miércoles, 27 de noviembre de 2019

Reza Aslan : “Dios. Una historia humana”


El libro nos causa dos sorpresas. La primera de ellas es que el autor, Reza Aslan, expone la idea de que de que la imagen de Dios se ha ido forjando por el hombre atribuyéndole siempre características humanas pero, cuando creemos que la historia va a seguir por ese aséptico camino, cambia de pronto el rumbo de la obra para ser una confesión de sus propias creencias y pensamientos. Un salto desde una orientación objetiva a una plasmación subjetiva de su propia idea, lo que hace pensar si esa confesión no viene preparada por una orientación sesgada de la obra.
Pero la segunda sorpresa es aún más sorprendente (repetición de términos por el que pido excusas de antemano) pero que refleja el grado de sorpresa (tercera vez) producido. Consiste en que cuando termina lo que podemos confesión personal de Aslan, allá por la mitad del libro, uno pasa la página 201 esperando continuar el hilo conductor de la obra. Y se encuentra con unas “notas” que ocupan 66 páginas de las 368 que tiene el libro. Detrás aparece una bibliografía, especialmente en inglés que ocupa hasta la página 343, que, con los agradecimientos adicionales, índice y autorizaciones que la siguen, acumulan en conjunto 155 páginas del libro. Unas notas de una extensión peculiar en que se desarrollan algunas de las ideas, citas y asertos contenidos en libro, pero que lógicamente no son consultadas por el lector normal, que sólo pretende ser arrastrado por el discurso de la obra. Podrá resultar heterodoxo decirlo, pero nos están vendiendo papel.
Pero volvamos a Reza Aslan. Parce ser el clásico producto de la época, una suma de winner e influencer, al que como es costumbre se le califica de erudito, escritor y profesor: en este caso de “escritura creativa“ en la universidad Riverside de California. Combinado con ello, ha montado diversos negocios relacionados con el cine y la televisión, aunque personalmente presume de “académico” y de “profesor de religión”, condiciones que muchos medios le niegan por infundadas. Curiosamente es iraní, aunque comparte esa nacionalidad con la estadounidense.
Reza Aslan nació y se crió en una familia musulmana. Como él mismo indica “durante la adolescencia, me convertí del islam tibio de mis padres iraníes al cristianismo ardiente de mis amigos estadounidenses”. Más adelante confiesa que, conmocionado por la idea de haber estado construyendo una imagen de Dios que reflejaba sus propios rasgos y emociones, “abandoné el cristianismo y volví al islam, atraído por la iconoclastia radical de la religión: la creencia de que Dios no puede quedar limitado por ninguna imagen, humana o de otra índole”. Pronto descubrió que tampoco el islam le satisfacía porque, aun sin imágenes, atribuía a Dios “virtudes y vicios, sentimientos y defectos propios del hombre”. Uno, sin querer, se acuerda de las puertas giratorias.
Como el cerebro está de moda, en seguida Aslan añade: “esta pulsión por humanizar lo divino es algo para lo que está programado nuestro cerebro”. Y a estudiar esa pulsión dedicará el libro (o su mayor parte), aunque dejando claro que ello no significa negar la existencia de Dios o afirmar que Dios sea simplemente una invención humana “Ambas afirmaciones pueden ser ciertas, pero ese no es el tema de este libro. No tengo ningún interés en tratar de probar la existencia o la inexistencia de Dios por la simple razón de que no puede probarse ni lo uno ni lo otro. La fe es algo que se elige”.
Volvamos al libro imaginado y leído: aunque se le dirijan críticas, hay también que destacar que sintetiza bien la evolución de los grandes movimientos religiosos y sus actitudes frente a la idea de Dios en que, como tales religiones, creen. Dios o dioses, porque hay una trama inicial de la que parece triunfar el monoteísmo. Aunque luego tenga en Aslan socorro que le convertirá en el salvador que nos coronará como dioses.
