A veces uno tiene
mala suerte y un libro no le ofrece lo que prometía. Pasa muchas veces y uno
echa en falta la antigua costumbre de ojear en la librería los libros que, por
su título y apariencia, le han atraído.
Edward Glaeser
es un economista estadounidense que quizá puede representar el pez que siempre
ha vivido en las aguas tibias de las universidades, las organizaciones o los
institutos, esas cosas donde siempre llueve. No quiero referirme, claro, al que
elige la respetable función de profesor y cuyos cambios solo responden a principios
de promoción. A Glaeser, nacido en 1967, hay que disculparle su obsesión por
las ciudades: su padre que emigró a los EEUU en 1950 era arquitecto: de él
heredó esa fijación sobre esa tan curiosa como inevitable idea de la ciudad.
Lo primero que
hay que imputar al libro es que es sumamente repetitivo. Hubiera bastado un
librito de 50 páginas para mantener las ideas que finalmente aporta y defiende.
Ganas de hinchar un libro, tentación bastante común y peligrosa. Baste como
indicio el siguiente: el libro incluye en su parte final lo que llama “notas” y
“bibliografía” y estas dos secciones ocupan de la página 381 a la 494, última
del volumen, es decir más del 20% de sus páginas. Una colección de referencias
que, todas hechas a publicaciones de libros y periódicos en inglés, son
perfectamente inútiles para el lector normal. Cierto que algunas contienen
algunas explicaciones adicionales a los datos comentados, pero no dejan de ser
plumas con que se adorna el autor.
Otro de los
groseros errores en que parece incurrir este libro es considerar únicamente
“ciudades” las que poseen cierta entidad y volumen. Que la han adquirido o que
la van perdiendo. Con ello obvia la alusión a lo que pudiéramos llamar ciudad
media. Sus referencias se centran en ciudades concretas: Nueva York, París,
Londres, Singapur, Bombay y Bangalore. Estas como ejemplos de crecimiento;
junto a ellas Detroit ocupa el repetido ejemplo de la ciudad en decadencia.
Pero ¿Qué es una ciudad? ¿Cómo puede distinguirse de un área metropolitana?
¿Por qué henos de considerar “ciudades” a las que en el Renacimiento renovaron
las ideas con una población hoy risible? París tenía 20.000 habitantes en 1500;
80.000, Florencia antes de Peste Negra de 1348; Londres tenía 50.000 en 1530.
Digamos que
Glaeser es un entusiasta de la “ciudad”; basta verlo en al subtítulo de su
libro. ¿Debemos creerlo? Evidentemente sì, ñor las manifestaciones en las que
confiesa “su pasión por el mundo urbano”. Esta pasión “ha tenido una
base en teorías y datos económicos, pero también me ha llevado a recorrer las
calles de Moscú, Sao Paulo y Bombay, así como para investigar la historia de
bulliciosas metrópolis y la historia cotidiana de quienes viven y trabajan en
ellas”. Bueno, algo exageradillo es ¿o no? Pero aclara las dos fuentes
empleadas para confeccionar el libro: una, los viajes realizados a determinadas
ciudades (demasiado concretas). Otra, la investigación histórica y la de la
vida cotidiana de los habitantes (demasiado limitada a la consulta y comentarios
de estadísticas).
Para él la esencia
de la ciudad es permitir el contacto real entre las personas, con la
consiguiente circulación de ideas (usted a lo mejor creía que las grandes urbes
separaban las personas, pero pienso que no estaba equivocado; son ellas y no
los centros de trabajo los que unen). Como aspecto negativo, su atractivo para
las clases pobres que afluyen a las ciudades. “Es difícil no reparar en los
costes de concentrar la miseria”. Y ya en el terreno económico la distribución
de costes fijos hace no solamente posible la victoria sobre el delito y la
enfermedad, sino la aparición de la ciudad productiva y de placer. O sea, la ciudad
de consumo.
Curiosamente
concluye con críticas a ecologistas o defensores del automóvil, defendiendo la
concentración en las ciudades como fórmula ideal. Y termina con una frase
desconcertante: “hemos de liberarnos de nuestra tendencia a ver en las
ciudades ante todo sus edificios, y recordar que la ciudad verdadera está hecha
de carne, no de hormigón”. Uno piensa que hasta un pequeño villorrio está
hecho de carne. Pero las contradicciones del libro son frecuentes.
Precisamente el
libro comienza en a preguntarse por qué decaen ciertas ciudades. El gran
ejemplo es Detroit, pero también se habla de otras ciudades tanto americanas
como Búffalo, Cleveland, Nueva Orleans, Pittsburg y Saint Louis (que han perdido
más de la mitad de la población desde 1950) a extranjeras como Liverpool,
Glasgow, Rotterdam, Bremen y Vilna. Y, sin saber mucho por qué, y separadamente,
Bilbao (su fuente: la Enciclopedia Británica). Su cita es clara: “Detroit
perdió más de un millón de habitantes, el 58% de su población. En la actualidad,
un terco de sus habitantes vive en la miseria”. La causa de ese “cinturón de
óxido” que ahora se contempla la va a encontrar Glaeser en la desaparición de las
grandes estructuras empresariales creadas, como típicamente sucedió en Detroit
con la industria automovilística. Good bye Mr. Ford. Y añade: “La era de la
ciudad industrial ha terminado, al menos en Occidente”.
