Cristian
Rodrigo Iturralde es argentino. Como tantas otras personas fue en su juventud
ateo y cultivador de las ideas izquierdistas y revolucionarias para, después,
sufrir su conversión, no tan dramática como la paulina, pero sí de pareja
intensidad. Eso le hizo volcarse en la defensa de la religión y en el combate
con el pensamiento único propiciado por la izquierda. Hoy se le califica de
escritor e historiador y pueden citarse los reconocimientos, académicos o no,
que ha ido recibiendo. Es profesor de la Universidad de Buenos Aires.
Digo esto para
justificar el aroma porteño que tienen algunos de sus escritos. Es cierto que
porteño se refiere únicamente a Buenos aires, donde nació y escribe, pero es mi
forma de aludir a ese entusiasmo que suele percibirse en los argentinos —incluido
un pausado Borges—, sustentado en un sentimiento de estar en posesión en la
verdad defendiéndola ardorosamente. Algo distinto de la habitual frialdad de
los europeos. Pero que en estos casos se agradece, al tiempo que se lamenta uno
de esa frialdad que es simple distanciamiento. Porque lo que hace Rodrigo
Iturralde es defender a España desmitificando la famosa leyenda negra, analizar
la situación precolombina de América, y atacar el creciente indigenismo.
Siguiendo estos
pasos, primero analiza la situación española en la conquista de América. Una de
sus observaciones es la de distinguir dos oleadas en la leyenda negra. Una, generada
tras el descubrimiento de América por los países que ambicionaban aprovecharse
ella. Una etapa de la leyenda negra que se tiñe fundamentalmente de
religiosidad y que se centra en la famosa Inquisición española. La segunda
oleada de la leyenda negra deja de apoyarse en esa vertiente religiosa, y se
mantiene como maniobra de distracción con la que ocultar el auténtico genocidio
cometido en los Estados Unidos y Argentina con la población indígena o el
llevado a cabo por Holanda, Bélgica, Gran Bretaña o Francia en otros
continentes.
Se queja con
razón el libro de la escasa reacción que la leyenda negra causó entre los
intelectuales españoles. Más aún, del abono que propició su nacimiento y entre
los que tiene que citar, entre otros, al tristemente famoso Bartolomé de Las
Casas. Rodrigo Iturralde aporta numerosos datos de gran interés. Destaca la
famosa imputación de que, en los primeros dos siglos desde su llegada a
América, 200.000 españoles acabaron con 10 millones de indígenas. Un número de
españoles que podían caber en menos de dos estadios como el Santiago Bernabeu o
el Camp Nou. Rodrigo Iturralde, a más de ofrecer numerosísimos datos numéricos,
añade algo cualitativo: los españoles llegaron con hombres mayoritariamente
honrados, mientras que invasiones como la de Australia se hicieron con
facinerosos y gente con antecedentes criminales. ¿Oro? Lo buscaban todos.
El siguiente
capítulo está dedicado a contemplar la realidad que mostraba entonces la
América indígena, hoy vista como civilización relevante y adelantada. El
análisis se pormenoriza cuando se examinan los principales grupos étnicos que
existentes, dejando a un lado la multitud de tribus existentes. Son cuatro los
que en definitiva se examinan: aztecas, incas, mayas y caribeños. Los clasifica
en dos grupos: los tres primeros los incluye en
“el crimen organizado”, mientras incluye el cuarto en lo que llama “crimen
desorganizado”. El libro analiza cada uno de ellos, pero podemos destacar los
rasgos que, con mayor o menor intensidad, caracterizan estos grupos, pese a su
diversidad, ya que mientras aztecas e incas constituyeron imperios, los mayas
constituyen un conjunto de pueblos y los caribeños, simple pirateo.
Comenzando por
los imperios es de desatacar que mientras que el inca duró solamente 100 años y
fue muy extenso, el azteca tuvo mayor duración y menos extensión. Ambos se
constituyeron sobre la crueldad y sadismo con que crearon, por la vía del
terror, sus respectivos imperios. La organización social fue en todo caso
declaradamente clasista, distinguiendo una clase dominante (soberanos, nobles,
cuadros militares y religiosos) y una clase subordinada y sin derechos.
Mientras la primera tenía todos los derechos, la segunda carecía de ellos. La propiedad
era estatal y la clase baja únicamente debía cultivarla para su dueño. La base
de todo era la crueldad y el sadismo con que se aplicaban las penas por la
menor desviación de las reglas establecidas. El libro ofrece una amplia
referencia a la historia de estos imperios y sus caracteres diferenciados. Una
referencia a la que es imposible comentar por su carácter prolijo y complejo.
El llamado
imperio maya (en realidad, grupos locales constituidos en torno a lugares
sagrados) merece una consideración especial debido a que desapareció antes de
la llegada de los españoles. Mientras el hecho de su desaparición es
indiscutible, es discutible su causa. Los mayas utilizaron una escritura
jeroglífica, careciendo de lenguaje escrito. Tuvo una legislación que, mientras
castigaba con una muerte cruel el adulterio, sancionaba el robo con la
esclavitud, lo que le proporcionaba una mano de obra abundante para sus
construcciones y comercio.