Aunque se nos hace confraternizar con unos ideales Adán y Eva, la realidad es que se deja por abordar el problema de la existencia de otras especies del género “homo” que nos precedieron y han desaparecido. En realidad, todo se arregla con afirmar que la religión apareció en el Paleolítico, manifestándose en el entierro de los difuntos y la creencia en la existencia de un alma distinta del cuerpo y ligada con la supervivencia después de la muerte. La idea de un alma y que somos un ‘alma encarnada’ serán las que animarán nuestra religiosidad. Eso y la relación casi automática que nos hace reconocer en lo desconocido a otra persona, es decir a otra alma encarnada.
No está claro el paso de esta espiritualidad primitiva al animismo. A uno siempre le ha conmovido la fe animista indigenista, aunque reconociéndola como una manifestación temprana e inmadura de religiosidad, una religiosidad que intuye algo superior pero que es incapaz de definir. Lo digo tras a ver visto, con respeto, a Maximón cerca del lago Atitlán o las ofrendas realizadas en la principal iglesia de Chichicastenago.
El paso de homo cazador al homo agricultor implica para Aslan un paso tan importante como doloroso. Entre otras razones porque el hombre agricultor tiende a agruparse creando los gérmenes de lo que más tarde serán ciudades. La convivencia con otras personas será el caldo de cultivo que permitirá el paso a la religiosidad.
Vamos a recorrer ahora un largo camino hacia el monoteísmo, superador del politeísmo. Hay dos clases de politeísmo, el de creación de innumerables dioses, con misiones y patronazgos particulares, y el originado por la necesidad de explicar la existencia de mal. Los dos grandes creadores de la idea de un único Dios fueron, para el autor, Zoroastro y Akenatón. Respeto al primero, el libro narra como el monoteísmo de Zoroastro decayó convirtiéndose en “henoteísmo” (un Ser Supremo sobre un panteónde dioses inferiores) hasta resucitar muchos años más tarde bajo la forma dualista, es decir las tesis zoroastrianas que siempre conocimos como es típicamente la clásica la confrontación entre Ormuz y Ariman, algo así como el poli bueno y el poli malo de las películas.
Akenatón ha sido siempre una figura distinguida de la antigüedad egipcia. Una rareza como fue la de un faraón que decidió acabar con el politeísmo oficial egipcio del que era cabeza para implantar la fe en un dios Ra, relacionado de alguna forma con el sol y que venía a sustituir el panteón oficial. La destrucción de la ciudad creada en su honor, Tel-Amarna, significó la vuelta al politeísmo. Ciertamente guarda una extraña relación con lo egipcio Moisés, quien, de hecho, estableció finalmente el monoteísmo en el pueblo hebreo en la figura de Javhé, quien todavía habla con él y se le muestra en forma de zarza ardiendo. Al hilo, hay que destacar que en el libro se distingue cuidadosamente entre lo que se llama monoteísmo y monolatría: la primera niega la existencia de otros dioses, mientras que la segunda únicamente descarta su culto y adoración.
Pero la proliferación de dioses siguió: se crearon familias y vínculos entre ellos. Algo molesto, realmente que hizo que se terminaran fijando, junto a un dios que dominaba a los restantes, un conjunto variopinto de dioses menores y un tanto peculiares a los que se asignaban únicamente determinadas funciones. La cosa se enturbió aún más cuando reyes y emperadores se “divinivizaban”. Todo preparaba el cambio y éste se llevó a cabo según Aslan en tres etapas: el reconocimiento oficial del monoteísmo (Dios uno), la deidad compleja (Dios es trino) y el retorno al monoteísmo (Dios es todo). O sea: la trayectoria personal de Aslan, más o menos adornada.
