Suele
utilizarse con frecuencia la expresión “de autor” para referirse aquellas obras
en las que la personalidad del autor se sobrepone a la de la misma obra. Algo
de eso pasa con lo escrito por Gabriel Albiac, cuya personalidad revolotea
sobre sus escritos. Por eso mismo, cuando se habla de un libro suyo, no se sabe
si uno ese está refiriendo al libro mismo o a Albiac.
Valenciano y
del 50, se le califica habitualmente de filósofo, cosa normal al ser catedrático
de Filosofía en la Autónoma de Madrid, pero quizá fuera más acertado hablar de
él como ensayista y comunicador y, quizá fuera aún más certero, calificarle
simplemente de pensador. Gabriel Albiac transmite la impresión de que piensa
constantemente. Otra cosa es que diga todo lo que piensa. Probablemente sería
abrumador.
Albiac sufrió
esa típica evolución cada vez más frecuente en los intelectuales desde las últimas
décadas del siglo XX. Desde posiciones de izquierda ha evolucionado a actitudes
próximas a la derecha, cuando no inmersas en ésta en determinados temas. Él
mismo se ha autodefinido como “comunista muerto”.
El libro
“Diccionario de adioses” es duro de leer. Albiac dice cosas que parece no
querer decir y parece enrocarse en silencios cuando se espera de él que diga
algo. Digamos que parece revolotear sobre conceptos transcendentes. Sobre todo,
en lo que afecta a la persona y a su transitoriedad, es decir a la muerte.
Ante todo.
conviene aclarar el propio título. Lo hace el prólogo al comenzar así: “Es
tiempo de sabernos naturalezas muertas. Cayó el muro. Nos quedamos sin palabas.
Fue lento. Al principio ni nos dimos cuenta. Dos siglos se cerraban sobre
nuestros despojos. La era de la revolución”. “Y un día percibimos... que lo que
nuestra voz decía no significaba nada. Ya. Nada“. Y uno se pregunta si lo que
encierra el libro es nostalgia, simple dolor o amargura. Pero sea cual sea su
sentido, la brillantez del pensamiento lo disimula y enmascara.
El libro se
agrupa en nueve apartados; “Escribir”; “Exilio”; “Idénticos (Los): Nacionalismos,
Socialismos, Fascismos”; “Idolatrías”, “Judeofobias (De Dreyfus a Yenín)”;
“Nada: muerte guerra, política”; “Revolución”; “Revolucionario” y
“Terror(ismo)”. Como se indica en la contraportada, cada una de esas entradas
es un breve ensayo. Y dentro de cada una de ellas, vuelven a multiplicarse los
temas y situaciones abordados.
En el primero
de los ensayos, Albiac parece enfrentarse con los problemas más profundos del
escritor. Como excusa, sus comentarios se centran inicialmente en la novela
negra y, más concretamente en el Marlow de Chandler. Sn embargo afirma: “No hay enigma en la novela negra. No hay
nada. Nada”. ¿Qué hay entonces? Es
una pregunta en la hurgará páginas y páginas. ¿Tiene algo que ver con que
Albiac sea el autor de una novela tan negra como “Blues de invierno”?
A veces estamos
como ante unos fuegos artificiales. Nos sorprenden con su belleza, atraen
nuestra atención, pero son ideas fugaces cuyo sentido se pierde en la
inmediatez del siguiente estallido de color. Añádase ese cierto estilo críptico
que se usa de manera casi constante y las reiteradas referencias a hechos y
citas muy puntuales. Es como si Albiac escribiese solamente para Albiac y el
lector fuera solamente un intruso que se asomara por encima de su hombro.
Mucho más diáfano
es el capítulo dedicado al judaísmo, titulado de “De Dreyfus a Yenin”. Gabriel
Albiac es decididamente pro-sionista o, mejor, anti-anti-sionistas. Se echa en
falta un cierto relato de lo que fue el affaire Dreyfus sino, sobre todo, Yenín.
La batalla de Yenín tuvo lugar en 2002 y culminaba una creciente etapa de terrorismo
palestino contra Israel. La localidad de Yenin estaba identificada como centro
de esos ataques y fue objeto de un ataque de las fuerzas israelíes. Lo que en
el libro se destaca es la falta de ecuanimidad de las entidades que denunciaron
el hecho y del informe realizado por las Naciones Unidas. De esto último,
podemos encontrar confirmación en la Wikipedia: de los 497 palestinos muertos
citados en el informe (frente a 23 soldados israelíes), una investigación
posterior rebajó la cifra de muertos palestinos de 497 a 52 o 54. Una
manipulación que no nos puede sorprender cuando tenemos tan cerca la de los independentistas
catalanes y cuando se ha terminado acuñando el término “posverdad”: “algo que
aparente ser verdad es más importante que la propia verdad”, o sea la “mentira
emotiva”.
