En un
comentario reciente sobre la discrepancia de ideas entre Kelsen y Schmidt
dejaba constancia de que, realmente, de Kelsen y su obra apenas se sabía nada
quienes habíamos oído su nombre en la universidad. La pirámide normativa y el “pacta
sunt servanda” en su cúspide; nada más aprendíamos en la facultad, cuando
todavía Kelsen vivía y era relativamente joven. Añadamos la conciencia de la
importancia que para el derecho pudo tener Kelsen. Su trayectoria es bien conocida:
participante en la redacción de la Constitución austriaca de 1920 y consejero vitalicio
del Tribunal Constitucional, tuvo que abandonar éste por cuestiones doctrinales.
Ya en Alemania, tuvo que huir de los nazis, emigrando a Suiza y, marginalmente,
a otros países de Europa, terminó recalando en 1940 en la dorada California,
donde vivió y enseñó hasta su muerte en 1973.
Quizá la
palabra más importante del libro está incluida en su título: “pura”,
calificativo aplicado a la teoría que postula. La pureza que defiende no deja
de ser una autonomía plena del Derecho como ciencia; algo que en ciertos
momentos se plantea como auténtica liberación de la influencia que otras
actitudes científicas o morales pretenden ejercer. Rara es la ciencia que no ha
intentado, en un momento de la historia o en otro, lograr esa virginidad, esa
posibilidad de llegar a conclusiones propias prescindiendo de muletas ajenas. Y
Kelsen es un representante destacado en esta actitud, referida en este caso a
la Teoría del Derecho.
Aunque esta
toma de posición inicial se centrará esencialmente en la separación del mundo jurídico
que preconiza de la esfera moral, tiene otras manifestaciones, como es peculiarmente
la ideología que puede inspirar un ordenamiento jurídico. Para Kelsen debe
prescindirse de esa ideología previa y diversa que deberá ser objeto de estudio
bajo la óptica de una Sociología Jurídica. Otra consecuencia será la separación
de las ideas de Derecho y Justicia. La justicia hay que entenderla como “un
orden superior al derecho positivo y diferente de él”, “tiene el significado
de un valor absoluto”. De forma que cuando se hace referencia al derecho
puro y se utilizan los términos de ‘justo’ e ‘injusto’, éstos deben ser
entendidos unicamente como ‘jurídico’ y ‘antijurídico’. La justicia se
convierte así para Kelsen en una búsqueda de la felicidad social.
Debiéramos
preguntarnos antes lo que para cada uno de nosotros significa el término ”derecho”.
Para Hans Kelsen significa nada más y nada menos que un conjunto organizado y
jerarquizado de normas; lo más opuesto a un “montón” de normas, una imagen que
inevitablemente sugiere la consulta de nuestro BOE o del Aranzadi. Para
entenderle hay que llevar a cabo una inmersión en esa idea. He utilizado con
una imprecisión deliberada la expresión “montón”, porque refleja quizá una tendencia
popular a la simplificación. En realidad, Kelsen ve en el derecho todo menos un
montón de normas: el derecho es lo dicho: un conjunto de normas profundamente
jerarquizado y ordenado.
El objetivo de
Kelsen, apreciable a lo largo y ancho de su libro, es separar lo jurídico de lo
moral. La aspiración de pureza lo exige. Y quiera o no, esa pureza lo empuja a
exaltar el Estado y reducir al mínimo la persona. Cierto que respeta la existencia
de ese mundo moral donde el individuo, la persona, el hombre, encuentra su
ámbito natural. Y en ese recorrido encuentra el grave problema de distinguir el
derecho objeto del subjetivo. Un dualismo ―una herencia de la doctrina
del derecho natural― del que acusará en mayor grado a las tesis
iusnaturalistas y, en uno menor, al positivismo decimonónico. Este dualismo se
basa en la siguiente idea: “por encima del orden estatal del derecho
positivo, hay un orden jurídico natural, racional o divino, de rango superior”.
Acusa a éste de tener una función “conservadora y legitimadora”. Aunque
Kelsen señala que con la burguesía liberal del XIX se introduce el positivismo,
éste, sin embargo, aún no ha llegado a romper su vinculación con lo moral.
En su afán de
superar ese molesto dualismo, Kelsen niega que el derecho subjetivo preceda al
ordenamiento jurídico, siendo creación de éste. Las formas de creacion del
derecho lo conducirá a sentar la división entre derecho público y privado en la
regulación por vía de mandato o mediante negocios jurídicos. O al problema que
supone la existencia de normas, reglamentos, decisiones judiciales o actos
administrativos inconstitucionales, a los que termina considerándolos parte del
ordenamiento apoyándose en la simple existencia de mecanismos de anulación en
la Constitución.
En algún
momento Kelsen es vencido por su “pureza”, por su rigidez teórica tan germánica
como peligrosa. Eso sucede con la relación entre Derecho y Estado. El Estado
genera el derecho, pero al mismo tiempo el Derecho controla al Estado a través
de la idea del Estado de Derecho ¿Qué es antes: el huevo o la gallina?