El cristianismo aparece y Aslan lo liga al viejo problema de la divinización del hombre y/o la humanización de Dios. Jesús de Nazareth (nunca habla de Jesucristo, como es lógico) es la figura que irrumpe en el mundo y promueve el que se centre el fenómeno de la divinización del hombre. El monteísmo triunfa oficialmente cerca de tres siglos más tarde con Constantino, pero al mismo tiempo conduce inevitablemente a la admisión final de una trinidad, un Dios trino como dice Aslan. Pero que sigue siendo monoteísta. El libro sigue las luchas que dentro del cristianismo se produjeron en torno a la doble condición de Jesús como Dios y hombre. Lo que los doctrinos asumimos como la discusión sobre el “filioque”.
Complicaron las cosas las nuevas ideas de Mahoma, que se examinan y comentan detenidamente.
Al final, Aslan llega una conclusión panteísta; lo hace a través del sufismo, aunque reconoce que existe en muchas religiones esa identificación de Dios con el universo. Invoca la expulsión del Paraíso como castigo a la desobediencia del mandato de no comer del fruto prohibido, sino “por tratar de convertirse en Dios”. Y se posiciona con claridad ante esa tesis: “Así pues, vosotros elegís. Creed en Dios o no. Definidlo como queráis. Sea como sea, aprended la lección de vuestros antepasados míticos, Adán y Eva y comeos el fruto prohibido. No temáis a Dios. Vosotros sois Dios”.
Y así acaba el libro. De una forma que, para mí, resulta altamente desilusionante. Esperaba de la obra el repaso de las formas con las que la humanidad y el individuo habían tratado de concebir a Dios partiendo de una imposibilidad de contestar a tantas cuestiones como les asaltaban. Todo era enfrentarse a la ininteligibilidad de un ser superior y creador que daba explicación a muchas cosas y dejaba sin explicar otras.
Corrobora esa impresión el hecho de que da por acabado el trayecto hacia Dios en islamismo. ¿Desde el siglo VIII no ha sido ya Dios objeto de imaginación y creencia? No es aventurado pensar que hasta entonces Dios únicamente había sido tratado como objeto de fe y adoración. Luego dejó lentamente de serlo para ser objeto de la filosofía y la ciencia.
Que me diga el libro que soy Dios me parece ridículo y hasta insultante. No quita gravedad a esa admonición el que se otorgue el carácter de dioses a “vosotros”, un intento más, de los muchos de los que adolecemos, de privarnos de la individualidad que es nuestro santo y seña, nuestro orgullo y nuestra cruz.
“Dios. Una historia humana” (368 págs.) es un libro del que es autor Reza Aslan, obra que fue registrada en 2017 por Salan Media Inc.. La traducción española fue publicada por Taurus en septiembre de 2019.

domingo, 24 de noviembre de 2019

Rita Reig Viader : “El cerebro infantil. Los secretos del desarrollo cognitivo”.




Son muchos los libros en los que, desde el descubrimiento de la aplicación de la imagen al cerebro, han exagerado el nivel de conocimientos de las actuales generaciones. A esta prepotencia que en tantos casos alcanzaba a los neurólogos, se sumaba la adscripción de los muchos psicólogos a las nuevas conquistas. Este libro ocupa un equilibrio deseable: junto a la evidencia de los grandes avances obtenidos, señala los innumerables aspectos en los que nuestros conocimientos son apenas incipientes.
Añádase a eso que el libro no se recata en explicar, unas veces de manera divulgativa y otra con cierta complejidad científica, el funcionamiento del cerebro. En realidad, se trata de una obra escrita por Rita Reig Viader, una doctora en ciencias biológicas que colabora con determinadas instituciones académicas y similares y que parece más interesada en explicarse que en aportar tesis y posturas que la distingan.
Cuando la autora nos habla del “cerebro infantil” se refiere en realidad al proceso de maduración del cerebro humano. Podríamos decir que la parte sustancial de este proceso es la ocupada por los cuatro primeros años de vida, pero el hecho cierto es que el libro nos descubrirá, por una parte, que ya hay un inicio de lo que podíamos llamar aprendizaje en la etapa fetal anterior al nacimiento y que el proceso de maduración dura aún pasado ese lapso, hasta los veinte o veinticinco años.
