sábado, 23 de septiembre de 2017

Paul Preston : Las tres Españas del 36





Vaya por delante que Paul Preston es un mal historiador. Tanto por el hecho de su declarado partidismo, como por abusar de la cita de puras anécdotas. González Cuevas en www.nodulo.org ha hablado largamente de “la extraordinaria pobreza intelectual y metodológica de la obra histórica de Paul Preston”. Claro que también podemos citar a Miradiellos cuando habla de “el más fecundo y original de los historiadores hispanistas británicos contemporáneos”. Agreguemos que la originalidad no parece ser una virtud del historiador.
Si Clausewitz decía que “la guerra es la continuación de la política con otros medios”, podemos añadir que la historia es con frecuencia la continuación de una guerra con otros medios. La famosa Ley de Memoria Histórica de 2007 es buena prueba de ello: su promulgación fue simplemente la declaración de hostilidades de esa nueva y peculiar guerra que día a día padecemos. En ese campo de la historia, Paul Preston es declaradamente beligerante.
Hay que explicar que es eso de las tres Españas. A las clásicas (que no define porque no hace falta) añade una tercera, la de aquellos que se quedaron en medio, entre Pinto y Valdemoro. Pero no habla como representante de esa España, por ejemplo, de un Ortega y Gasset, sino de Indalecio Prieto.
Pero hablar de esa tercera España se hace de forma inconcreta. Esa tercera España sería quizá la que se sitúa en posiciones próximas al centro, pero que al hacerlo olvida el entorno de una guerra civil. Es lo que le pasa a Preston: no repara en que está ante una guerra civil y que, al desconocerlo, no entiende casi nada. A un historiador se le puede perdonar casi todo, pero nunca ni el partidismo ni la ignorancia.
Para colmo en la contraportada del libro se cita a Luis María Ansón: “Paul Preston es un historiador que se distingue por el rigor científico de sus trabajos y por un permanente esfuerzo de objetividad”. Como estas notas se refieren al libro de Preston, nos ahorramos el hablar de la levedad de Ansón.







Abre su barraca de ferias con Francisco Franco, una auténtica bestia negra para Preston. Mas que un análisis de su personalidad (que intenta serlo) es un rosario de anécdotas contempladas todas desde un punto de vista negativo. Destaca lo que podían ser virtudes, pero lo hace para evidenciar su mal uso. Como tales sobresale la maniobrabilidad política, aunque utilizada hacia el usar y tirar de los políticos de que se rodeaba. Llama la atención el que le acuse de pretender saber de economía, cuando la realidad es que confió esas labores a técnicos. Le pinta como una persona que ocultó siempre sus sentimientos, fingió una vida ascética, vivió en la total incultura, utilizó a la Iglesia católica, coqueteó con Hitler, y mató y encarceló sin el menor remordimiento, disfrutando incluso.
Bueno, ya conocemos a Preston. Lo que sucede es que se pasa varios pueblos hasta vérsele el plumero a simpe vista. Francisco Franco podrá ser juzgado dentro de un tiempo, cuando se aplaquen las presiones y pasiones existentes sobre su figura. Pero Preston nunca será el historiador que pueda hacerlo porque tiene cierto plomo en las alas.
Sigue en su animalario José Millán Astray, fundador de la Legión y “novio de la muerte”. Su historia aparece sobrepasada por el sinnúmero de anécdotas que sobre él cuenta Preston, quien muestra, por una parte, su afán de hacerle uña y carne con Franco, especialmente al referise a hechos a los que aplica los más terribles adjetivos y en otra contrapone radicalmente sus temperamentos: exaltación y temeridad con miedo en Millán Astray; frialdad y ausencia total de miedo en Franco. Lo que no parece tener duda es que Millán Astray era un claro ciclotímico, que pasaba con extraordinaria rapidez de la exaltación a la búsqueda de la conciliación. Unáse a esto su capacidad de comunicación y el uso desmedido que hizo de la idea de la muerte. Pero Preston no atiende a la idea de liderazgo que siempre persiguió y logró en muchas ocasiones.
Una de las anécdotas en la que más se extiende el libro es aquella en que MiIlán Astray lanzó el famoso grito de “Muera la inteligencia” con el que contestó a Unamuno en octubre de 1936 y en Salamanca. Preston cita entrecomilladas las respectivas intervenciones. Hoy, en la España de 2017, sorprende que Unamuno dijera: “Se ha hablado también de catalanes y vascos, llamándolos anti-España; pues bien, con la misma razón pueden ellos decir otro tanto”. Millán Astray contesta: “¡Cataluña y el País Vasco, el País Vasco y Cataluña, son dos cánceres en el cuerpo de la nación”. Son palabras, unas y otras, que más de 80 años más tarde seguimos oyendo.

