La guerra civil
española es uno de los acontecimientos históricos sobre los que se ha escrito
más. La mayoría de la gente ya sabe distinguir cuando se está ante una obra que
pretende reflejar la verdad histórica, de otras en las que se brindan solamente
interpretaciones más o menos viciadas por prejuicios de vencedores o de
vencidos. En este caso estanos ante un libro escrito por un anarquista que
vivió intensamente la guerra civil, en la que el ideario por el que luchó acabó
enfrentándose, tanto a los nacionales como a los comunistas.
Diego Abad de
Santillán es el seudónimo con el que escribió el leonés Sinesio Baudilio García
Delgado. Estudiando en Madrid, su participación en la huelga general de 1917 se
llevó primero a la cárcel y después al exilio argentino. Volvió a España, a
tiempo para sofocar, anarquistas y guardias civiles unidos, el levantamiento en
Barcelona. Fue consejero de economía de la Generalidad catalana. Cuando
concluyó la guerra retornó a la Argentina, para volver, muerto Franco, a España
y morir olvidado en un asilo. Fue autor de numerosos libros y artículos. Dirigió
la revista Timón.
Quizá hay algo
que conviene recordar de antemano. El anarquismo español, siendo hijo
reconocido del internacional de Bakunin, tiene tintes peculiares, muy
relacionados con el temperamento de los españoles. Curiosamente los dos focos
más notables de ese anarquismo fueron Andalucía (con la sombra de la Mano
Negra) y Cataluña (quizá, más exactamente, el antiguo Reino de Aragón). Esto
está implícitamente reconocido por Abad de Santillana cuando en el primer caso
insiste en la personalidad islámica de España y cuando, en el segundo, reitera
la peculiaridad catalana.
Lo primero que sorprende
leyendo el libro es el “españolismo” del autor. Nunca había encontrado tanto
entusiasmo por la idea en obras de la izquierda. Sucede, sin embargo, que hay
que tomarlo en sus propios términos: ese españolismo no es tal, sino que es un
inesperado entusiasmo por el “pueblo”. Lo que sucede es que ese pueblo está
representado para Abad por los comuneros de Castilla, pero no por los
colonizadores de América. O por Ferrer Guardia, pero no por los miembros de la
Unión Patriótica. O sea, ese pueblo es su pueblo, el integrado por anarquistas.
Los demás, simplemente, no son pueblo sino enemigos del pueblo.
Otro punto de
ambigüedad es el relacionado con la libertad. Entre liberal y anarquista
existe, qué duda cabe, una distancia. Demasiada. El liberal pretende la reducción
del peso del Estado sobre la sociedad; el anarquista propone su desaparición.
Aunque resulte paradójico todo es más fácil desde Keynes: uno es keynesiano o anti
keynesiano, pero un anti keynesiano no es precisamente un anarquista. Abad de
Santillán no vive aún esa contraposición; incurre además en la contradicción de
formar parte de un gobierno con quienes mantienen posiciones opuestas en él,
como sucedió en la II República española. Y es que no hay mejor cera que la que
arde.
Su libro se
centra fundamentalmente en la II república y la guerra civil. Abad de Santillán
lo vive desde Barcelona, la “rosa del foc” desde la Semana Trágica. Atribuye al
anarquismo, con su mano larga sindical de la CNT (Confederación General de
Trabajadores), una visión anticipada de lo que conduciría a la guerra civil, lo
que le permite condenar por ciegas a las restantes fuerzas de la izquierda. Surge
entonces el gran dilema. Como anarquistas, en las elecciones previas a la
guerra, su destino era abstenerse. Pero eso, razona, sería como entregar el
poder al centro y la derecha, representadas por Lerroux y Gil Robles. Y el
anarquista, en un acto heroico, renuncia al anarquismo y se monta al carro del
gobierno.
Abad de
Santillán (curioso y rebuscado seudónimo para un anarquista que se llama
Sinesio García, nombre que le aproximaría más al pueblo real) adopta en su
libro el estilo fatigoso de la izquierda, meloso y romántico, cansino y falso,
cuando se trata de elogiar al “pueblo”. Y los calificativos más inmisericordes
cuando se trata de atacar, en especial a los comunistas. Basta recordar su referencia
a las checas o a Turón.
Cuando llega el
levantamiento de 1936 son la CNT y la FAI las que sofocan la rebelión en Barcelona
aportando sus seguidores en aquel caos inicial. Por descontado, al recuerdo de
los ataques contra los militares y los religiosos (¿cómo podían ser tan malos?),
añade la exoneración de toda culpa para los anarquistas (¿cómo podían ser
culpables de algo?)