El libro aporta
un gran número de citas y datos. Va examinando la forma en que vivieron
aquellos imperios en los campos de la estructura social, la economía, la
ciencia, la educación, el derecho penal… No duda en reconocer que, dejando a un
lado circunstancias históricas favorables a los españoles (Moctezuma esperaba
el ataque de un dios blanco y barbado, el imperio inca acababa de ser dividido
entre dos hijos), éstos tuvieron a su lado, desde el primer momento los pueblos
indígenas que soportaban la opresión de los imperios. Realmente uno tiene claro
que es la única forma de explicar la forma amable con que unos pocos españoles
fueron recibidos. Dejando a un lado los beneficios de una recepción de una
civilización como la cristiana y europea.
Un tema que
está pendiente y al que dedica la última parte del libro es el relativo a la disminución
de la población indígena. Algo a los hispanófobos identifican como un genocidio
español. Rodrigo Iturralde comienza por dudar de la realidad de las
estimaciones hechas que reducen una presunta población de unos 13 millones de
habitantes en un presunto 95%. Pero, más allá, parece absurdo hablar de un
genocidio de tales proporciones. Las explicaciones se refieren a las hambrunas,
las epidemias y las guerras. Los sacrificios humanos contribuyen con
importantes contingentes de muertos y son objeto de análisis independiente. Las
hambrunas, en primer término, se atribuyen al monocultivo y a la primitiva
técnica agronómica de los indígenas que desconocía cosas tan elementales como
la rueda o el arado. Las hambrunas, por otro lado, fomentaron las grandes
migraciones, con su lógica incidencia en la mortalidad
Las
enfermedades es otras de las causas aducidas. Los habitantes de América se
vieron enfrentados a enfermedades para la que, a diferencia de los europeos,
carecían de defensas. Lo mismo sucedió en sentido contrario. Naturalmente los
españoles no eran por eso genocidas, aunque tampoco puede dejarse a un lado su
tendencia a una cierta promiscuidad y, en todo caso, la inexistencia de
sentimiento supremacista. Promiscuidad, por otra parte, reconocible en mayor
grado en la población indígena. El libro recuerda algo curioso: la segunda
oleada de muertes que se produjo cuando se inició la migración infantil con su
acompañamiento de dolencias exclusivamente infantiles. Como recuerda las
grandes pandemias que existieron antes de los españoles descubrirán América. La
tercera causa mencionada de la disminución demográfica son las guerras. Aquí
poco hay que decir de los españoles. La guerra era el gran deporte de los
indígenas sudamericanos. Los datos ofrecidos en el libro son desoladores. Rodrigo
Iturralde describe cómo las potencias mundiales contribuyeron y promovieron la desaparición
de muchas etnias. Menciona, ya en América, el caso de los Estados Unidos, pero
no olvida el abandono y exterminio de los mapuches en la República Argentina,
sobre cuya historia lanza claras acusaciones.
¿Qué pretende
el libro? Por descontado, lo primero es derribar las ideas al uso sobre la
presencia española y fijar su llegada como el acceso de América a la
civilización europea. Aunque la palabra civilización la que desplaza a la de
barbarie, esta barbarie es compatible con la vaga noción de cultura al uso. El
libro ofrece sus consideraciones sobre estas ideas de civilización y cultura. Pero
el libro parece inspirado por algo más: por la defensa ante el indigenismo
rampante. Un movimiento creciente que, siguiendo las huellas marxistas, trata
de crear nuevas minorías que se sientan maltratadas, violadas y sometidas, generando
el habitual sentimiento de victimismo reivindicativo.
Uno advierte un
curioso contraste entre las manifestaciones de Rodrigo Iturralde y el
indigenismo rampante que, desde el Foro de Sao Paulo de inspiración claramente
marxista, ha sido propiciado por el movimiento de la “Iglesia de la Liberación”.
El primero tiene un sentimiento de defensa de la religión cristiana que
reconoce sin ambages. Sin embargo, la doctrina oficial de la Iglesia católica
se mueve en un sentido indigenista innegable. Una pugna, en definitiva, entre
dos argentinos.
El libro merece
sobradamente su lectura. Aporta muchos datos que, no por desconocidos, son
ciertos; y en ese sentido es útil por ampliar nuestros conocimientos, en gran
parte por la abundancia de citas. Y su utilidad aumenta cuando señala los
peligros de ese indigenismo de disfraz y colorines. Es una voz que nace en la
discutida y discutible Argentina actual y que defiende a España.
“1492. Fin de la barbarie comienzo
de la civilización en América” Tomo I (336 págs.) es un libro escrito por
Cristian Rodrigo Iturralde, registrado por la Editorial Buen Combate en 2014
que ha sido publicado en Argentina y distribuido en España tras su impresión
por Amazon en Polonia y/o por Alba Impresores, ya que ambas indicaciones
figuran en el libro. Es el Tomo I que será seguido por una segunda parte.