Lo que deslumbra a la autora (y a la mayoría de nosotros con ella) es la capacidad de aprendizaje del niño. En un número reducido de años debe aprender a hablar, a moverse, a explorar, a imaginar, a conocer, a convertirse en un animal social. Una tarea que será inasumible cuando transcurran unos pocos años. Todo lo confía el libro a lo que llama “plasticidad” del cerebro infantil, un tesoro que se pierde cumplida su misión. Una plasticidad que ayudará a generar la estructura neuronal que definirá su personalidad y carácter entre otras cosas y que tendrá un doble apoyo: el genético y el ambiental.
Rita Reig nos lleva primero de la mano a conocer nuestro propio cerebro. Algo que tardará en desarrollarse y organizarse pero que, al cabo de una semana de la concepción, ya muestra un tejido (la placa neural) que, una semana más tarde, se dobla sobre sí mismo para formar el tubo neuronal. En él ya pueden distinguirse tres partes: el rombencéfalo, el prosencéfalo y el mesencéfalo. El primero (bulbo raquídeo, puente troncoencefálico y cerebelo) se ocupa de las “funciones elementales para la supervivencia. El mesencéfalo, por su parte, se ocupa de las estructuras evolutivamente más primitivas del cerebro, compartidas por la mayor parte de los vertebrados. Por fin, el prosencéfalo tiene dos partes: el diencéfalo (tálamo, hipotálamo y otras estructuras) y el telencéfalo, en el que se integran los ganglios basales y estructuras relacionadas y, ¡por fin!, la corteza cerebral. O sea: la “materia gris” de la que presumía Poirot, piensa uno.
Rita Reig nos explica que “la corteza cerebral es la región más grande del cerebro de los mamíferos y es la principal encargada de funciones tan importantes como la memoria, la atención, la cognición, la percepción, la alerta, el pensamiento, el lenguaje y la conciencia”. Tiene muchas áreas funcionales que se pueden reconducir a las áreas sensitivas, motoras y de asociación. La corteza es una fina capa de entre 2 y 4 milímetros de grosor que recubre toda la superficie del cerebro y que tiene, aproximadamente, unos 100.000.000.000 de neuronas, las cuales no proceden de esta corteza cerebral, sino que son emigrantes de otras áreas donde han nacido. Rita Reig nos explica este extraño peregrinaje. El caso es que, llegadas a su destino, se organizan y sólo subsisten las útiles. Porque las sinapsis que surgen en ese proceso de sinaptogénesis son más de las necesarias y entonces comienza la llamada “poda sináptica”.
El libro se ocupa ahora de estas células emigrantes: las neuronas. Resulta necesario conocer cómo funcionan y eso, pacientemente, nos lo explica el libro. La neurona, nos dice, tiene tres partes: el soma (que almacena la clave genética), del que surgen dos ramificaciones: el axón y las dentritas. Cada neurona se une con otra, uniendo su axón con las dentritas de otras. Una unión trascendental que se llama sinapsis. No todas ellas tienen un horizonte de vida: las que vienen reforzadas por los estímulos externos se fortifican; las superfluas o inútiles, mueren; ese es el sentido de poda sináptica ya aludida. En la sinapsis intervienen, uniéndose, el axón de una neurona (terminal presináptico de la neurona trasmisora, cargada de transmisores) y las dentritas de otra (su terminal postsináptico receptor de neurotransmisores). Y actúan además de acuerdo con la vieja regla del “so y arre”: pueden ser sinapsis excitatorias o inhibitorias. Y todo se hace a través de cambios químicos y electrofisiológicos. Si contamos con los millones de células neuronales existentes se advierte la necesidad de poner algún orden entre ellas: “el cerebro puede entenderse como una gran red compleja y jerarquizada, constituida por millones de neuronas minuciosamente organizadas en circuitos y áreas funcionales”. El libro nos aclara que cuando contemplamos el cerebro de un niño “no estamos ante un cerebro adulto en miniatura”. No añade que mientras el primero es plástico, los nuestros, los de los mayores, están ya acartonados.