El campesinado
ocupa muchas páginas. Gran parte de ellas destinadas a mostrar su reverencia por
ese “pueblo” abnegado y siempre traicionado. Apoyado por el anarquismo que creó
las colectividades y negó la propiedad privada, pero que según el libro obtuvo
el aplauso de los campesinos. De que no tuvieran éxito “no tiene la culpa el campesino, olvidado de su terruño, de la fuerza
que en él poseen los sentimientos de propiedad de la tierra que cultiva, Además
de ser algo natural, es también fruto de una herencia que no hemos hecho nada
por combatir a la luz de la cultura”. Eso sí: “las colectividades de Aragón fueron arrasadas por las tropas comunistas
con una odiosidad repulsiva”. Unas colectividades en las que el trabajo es
más aliviado y “permite a sus miembros
leer periódicos, revistas y libros, cultivar también su espíritu y abrirlo a
los vientos de todas las innovaciones progresivas”. Eso último lo celebra
como uno de los grandes logros del anarquismo catalán. Abad olvida que,
contrariamente, el campesinado fue la gran base social del bando nacional que,
junto al mantenimiento de las estructuras del ejército, lo llevó a la victoria.
Porque, curiosamente, en Abad surge un espíritu catalanista que no le impide referirse
a fórmulas independentistas o al menos federales. La elección de Valencia como
capital de la Republica le irrita. Aparece el espíritu victimista que ahora, en
el siglo XXI, conocemos sobradamente. “Madrit” es la culpable de todo. El
centralismo es el máximo pecado en que puede caerse: “Nos volvía a perder el centralismo”. Para él la solución más eficaz
y acertada hubiera sido “una España
federal” en la que Cataluña hubiera estado acrecentada con parte de Aragón
y el Levante.
Al final no
queda títere con cabeza. Inglaterra y Francia, Eden y Chamberlain, son criticados
hasta la saciedad por su no intervención. Pero lo mismo hace con la URSS, aunque
ahora por su intervención. Terminan las brigadas internacionales siendo
calificadas de negativas y organizadas para desprestigiar al bando que él
denomina “leal”. ¿Leal a quién? Porque continuadamente considera traicionado al
pueblo por todos. Todo esto queda narrado pormenorizadamente, es decir
explicado a juicio de Abad, a través de la descripción de lo que pasó en
Barcelona hasta 1938, en cuyo mes de mayo se acepta la disolución del Comité de
Milicias que, animado por los anarquistas, había sido el motor de la derrota de
los sublevados. Con ello accedían al Gobierno catalán y traicionaban su credo.
No lo oculta el libro que se limita a justificar la traición: “sabíamos que no era posible triunfar en la revolución
si no se triunfaba antes en la guerra y por la guerra lo sacrificábamos todo. Sacrificábamos
la revolución misma, sin advertir que ese sacrificio implicaba también el
sacrificio de los objetivos de la guerra”.
La disolución
de dicho Comité respondía a la necesidad de militarizar el ejército, carente de
disciplina. Algo que repugnaba a los dirigentes anarquistas: “Frente a una disciplina a lo prusiano, a una
disciplina que mata el espíritu, preferíamos la indisciplina sistemática, el espíritu
de rebelión permanente y el caos en las apariencias externas”. Esas
disquisiciones le hacen reflexionar a Abad sobre la guerra, aunque lo hace de
forma un tanto inconexa y deslavazada. Distingue la guerra de Estado, de un ejército
contra otro, y la “guerra del pueblo”, de este contra sus enemigos. El primero requiere
ejércitos regulares; el segundo, no. La confusión crece cuando considera ejemplo
de la segunda a la guerra de Independencia, con olvido que se trataba de una invasión
con la presencia de un extranjero, que no era el caso de la guerra civil
española. Y reivindica la utilización de la técnica de guerrillas que entonces
se empleó. Olvida, claro, las muchas batallas que se produjeron en el periodo
de 1808 a 1814 desde inicial del puente de Alcolea. En Internet puede encontrarse
una web en la que se describen las 100 batallas principales libradas en esa
guerra. En unas intervinieron las guerrillas; en otras, los ejércitos.
A partir de
1938, el anarquismo será víctima del comunismo soviético. Emitirá informes más
o menos escuchados y acertados. Tras el término de la guerra civil tuvo breves manifestaciones
de existencia sin ninguna pretensión de éxito.
Estamos ante un
libro donde se acumulan condenas hacia todo. Como algo subyacente, el
militarismo y el catolicismo. Como vencedores: el bando nacional y el
comunismo. Como compañeros del desastre, los partidos republicanos y las
brigadas internacionales. Como comparsas, las potencias internacionales. Lo más
curioso es que, a todo ello se suman las condenas hacia el propio anarquismo y,
en concreto, hacia determinadas decisiones de los dirigentes anarquistas, algo
comprensible por cuanto suponían una vulneración flagrante de los principios
anarquistas. ¿A quién se refiere cuando alude a los que perdieron la guerra?
Parece que la única contestación correcta es la de que fue el propio
anarquismo. Pasado el tiempo, con la claridad que da la distancia, el
anarquismo se revela en ese libro como una pirueta histórica y adanista incapaz
de echar raíces que sostenga algo parecido a un Estado. Un ideario que pretende
alcanzar una libertad que al mismo tiempo ahoga. Una revolución imposible y romántica.
Algo que el libro nos permite ver y comprobar, lo que constituye su mayor
valor.
“Por
qué perdimos la guerra. Una contribución a la historia de la tragedia española”
(352 págs.) es un libro que escribió en 1940 Diego Abad de Santillán y que fue
objeto de diversas publicaciones y ediciones. La aquí comentada en la llevada a
cabo por Editorial Almuzara en 2018.
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