Con José Antonio Primo de Rivera tiene cierta piedad. No pasa de tildarle de señorito acuciado por el afán de lavar la imagen de su padre. Duda entre calificarle de monstruo que provoca muertes o de persona educada y culta que mantiene un combate de caballeros y que tiene ciertas aproximaciones al fascismo. Atribuye a Franco el hecho de haber aprovechado los mimbres fundamentales de su doctrina falangista para, debidamente edulcorados, dotar de un espíritu al levantamiento nacional. El capítulo que le dedica lo titula “El héroe ausente”.
Pasan a continuación por la pasarela Pilar Primo de Rivera y Salvador de Madariaga. La primera parece estar aun en uno de los bandos tradicionales. Aparece retratada como persona que mezcla la realización de actividades sociales que desembocaron en la creación de la Seccción Femenina, con los esfuerzos por mantener viva la doctrina de su hermano José Antonio. A Preston se le va el tema porque, más que prestar atención a Pilar Primo de Rivera, se entretiene en las luchas por la sucesión en la jefatura de la Falange. Apenas nos deja la idea de una persona acomplejada por la imagen de su padre que la aleja del contacto con el otro sexo.
No sale mejor parado Salvador de Madariaga que, al final, aparece como un burócrata carente de aciertos políticos, pero políglota y refinado. Le adscribe a esa vaga intelectualidad que adornó los primeros tiempos de la república, pero le niega el acierto y la sabiduría política. Al final le sitúa como una especie de correveidile en la Sociedad de Naciones primero y, después, de un “buenista” organizador del famoso contubernio de Munich. Una persona que no se enteró realmente de la existencia de una guerra civil y que, consecuentemente, pretendió llegar a soluciones pactadas, soñando en los acuerdos Franco-Prieto, por ejemplo. Algo curioso es que Preston le atribuye el ser autor de la “democracia orgánica”, idea luego raptada por Franco.

Llega a la escena Julián Besteiro. Aquí Preston hace una incursión más profunda en su personalidad. Destaca su progresiva moderación que le enfrentó al propio PSOE y le acusa de vanidad y de encubrir su susceptibilidad y mal genio bajo la apariencia de su mansedumbre externa. El libro acumula las críticas que le dirigieron Azaña, Largo Caballero o Prieto. Descubre su oposición al golpe de 1934, su silencio a partir del inicio de la guerra y sus intentos de pacificación. Como dice Preston “su postura como silencioso pero crítico espectador del gobierno republicano desconcertó a muchos socialistas”. Terminó participando en el gobierno rebelde de Casado, movido por su creciente anticomunismo, mostrando una actitud de dignidad hasta su muerte por enfermedad en 1940, encarcelado y condenado a cadena perpetua, que Preston critica veladamente. Su tragedia, afirma, fue confiar en su verdugo, Franco. Así deforma la realidad de la actuación de Besteiro, moderador siempre de las corrientes izquierdistas.
Ahora sube a la escena Manuel Azaña. Se nos presenta en un doble papel; por el lado, el intelectual que siempre quiso estar apartado con sus libros; por otro, el político aferrado al poder que nunca dimite. En sus proyectos de reforma entran tanto la del ejército como la de la educación y lo religioso, reflejo de sus opiniones sobre la religión sensibles ya en su obra “El Jardín de los frailes”. Azaña era un político sin partido (aunque presidiera uno de escasa entidad) y eso le hace brujulear por el inhóspito terreno de la política. ¿Estuvo realmente en una “jaula dorada” como proclama el título del capítulo dedicado a él? ¿O disfrutaba en la jaula de la que no quiso salir con su dimisión? ¿Era soberbia o masoquismo? A veces Azaña recuerda la famosa expresión “ni una mala palabra, ni una buena acción”, pero la realidad es que tuvo buenas y malas palabras, más fingidas las primeras que las segundas y que tuvo también buena y malas acciones.
 A Preston le recuerda en ocasiones al aprendiz de brujo. Le produjo una gran depresión la guerra civil y, como buen intelectual, nunca creyó en la victoria del bando que nunca abandonó. Contempló horrorizado la quema de conventos o la distribución de armas ente las masas, pero eso no obsta para que Preston afirme que su mayor triunfo fue la victoria del llamado Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, al conseguir la alianza entre las izquierdas y los republicanos. En todo caso, la figura de Azaña aparece un tanto desdibujada. No basta la relación de sus actuaciones, como no basta tampoco la lectura de sus libros y memorias.
Ya en la izquierda, pero pintándole como “tercera España”, aparece Indalecio Prieto, “don Inda” como le llama en alguna ocasión. Trabajador incansable y político de raza son aspectos que parecen bastar para conocer su perfil humano. Lo demás son anécdotas y pasajes de la política española. Al parecer le incluye en esa categoría por la simple razón de buscar, cuando vio la guerra perdida, algún intento de mediación.
La última presentación del peculiar bestiario de Preston es Dolores Ibarruri, la famosa “Pasionaria”. Aquí todo son elogios del autor y descripciones encendidas de sus admiradores de la época. Sin embargo, más allá de eso, lo que nos deja de entrever es una persona siempre vestida de negro y en perpetua escena, que abandona sus hijos y abomina de su primer marido. Nos ofrece la imagen de una pionera feminista que al mismo tiempo busca incansablemente amantes. Su amor inquebrantable al partido y la URSS la hizo apoyar el pacto de la URSS con la Alemania nazi. Abandonó España para sufrir 40 años de exilio en la URSS donde, con el paso del tiempo y el cambio de circunstancias históricas, su luz, su influencia y su imagen se fue debilitando hasta casi extinguirse. Preston en la última línea que dedica a su figura la alaba por “mantener vivo el espíritu de lucha por la democracia en España”, lo que revela el peculiar concepto que de la democracia tiene Preston. Presidió interinamente las Cortes españolas, pero por edad.


El libro “Las tres Españas del 36” (509 págs.) fue escrito por de Paul Preston en 1998 y ha sido editado en la colección ”DeBolsillo” (de grupo editorial Random House Penguin), datando de 2017 la segunda reimpresión en el formato de libro de bolsillo, que es la comentada.

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