Pero si se
pretende estructurar las normas jurídicas y convertirlas en un ordenamiento, es
necesario fijar una norma en que las demás se basen, de forma gradual como
sugiere la imagen de la pirámide normativa en que se sintetiza la visión más
grosera e inmediata de su doctrina. Surge así la noción más representativa de
su doctrina: la “norma fundamental”, que asegura la legalidad de las
sucesivas normas que de ella dependen.
Un terreno
peculiar es el abordado en el capítulo “la interpretación”. Su clave, para
Kelsen, es el tránsito progresivo de un nivel superior a un nivel inferior. “cómo,
partiendo de la norma general de la ley, se obtiene en su aplicación al caso,
la correspondiente norma individual que es la sentencia o el acto
administrativo”. Junto esa interpretación normal sitúa otras: las
interpretaciones constitucionales y las que llama individuales, referidas a
previos actos de aplicación de normas superiores. Niega, por otra parte, la existencia
de auténticas lagunas técnicas,
La relación
entre Estado y Derecho se complica cuando Kelsen, avanzando en sus ideas,
aborda la existencia de un derecho internacional, es decir, de un Derecho que
parece romper esa unidad indisoluble que liga el ordenamiento jurídico con el
Estado, hasta el punto en que no se sabe si lo crea o es creado por él. La
tranquila paz ideológica que parecía haberse logrado se altera con la irrupción
de normas que superan el ámbito del Estado para convertirse en internacionales.
Al final va a
ser el famoso principio “pacta sunt servanda” el que va a salvar la
contradicción. “Esta norma habilita a los sujetos de la comunidad internacional
para regular por medio de tratados su conducta”. Pero, como se agrega
inmediatamente, estos tratados, que conceden derechos y establecen deberes a los
Estados, crea un derecho que tiene simplemente el “carácter de derecho
internacional particular”, distinto del derecho internacional consuetudinario
o derecho internacional general. Pero ése es aún un derecho en formación, un
derecho primitivo. Uno tiene en este sentido la sensación de que Kelsen aparece
en este punto anclado en su época de entreguerras, presintiendo sólo la llegada
de normas como las que actualmente emanan de la Unión Europea y otros
organismos internacionales.
Kelsen tiene un
discurso que, a la vez que cambiante, es terriblemente denso, lo que aumenta la
dificultad de hacerle manifiestamente inteligible. Hubo hasta cuatro ediciones
no idénticas de la obra que comentamos. El traductor del alemán de este libro
se siente obligado a explicar la traducción que ha adjudicado en ella a
determinados términos empleados por Hans Kelsen. El libro y las ideas contenidas
en él pretenden tener un valor absoluto. Es quizá el primer intento serio de
romper esa sutil relación que ha existido siempre el derecho y la moral. Kelsen
ha sido el primero en proclamar, más allá de las excentricidades, que una ley injusta
puede ser legal y formar parte de un ordenamiento jurídico existente y reconocible.
Lo que significa que su puesta en práctica será legal y, en su caso, ilegal su
incumplimiento.
De la lectura
del libro lo más probable es que saquemos la idea de que estamos ante un
ejercicio intelectual, un ”citius, altius, fortius“ en el terreno teórico. Que
logra un “non plus ultra” marcando el perfil de un derecho puro que ignora la
existencia de unos derechos naturales, de un orden que servía de apoyo al derecho.
Algo que permite mantener como legal los derechos de los animales e ignorar los
que son considerados derechos naturales del hombre. De hecho, se introduce un
curioso relativismo que se traduce en que sea indistinguible un ordenamiento
jurídico justo de otro injusto, el liberal del totalitario. Pero convengamos
también con Kelsen que el derecho, tan pronto se deja contaminar por cualquier
idea moral o política deja de serlo y tiende a convertirse en un manojo
inmanejable o ininteligible de disposiciones, bienintencionadas o tendenciosas.
Diríamos que la
obra es un ejemplo de una de las facetas que puede presentar el teórico espíritu
germánico, capaz de forzar la realidad para ajustarla a los principios teóricos
defendidos. La “teoría pura del derecho” es un ejercicio admirable, una
construcción teórica meritoria y atractiva. Pero hay excesos en los que se
trata de superar las incongruencias con las que ocasionalmente se topa. Aun
así, en esos casos, el autor sabe hacer una faena de aliño que no altera la
brillantez general de la lidia.
En cualquier
caso, el derecho, la idea del derecho, sale ennoblecida de estas disquisiciones
kelsenianas. Deja de ser un simple producto más o menos circunstancial de la
actividad humana para convertirse en una obra cuidadosamente meditada y
ejecutada, donde la coherencia y la congruencia son soportes fundamentales de
la misma; algo que lleva el inconfundible sello de la creación humana. Kelsen
es la luz que, aunque enormemente fría, nos permite apreciar ese esfuerzo.
“Teoría pura del Derecho” (152
págs.) es un libro que escribió Hans Kelsen en 1934 y del que desde entonces se
han hecho numerosísimas ediciones. La aquí comentada es la llevada a cabo por
Trotta en 2011.
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