Añade otro
hecho: la importancia y fortaleza de los sindicatos en estas ciudades
industriales. Y pasa a afirmar que “los disturbios son un ejemplo de la
actividad colectiva posibilitada por las ciudades”. Y aunque en el libro se
busca la razón de la decadencia en factores económicos (Nueva York se recupera
al centrarse en las finanzas), no deja de ocultar la importancia de los errores
legislativos. Al paso: son excesivas quizás las referencias a las políticas
norteamericanas, normalmente desconocidas para el lector español. Historias de
gobernadores y alcaldes y de sus ideas, de las que apenas se extraen
conclusiones concretas.
¿Por qué unas
ciudades crecen y otras no? La contestación inicial es la situación. Otra es la
industrialización, especialmente la diversificada. Al final todo se resuelve en
la atracción que una determinada ciudad ejerce sobre las personas que acuden a
vivir a ella. Atracción por las ventajas que ofrece, singularmente el trabajo a
través del empleo. Las comodidades y las necesidades como son específicamente
la educación (formación) y la salubridad (sanidad). Aquí el autor se mete en
una serie de disquisiciones sobre estos temas, que aparecen tan opinables como
lejanas del objetivo del libro.
Junto a estas
razones de migración que podríamos llamar positivas, se alzan las negativas,
singularmente la huida del campo, de la pobreza y la dureza del mundo rural. Con
la pobreza hemos topado, porque a continuación descubre que también hay pobreza
en las ciudades. Pero ahora distingue ricos y pobres, enfrentando ambas categorías,
De ahí, salta a resaltar la diferencia étnica, especialmente la que existe
entre negros y blancos (aunque no falte la alusión a la crecientemente asiática
Vancouver).
Hay más ventajas
en las ciudades. Son además centros de preocupación artística y de buen comer.
Sorprende que en el libro se trate de evidenciar esto con dos ciudades
europeas. Londres pasará a ser ejemplo de actividad artística, lo que pretende
justificar con unas cuantas referencias. París, por su parte, representará en el
buen comer, que paradójicamente basará en el nivel del consumo que permitirá
reducir costes.
Excediendo de lo
que pudiera ser objetivo del libro, el autor se mete a proponer medidas para eliminar
las áreas de pobreza que se aprecian en las ciudades. De nuevo formación y
sanidad pasarán a primer plano, pero junto a ellas se analizarán cuestiones
como la delincuencia, la seguridad ciudadana, los transportes, el medio
ambiente, como no el cambio climático, la esperanza de vida, … Lamentablemente la mayor parte de sus
propuestas consisten en elevar o crear impuestos: la circulación se arregla con
un impuesto a los automóviles; la contaminación, con un impuesto al carbono; la
tendencia a dispersión, con la supresión de las deducciones de las deudas
hipotecarias… O con prohibiciones y sanciones o aumento de la existentes.
Glaeser, que
parece un asiduo lector del New York Times en su perfil actual, oscila entre
creer en el sector público (lo que solemos llamar Estado) como remediador de
todo y acusar a ese mismo sector de cometer errores que no hacen posible la consecución
de esa perfección ideal que busca.
La sección de
“agradecimientos” nos deja atónitos ante la cantidad de personas que han
financiado, corregido, colaborado, aportado ideas, sugiriendo orientaciones,
acompañándole en sus visitas otras ciudades... que ha participado en la redacción
y publicación de este libro. Obviamente tenía que salir de todo ello un
refrito. Por cierto: es en esos agradecimientos donde Glaeser indica cuál es
“la tesis central del libro” que no es otra que afirmar “la facilidad con la
que las ideas se difunden en un ambiente denso”. ¿Las ideas buenas y las malas?
¿Qué grado de densidad se requiere? ¿No supone una nueva forma de densidad las
redes sociales de reciente irrupción?
Como al
principio se indicaba, el título no se corresponde con el contenido de libro.
Las ciudades triunfan o fracasan, por lo que no se puede hablar del triunfo de
las ciudades. No son tampoco nuestra creación, sino resultado de nuestros
actos, unas veces para bien y otras para mal. Ni nos hacen “más ricos, más
inteligentes, más ecológicos, más sanos y más felices”. La ciudad es sólo el
más universal de los muchos escenarios en que pueden producirse esos hechos.
Vaya por
delante la subjetividad de mis opiniones, pero debo advertir que el libro me ha
aburrido y no me aportado ninguna idea que merezca la categoría de tal. Avisado
queda el que pueda coincidir con mi criterio.
“El
triunfo de las ciudades. Cómo nuestra mejor creación nos hace más ricos, más
inteligentes, más ecológicos, más sanos y más felices” (495 págs.) es un libro
escrito por Edward Glaeser en 2011 y reimpreso en ERapña por Tautus, en uniòn
con Penguin House, en 2018.
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