A Daniel
Lacalle uno le conoce de verle en televisión. Y se le reconoce por la claridad
y la información con la que habla, siempre distante de las expresiones
buenistas y políticamente correctas que diariamente hay que soportar.
Su viaje a la
libertad económica es, en realidad, un viaje personal, aunque se aderece con
viajes reales por el mundo. No deja de sorprender que las trayectorias
personales de tantos autores suelen discurrir desde la izquierda a la derecha,
y las pocas que hacen lo contrario no responden a personas con ideas evolucionadas.
En el caso de Lacalle su viaje parece favorecido por haber convivido con ambas
mentalidades; un abuelo ministro de Franco y un padre encarcelado por
comunista, algo ya conocido y que confiesa el propio autor como clima propicio
a la libertad.
Lacalle no
oculta ni un ápice su devoción por Friedrich Hayek. Y recuerda que mientras
estudió en España apenas tuvo noticia de él ni de la escuela austriaca. Me
resulta curiosa la afirmación porque, siendo yo pequeño, allá por los cuarenta
y principios de los 50, recuerdo que me impresionó el título de un libro
publicado en España y que vi por casa: “Camino
de servidumbre”, una obra de 1944. Eran en España entonces tiempos de
autarquía. No comprendía el título ni tenía edad para leer el libro, pero su sólo
título se me grabó. Después, lo he leído. En una ocasión muy recientemente. No
recuerdo nada concreto de él, pero soy consciente de que ha dejado su huella en
mí.
Como en otros
libros busco destacar en éste sólo lo que me ha sorprendido. Así, el
reconocimiento del Maynard Keynes malinterpretado, del que se invocan solamente
las defensas de lo saludable del gasto público para combatir las crisis
económicas y se callan sus críticas a la inoportunidad del intervencionismo fuera
de ellas.
Otra sorpresa,
paralela a la anterior, es el reconocimiento de la necesidad del ahorro. Una
idea que afecta a los individuos, a la sociedad misma y al Estado, ninguno de
los cuales cumple con esa necesidad habitualmente. Una de las virtudes de
Daniel Lacalle es que incorpora a su libro muchas expresiones, recomendaciones
y dichos con los que se ha topado en su vida. Y no son las menores las que
afectan al ahorro. No deja de ser curioso que, cuando habla de la economía japonesa,
alabe el espíritu ahorrador tradicional del japonés. Y, al mismo tiempo, nos
cuente las penalidades de la economía del Japón. Lo explica fácilmente: el
ahorro del japonés se dedica tradicionalmente a la adquisición de valores y títulos
de las entidades públicas, engendrándose así un círculo vicioso: lo que la
persona ahorra, lo dilapida el Estado.
Hay algo que
solemos ignorar y que es una acusación obsesiva en el libro, debiendo
reconocerse que está más que justificada la obsesión. Es la forma en que el
sector público recurre a numerosos “trucos” para llevarse el dinero de las
personas (me molesta utilizar el término ciudadanos como el poder suele
llamarnos). No es tanto la imposición de tributos (que es una forma clara de
robo en muchos casos) como las formas más sutiles de expolio que emplea como
pueden ser la inflación o el manejo de las corrientes monetaristas.
La inflación,
como recuerda con citas Lacalle, no deja de ser una imposición silenciosa, pero
una imposición que, al igual que la oficial, traslada nuestro dinero al
bolsillo del Estado. Y en el aluvión de datos que nos aporta evidencia que, por
ejemplo, se indican falsos índices de inflación cuando ésta afecta directamente
y en forma mucho más acusada a los bienes de primera necesidad, en los que el
individuo medio gasta más de un tercio de su renta.
En la segunda
parte del libro, el viaje se hace realidad. Lacalle se refiere a sus viajes por
el mundo y analiza las situaciones económicas por las que atraviesan los países
que recorre. La realidad es ninguno se libra de su crítica e, incluso,
desenmascara los mitos de los que, como Islandia, presumen de una política
correcta y positiva. En cada sitio las causas de los problemas son diferentes y
variadas, pero todas tienen algo en común: el abuso de la intervención pública,
el excesivo gasto público con el consiguiente endeudamiento y el continuo
trasvase, subrepticio o no, de recursos de manos privadas al derrochador sector
público.
Y como la piel con que se disfraza el lobo es
la idea de lo “social”, el mal lo llevan a cabo tanto derechas como izquierdas,
las primeras imitando a las segundas y éstas con programas más allá de sus
aspiraciones iniciales. Solo existe quizá en la sociedad una especial
prevención frente a los populismos por sus desmelenados proyectos. A lo
anterior se une la actitud de los mismos individuos, sobre los que pesan las
actitudes del “gratis cueste lo que cueste”, o el “dinero no es de nadie”, sin
advertir que el dinero es suyo, nada es gratis y el Estado se lo lleva crudo.
Lacalle anticipa una cierta visión apocalíptica cuando la carrera de ofrecer
más para ganar el poder termine en una catástrofe.
Junto a todo ello
se repasan los habituales vicios actuales: la hiper regulación, el
autoritarismo, la despreocupación por el déficit, la subvenciones, las
dificultades a las empresas nacientes, la ausencia de contenciones del gasto,
la ausencia de una verdadera gestión en lo público, la asfixiante burocracia…
Hay ciertos
oasis, especialmente interesantes. En personas el más destacado es el Margaret
Thatcher, sobre la que llueven los elogios de Lacalle. En un plano más
discreto, Reagan. Y en países, los elogios se centran en dos pequeños países:
Estonia e Irlanda. Pero, fuera de esos aplausos, repasamos los errores de
España, de Francia, de Estados Unidos, de Uzbekistán, de Suecia, de Argentina,
de Venezuela, Ecuador y Bolivia, de la Gran Bretaña y de todos los países por
los que pasó o en lo que vivió. También la Unión Europea recibe su varapalo. Al
final, como es lógico, recala en España. Y leyéndole un no puede sino llorar.
O sea, que en
el fondo es un libro desasosegante, como suele suceder con todos los que
reflejan la realidad de las cosas. El libro concluye con vientos pesimistas:
los males están denunciados; los remedios, descritos. Pero nada va a pasar
porque ni los gobiernos van a cambiar sus actitudes, ni los españoles van a
abdicar de ese conformismo con que vienen vendiendo su libertad a cambio de
seguridad.
De esta forma,
la crítica al espíritu de gasto del Estado la complementa Lacalle con la
crítica a la manida excusa de lo “social”, cuando se trata de algo que es todo
menos social. Todo es social o se disfraza de social. Y nos pasa las narices la
universalidad de la corrupción nacida al calor de lo “social”. Al mismo tiempo
que recuerda que nada más antisocial que trasladar nuestros dispendios a las
generaciones futuras.
Al final, uno
aprende a tener miedo al miedo.