Digamos que
para Albiac, si bien el antisemitismo echó sus raíces en el cristianismo, dejó
éste para asentarse en el siglo XIX en la mundanidad y la secularidad. Ahora es
algo así como un tic nervioso de la intelectualidad y los medios. Algo que incluso
les conduce a elogiar a una persona sobre la que Albiac hace pesar toda la
realidad de sus comportamientos: Yasser Arafat. Hay en sus diatribas todo el
deseo de una justicia no realizada e invertida.
Hay otros
capítulos-ensayos en donde es difícil seguir el pensamiento del escritor. Es
por ejemplo el que se refiere a la “Idolatría”. Son tantas las ideas que se
reflejan en pocas líneas que parece estar exigiéndose al lector más que una
lectura, una meditación. Un ejemplo: es preciso conocer la historia de la lucha
de Jacob con el ángel, ya que unicamente se nos ofrece la referencia a algunos
pasajes bíblicos partiendo de un cuadro que en 1861 pintó Delacroix. Pero no
hay mucho tiempo para detenerse en estas consideraciones, porque rápidamente el
ensayo está recorriendo otros caminos.
Los dos últimos
capítulos se dedican a la “Revolución” y al “Revolucionario”. No dejan de ser
los aspectos objetivo y subjetivo de un mismo fenómeno social. Un fenómeno que
Albiac reserva únicamente a dos momentos: la revolución francesa y la soviética.
Lo demás son revueltas. La revolución la contempla como un arte que se
desentiende del tiempo (“el tiempo de la revolución es el no tiempo”). Es al
mismo tiempo algo que conduce de la alegría a la desolación, Como dice
Chateaubriand “el drama es que no somos contemporáneos de nuestro tiempo”. Al
mismo tiempo se vive un tiempo sobreacelerado.
Albiac recorre
las ideas de revolucionarios como Saint Just, Condorcet, Robespierre o Andrea
Chenier: no hay paraísos sino sobre los infiernos, algo que evidenciarán otros
vendedores de promesas como Hitler o Stalin. La revolución destaca Albiac: es “permanente, perpetua, irreversible… Y
universal”, diferenciándose así de cualquier otra forma de sedición o de
golpe de Estado. Una figura que atrae especialmente la atención de Albiac es la
del abate Sieyes, testigo y sobreviviente de la revolución. Al final “revolución revierte en conversión. La
diversión ha terminado”. “Aquella revolución que no naciera sino como
“tránsito del crimen a la justicia” se trueca brutalmente en “sacerdocio”.
Surge entonces la muerte, recordada en El cero y el infinito de Arthur Koestler
con su Rubachov. La religión de la historia y del progreso.
El siguiente capítulo
aborda ya la figura del “revolucionario”, un enemigo que, como recuerda Albiac,
nadie conoció antes de 1789. Y agrega como aperitivo: “Lo inaudito no es que haya revoluciones. Es que haya revolucionarios”.
Nos va ofrecer las características del revolucionario: sacrificado, santo e incluso
mártir, aspirando a morir por la revolución, incluso recurriendo al suicidio. Y
al mismo tiempo dispuestos a eliminar con leyes o de hecho a los oponentes, llegando
al terror.
A partir de
aquí, el libro se introduce en un desmenuzamiento de una obra de Malraux: “La condición
humana” que, a juicio del autor, refleja vivamente las características últimas
del revolucionario. Remontándose a Pascal, Spinoza o Lenin, cuando se requiere.
Es de destacar la insistencia en la idea de la proximidad del comunismo y los
fascismos, nazismo incluido. Dice también: “Una
descomunal borrachera de teleología (y en el final, de teología) revolucionaria
ha sacudido a Europa entre la primera y la segunda guerras mundiales”.
Termina el capítulo con un radical “Después
nada”.
El “Diccionario
de adioses” es un libro que uno puede recibir como un chaparrón de abril. Huele
a primavera, pero le deja a uno calado. En muchas ocasiones, quizá demasiadas,
resulta difícil seguir el pensamiento del filósofo que es Gabriel Albiac, con
sus constantes referencias y citas, desbordante de conocimientos. Pero eso
mismo sirve de guía y luz que alumbre nuevos descubrimientos. Es una tentación
de volver a leer a Sieyes o Koestler, o descubrir a Saint Just o asomarse a Chateaubriand.
“Diccionario de los adioses” (421
págs) de Gabriel Albiac, ha sido publicado por Seix Barral en su colección “Los
tres mundos”. Fue escrita en 2005 y su primera edición se llevò a cabo ese
mismo año. La segunda, que es la que se ha comentado, data de 2009.