El hecho real, piensa uno, es que los adultos únicamente nos limitamos a recibir lo logrado por el niño: en el lenguaje, el pensamiento abstracto, las idas de los números, en casi todo lo que superar la simple animalidad de que estamos hechos en parte. Porque el libro no contempla tantas otras actividades del cerebro por las que éste regula toda la vida animal que existe en nosotros y controla nuestra vida. Siguiendo su camino, salta a continuación a lo que titula “el cerebro para vivir en sociedad”, o sea “el llamado cerebro social”. Uno cree que aquí la autora cae en esa tentación siempre viva de los biólogos consistente en disfrazarse y aún más, convertirse en sociólogos y psicólogos y, al revés.
En una parte final se pide prestada la bata blanca al médico (si la lleva el psiquiatra). Dejando a un lado las neuropatologías que son propias de la edad, las restantes “tienen su origen en el neurodesarrollo”. Y se citan como tales trastornos neuropsiquiátricos enfermedades como las siguientes: “epilepsia, esquizofrenia, trastorno bipolar, depresión, ansiedad, autismo, discapacidad, entre otros”. La cosa se suaviza al matizar que se trata sólo de “la mayoría de los trastornos neuropsiquiátricos”, no de todos.
El posicionamiento inicial se modula cuando se señala que en estos casos el factor genético tiende a ser más influyente que el de los estímulos medioambientales. Al final parece mantenerse una postura cuidadosamente equidistante de ambos factores. Resultando difícil luchar contra los factores genéticos, se centra la atención en los “tipos de factores de riesgo procedentes del entorno con capacidad de afectar de manera severa el desarrollo cerebral: los biológicos y los psicológicos”. Entre los primeros analiza la malnutrición y el nacimiento prematuro. Pero tan importantes como esos factores biológicos son los psicológicos, afirma el libro.
Uno recuerda el viejo principio de que el bienestar y la trayectoria del individuo depende de su infancia. Una infancia feliz garantiza demasiadas cosas para ser ignorada. Y al revés una infancia infeliz, puede generar individuos temibles por la sociedad y por los que le rodean. Aquí hay que felicitarse por el aplauso que el libro dedica al juego: “para los niños el juego es un instrumento para enfrentarse a la realidad, para explorarla y para entenderla; y, por este motivo, se erige como uno de los aspectos más importantes de su vida”. Lo que sí considera importante la autora es que el juego sea variado. Y que su efecto beneficioso es superior si implica una actividad física.
Era inevitable enfrentarse a la realidad actual: tabletas, Smart-phones, ordenadores, videojuegos. Aquí es clara la conclusión: aunque puedan servir en ocasiones para salir de situaciones patológicas como al autismo, en general su uso “promueve la pasividad y el consumo de la creatividad ajena en detrimento de la propia”. La responsabilidad y el papel de los padres pasa a primer plano, en éste y otros aspectos. Sin embargo, cuando se enfatiza la importancia de la educación, uno teme la manipulación.
 
Salvando las objeciones señaladas, el libro me ha resultado apasionante. No en vano razona cual es el fundamento de esa enorme capacidad de aprendizaje del niño que tanto sorprende al autor como al lector. Alimentada por la imitación.
Sin embargo, echo en falta dos escenarios que escapan al libro. El primero es el histórico de conocer por qué razón el cerebro humano ha optado por un proceso de integración y perfeccionamiento tan prolongado en el tiempo e intenso en los resultados, algo que contrasta con los animales que, apenas recién nacidos, se sostienen temblorosos en sus patas y ven y oyen a su madre a la que cinco días más tarde ya pueden seguirla en sus emigraciones o y desplazamientos. La contestación es obvia: el objetivo a alcanzar por el recién nacido humano es mucho más amplio; pero ¿cómo genéticamente se informa de ello a la neurona?
