volvía a perder el centralismo”. Para él la solución más eficaz y acertada hubiera sido “una España federal” en la que Cataluña hubiera estado acrecentada con parte de Aragón y el Levante.
Al final no queda títere con cabeza. Inglaterra y Francia, Eden y Chamberlain, son criticados hasta la saciedad por su no intervención. Pero lo mismo hace con la URSS, aunque ahora por su intervención. Terminan las brigadas internacionales siendo calificadas de negativas y organizadas para desprestigiar al bando que él denomina “leal”. ¿Leal a quién? Porque continuadamente considera traicionado al pueblo por todos. Todo esto queda narrado pormenorizadamente, es decir explicado a juicio de Abad, a través de la descripción de lo que pasó en Barcelona hasta 1938, en cuyo mes de mayo se acepta la disolución del Comité de Milicias que, animado por los anarquistas, había sido el motor de la derrota de los sublevados. Con ello accedían al Gobierno catalán y traicionaban su credo. No lo oculta el libro que se limita a justificar la traición: “sabíamos que no era posible triunfar en la revolución si no se triunfaba antes en la guerra y por la guerra lo sacrificábamos todo. Sacrificábamos la revolución misma, sin advertir que ese sacrificio implicaba también el sacrificio de los objetivos de la guerra”.
La disolución de dicho Comité respondía a la necesidad de militarizar el ejército, carente de disciplina. Algo que repugnaba a los dirigentes anarquistas: “Frente a una disciplina a lo prusiano, a una disciplina que mata el espíritu, preferíamos la indisciplina sistemática, el espíritu de rebelión permanente y el caos en las apariencias externas”. Esas disquisiciones le hacen reflexionar a Abad sobre la guerra, aunque lo hace de forma un tanto inconexa y deslavazada. Distingue la guerra de Estado, de un ejército contra otro, y la “guerra del pueblo”, de este contra sus enemigos. El primero requiere ejércitos regulares; el segundo, no. La confusión crece cuando considera ejemplo de la segunda a la guerra de Independencia, con olvido que se trataba de una invasión con la presencia de un extranjero, que no era el caso de la guerra civil española. Y reivindica la utilización de la técnica de guerrillas que entonces se empleó. Olvida, claro, las muchas batallas que se produjeron en el periodo de 1808 a 1814 desde inicial del puente de Alcolea. En Internet puede encontrarse una web en la que se describen las 100 batallas principales libradas en esa guerra. En unas intervinieron las guerrillas; en otras, los ejércitos.
A partir de 1938, el anarquismo será víctima del comunismo soviético. Emitirá informes más o menos escuchados y acertados. Tras el término de la guerra civil tuvo breves manifestaciones de existencia sin ninguna pretensión de éxito.
Estamos ante un libro donde se acumulan condenas hacia todo. Como algo subyacente, el militarismo y el catolicismo. Como vencedores: el bando nacional y el comunismo. Como compañeros del desastre, los partidos republicanos y las brigadas internacionales. Como comparsas, las potencias internacionales. Lo más curioso es que, a todo ello se suman las condenas hacia el propio anarquismo y, en concreto, hacia determinadas decisiones de los dirigentes anarquistas, algo comprensible por cuanto suponían una vulneración flagrante de los principios anarquistas. ¿A quién se refiere cuando alude a los que perdieron la guerra? Parece que la única contestación correcta es la de que fue el propio anarquismo. Pasado el tiempo, con la claridad que da la distancia, el anarquismo se revela en ese libro como una pirueta histórica y adanista incapaz de echar raíces que sostenga algo parecido a un Estado. Un ideario que pretende alcanzar una libertad que al mismo tiempo ahoga. Una revolución imposible y romántica. Algo que el libro nos permite ver y comprobar, lo que constituye su mayor valor.

“Por qué perdimos la guerra. Una contribución a la historia de la tragedia española” (352 págs.) es un libro que escribió en 1940 Diego Abad de Santillán y que fue objeto de diversas publicaciones y ediciones. La aquí comentada en la llevada a cabo por Editorial Almuzara en 2018.

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