El segundo es quizá más triste: asistimos a la construcción del cerebro y a la creación de su estructura neuronal, pero ¿qué sucede con el cerebro del viejo? El que se deteriora con mayor o menor velocidad. A uno siempre ese proceso le trae la imagen del ordenador HAL, cuando el astronauta comienza a retirar sus componentes. Pero esto algo que escapa también al objeto propuesto por la autora del libro. Sin contar con la resistencia que siempre se tiene a hablar de decadencias y extinciones cuando, se quiera o no, afectan a uno mismo.
Algo que no se debe dejar de alabar son las múltiples veces en las que el libro se refiere al funcionamiento del cerebro como algo “enigmático” y aquellas en las que deja constancia de lo mucho que nos queda por conocer. Aunque lo que hoy se conoce no es poco, es mucho más lo que ignoramos. Ni siquiera sabemos si estamos en el buen camino. Subsiste, sin embargo, el afán humilde de conocer y buscar el conocimiento. Un mérito por reconocer, respetar e imitar.
 “El cerebro infantil. Los secretos del desarrollo cognitivo” (156 págs.) es un libro del que es autora Rita Reig Viader en año no conocido, 2015 siendo registrado en 2017 por RBA Coleccionables S.A.U., depositado legalmente en 2018 y probablemente publicado en 2019 en la serie “Ciencia & Cerebro”

lunes, 18 de noviembre de 2019

Francisco Mora : “Mitos y verdades del cerebro. Limpiar el mundo de falsedades y otras historias”.


Recientemente comenté en este blog un libro firmado por Francisco Mora, un neurobiólogo granadino del que no conocía sus ideas. Su peculiaridad hizo que tratara de acercarme más a su pensamiento y lo hice a través de este libro que parecía abordar ideas más precisas sobre la neurología, la rama de la ciencia en la que, junto con la de educación, ha echado raíces que se traducen en la continuada publicación de libros que inciden una vez y otra sobre estos temas, en los que se nos aparece como apóstol, visionario y divulgador.
Al final todo acaba en la fe en la llamada Neurociencia, algo en que, inevitablemente, confluirán la ciencia y el humanismo, en medio de una exaltación de la idea de emoción. Emoción que nos brindara nuestro cerebro y su complejo funcionamiento, porque somos simples cerebros en su concepción. Es una nueva cultura que nos llega y que, como el mismo autor apunta, implica la utilización del prefijo ‘neuro’ a cualquier concepto que se aproxime a ella. O sea, que estamos ante un “neurolibro” escrito por un “neuroautor”. Lo que hace a uno sentirse como alguien que no llega a ser “neurolector”.
Francisco Mora no tiembla al meterse como Daniel en una jaula con los leones llamados mito y verdad. Porque del primero afirma que “no hay única definición del término mito” y de la segunda, que “no hay verdades absolutas como no hay nada que sea absoluto”. El que no tiemble se debe, sin duda, a que utilizará sus propias concepciones de lo que es mito y de lo que es verdad, aclarando que “son dos acepciones que, aun siendo contrarias, son la cara y la cruz de la misma moneda”. Eso sí, antes ha identificado el mito con el error, al igual que ha extendido su presencia hasta la postverdad de nuestros días.
Cita y critica algunos de los mitos más generalizados sobre el cerebro: su utilización únicamente al 10% de su potencial, la diversidad de los hemisferios derecho e izquierdo, la diferente utilización de las distintas capacidades sensoriales, el confuso mundo cerebral infantil o la existencia de un cerebro normal y típico que iguales a casi todas las personas. Todos estos ejemplos son analizados y destruidos, aunque utilizando con excesiva frecuencia la expresión “hoy sabemos que no es así...” y similares. A estos neuromitos se añade una curiosa referencia a otros más atípicos; la percepción extrasensorial, la telepatía, la levitación o la inmortalidad.
Llega el momento de “limpiar el mundo de falsas verdades”. Pero ¿qué es verdad? Verdad de verdad, claro. Aquí Mora muestra una enorme fe en los avances de la ciencia. La ciencia actual nos ha conducido a la verdad. Olvida sus errores pasados porque ahora conoce ya la verdad. Y hay que volverse a preguntar ¿Qué es la verdad? Hay una doble tentación en la que cae el libro: fiar el alcance científico en los datos percibidos y fiar su realidad en estadísticas al uso. Sorprende que, en un momento dado, afirme el libro: “bien pudiera ser que, con un nuevo pensamiento creativo, lo hallado hasta ahora no fuera considerado en ese futuro, como de “viejos mitos” “. ¿En qué quedamos Sr. Mora? Porque se tiene la sensación/previsión del alguacil alguacilado.
Asentado en sus ideas, hipnotizado por los que consideramos avances técnicos, Mora se aventura por el proceloso campo de lo que no se toca o no se ve. Adorador de un cerebro que todavía conserva sus misterios no desvelados, adopta una especie de primitivismo q     ue desprecia lo que no entiende. Ni ve las cuerdas, teórico componente último del universo, ni el alma que anima el espíritu. Ni sabe cuántos universos paralelos existen y si existen, pero sabe que el cerebro asume las funciones que muchas personas y pueblos atribuyen al alma. Ni siquiera admite que el alma sea mortal, pero distinta del cerebro.
Es fácil saltar del alma a Dios. Anticipemos que Mora se confiesa ateo en el mismo libro. Ateo, que no agnóstico. Y se afirma en ello al indicar que coincide con lo que las estadísticas dicen de la decadencia de cristianos, budistas, islamistas, hinduístas y pequeñas religiones. La religión es un mito que va despareciendo. Confiesa que no sabe quién pudo crear el mundo ni como lo hizo; le basta lo que le proporcionan los sentidos al cerebro a través de ellos. Proclama la importancia de la emoción, para descalificar a continuación el impulso religioso, ignorando su universalidad.
La solapa el libro nos informa que Francisco Mora es un experto en la convergencia de Ciencias y Humanidades. Él mismo habla de “la nueva cultura en la que comenzamos a vivir, producto de la convergencia entre humanidades y ciencia”. Pero uno se pregunta si las Ciencias no terminarán fagocitando a las Humanidades. De forma que terminemos añorando la “vieja cultura”. La tarea que se propone tiene algo de prometeica; invoca a Neruda diciendo “el hombre vive entre mitos y verdades, dedicación y ternura, en el trabajo de cada día, hecho de pan, verdad, sudor, vino y sueños”. Añadirá Mora: “los mitos, aun no siendo mentiras, son piedras en el camino que dificultan la andadura hacia una nueva verdad
El mito es la idea básica sobre la que se monta el libro, aunque el contenido de éste pretende referirse únicamente a los que se refieren al cerebro. Pero trata de todos los mitos en general, aunque abuse del nuevo término de “neuromito”. Todo aquello en lo que no cree lo convierte el mito, simplemente. Pero “un mito no es una mentira”; una mentira se demuestra fácilmente, un mito no”, aunque admite que son cosas que “incluyen algo de ‘verdad’ en ellas”. Así parecen coexistir verdades, mentiras y mitos.
Los mitos, según el libro tendrían un origen humano y emocional y estarían credos en el nacimiento de la humanidad, “anclados en nuestra historia original del pensamiento mágico”, aunque junto a ellos surgirán día a día nuevos mitos, como sucede con los relacionados con la neurobiología. Están ligados a la cultura y, sobre todo a los aspectos religiosos y sociales. ¿Estamos ante el mito de la necesaria destrucción de los mitos? Uno diría que sí; que no deja de ser un nuevo mito el de la “nueva cultura” libre de mitos. Es evidente que concurren las características atribuidas a los mitos: singularmente el carácter emocional de esa lucha y final victoria de la verdad. La creación de los mitos fue favorecida en tiempos ancestrales por clases específicas entre las que destacaron las sacerdotales; hoy esa función parece confiada a la maraña de personas encasilladas en las complejas estructuras universitarias y similares. Por otra parte, la antigua función del mito, destinada a explicar lo inexplicable y dotarlo de sentido, es sustituida por las fake news, creadoras en muchas ocasiones de auténticos mitos modernos.
El libro de Mora es una mezcla un tanto curiosa de certezas personales e ignorancias colectivas. Si existe un supremacismo intelectual lo hallaríamos en sus líneas, lo que es frecuente en los nuevos neurobiólogos, preocupados como están en digerir lo que la tecnología actual les está desvelando. Eso le lleva —llevado de esa fe en la nueva cultura que define y defiende— a sostener la unión total del cerebro con el resto del cuerpo, y al mismo tiempo desconocer la espiritualidad. Existe en consecuencia un gran desequilibrio entre las afirmaciones gratuitas y las negaciones del mismo carácter.
El autor no duda en meterse en los campos más alejados de su formación médica y neurológica. Incurre en dicho exceso cuando niega la existencia de Dios, el alma, de la libertad, de la realidad… reduciendo todo a producto del cerebro. Incluye en esta categoría por ejemplo la capacidad de abstracción del hombre, que considera producto simple del desarrollo del cerebro. Defiende, con razón, la variación que constantemente sufre la realidad y nosotros mismos, o las ventanas plásticas que permiten procesos de aprendizaje en animales y humanos. Mas gratuito es afirmar que entre ellas está la de formar conceptos. Lo que le lleva a afirmar que “clasificando abstractos, se alcanza conocimiento y los rudimentos básicos del pensamiento abstracto y simbólico. Y se crea el ‘orden’ en el mundo ’real’ en que vivimos”. Ello mueve a Mora a entrar en una especie de cuerpo a cuerpo con el concepto de realidad, para terminar declarando triunfante: “la ciencia es una amalgama de operaciones mentales que han conseguido, de un modo muy efectivo alcanzar conocimiento del mundo real”. Parece sentir un estremecimiento de satisfacción como el que debieron sufrir los ilustrados en el siglo XVIII o los positivistas en el XIX.
Justo es decir que, además de denunciar los mitos, dedica también su atención a “los mitos que no lo son”. Pero la muestra es decepcionante: “los tiempos atencionales de diez minutos”, olvidando que la atención decae fuera de esos límites en función de la calidad e interés de lo dicho por quien concita esa atención (lo que no parece mito es el aburrimiento); o el “déficit atencional y la hipermotilidad” (TDAH), o sea el viejo problema del niño hiperactivo, al que dedica una serie de páginas en las que se reafirma nuestra idea sobre el límite “atencional”; o la dislexia o el desdoblamiento de personalidad (TID). Procesos patológicos que, como la gripe o el ictus, no son mitos. Obviamente.
Termina ese breve repaso haciéndose la pregunta ¿Es un mito la libertad humana? La posición de Mora tiene algo de ambigüedad. Habla de factores conscientes (cognitivos) e inconscientes (emocionales) en la toma de decisiones; tiende a situar un ámbito de libertad en la decisión de veto del consciente, Al final confiesa: “pienso que una aproximación neurocientífica a estos problemas requiere de muchos más conocimientos que los que ahora se tienen…”. En todo caso concluye: “somos responsables de nuestras conductas”. Uno, claro, coincide con ambas afirmaciones.
Otro libro de otro entusiasta de la neurobiología. Excesivo e invasivo.

“Mitos y verdades del cerebro. Limpiar el mundo de falsedades y otras historias.” (216 págs.), es un libro escrito por Francisco Mora en 2018 y publicado ese año por Paidós en su colección Contextos.