Al autor,
Roberto Brasero, le vemos casi a diario en la televisión. Es uno de los “hombres
del tiempo” que nos dicen lo que se nos viene encima. Y no es otra cosa la que
pretende decirnos con este libro, salvo que en lugar de referirse al “tiempo”,
se refiere al “clima”, cosas que nos enseña a distinguir, muy próxima a lo
diario la primera, y muy expandida en el tiempo la segunda. Lo pasajero y lo
duradero, en suma.
El libro, que
se lee con facilidad y en el que el autor se ayuda con recuerdos y dichos, está
dividido en tres partes, muy distintas entre sí.
La primera de
las partes es quizá la más atractiva. Como es inevitable en tantos campos, se
ve obligado a hundirse en el tiempo. Utiliza la abreviación “Ma” para referirse
a un millón de años, cosa que es de agradecer. La sorpresa es no tanto el
periodo en el que la tierra era casi una bola de fuego, como su alternativa
rara vez imaginada, cuando era una esfera blanca, cubierta por entero de hielo
(un “snowball” según los ingleses). Pero ya teníamos agua, por lo menos. Y
antes, claro, había aparecido el oxígeno, algo que los restantes planetas
parece que no han sabido crear.
Ya nos damos
por instruidos de que el clima cambia de manera incansable. La tierra se
calienta y se enfría una y otra vez y en mayor o menor medida. Y Brasero nos
explicará la razón, que no es otra que el famoso efecto invernadero, por el que
la tierra retiene parte de la energía recibida del sol. De no hacerlo, la tierra
en lugar de mantenerse en unos 15º de temperatura media (que son los
disfrutamos y hacen posible la vida) vería esa media reducida a unos
insoportables -18º grados.
Nos sumergimos ―o
nos sumerge―
en las eras geológicas: Paleozoico, Mesozoico y el Cenozoico en que vivimos
desde hace 542 Ma. Por delante están los eones y por detrás los periodos y las
épocas. O sea, un jaleo. Tras una explosión de la vida al final del Paleozoico
(que se conoce como la “explosión cámbrica”, el Mesozoico termina con la
desaparición de los dinosaurios que vivían contentos y felices en un ambiente
repleto de CO₂ con unos índices mayores en más de diez veces a los actuales.
Nosotros
estamos en el último periodo (el Cenozoico) del último eón (el Fanerozoico). Y
dentro de él, en la última época (la Holocena) del último periodo (el
Cuaternario). Al final del Terciario, hace 5.3 Ma, aparecen los primeros homínidos
en el Plioceno. Al iniciarse el Cuaternario y en el Pleistoceno aparece con
claridad la especie humana. Como nos dice Brasero, en un símil, “estamos
en el salón del apartamento C del cuarto piso”. Termina la Edad del Hielo y
sobrevive el homo sapiens. El clima mostrará a partir de entonces una sucesión
más o menos regular de climas cálidos y fríos, pero regular y dentro de un
orden. Más tarde comienza la Historia, pero antes el clima dejará huellas que
ahora permiten conocer el pasado de la tierra.
Roberto
Brasero nos ofrece continuamente observaciones que sorprenden. ¿Habíamos
pensado alguna vez en la aparición de las flores, por ejemplo? En cualquier
caso, de la lectura de esta primera parte obtenemos tres impresiones. La
primera es el pequeño lugar en la historia del mundo en que vivimos en la
actualidad, algo patente también en tantos terrenos científicos, biológicos o
no. La segunda, que desde hace muchos millones de años el clima cambia
continuamente por causas que no son siempre las mismas, aunque es en cambio se
produzca en lapsos temporales que nos son difíciles de concebir. La tercera,
que debemos al efecto invernadero el poder vivir.
La segunda
parte del libro tiene un tono totalmente diferente. Es la parte más instructiva
quizá. Brasero evidenciará cómo el cambio climático ha sido “la influencia
silenciosa” que ha generado o potenciado muchos hechos históricos. Indica como
el deshielo de los polos hizo posible las migraciones, al poderse pasar a pie
enjuto de un continente a otro, por ejemplo. O cómo la difusión de las ideas
griegas y el poderío de Roma tuvieron el viento a favor de un clima favorable.
Sorprende
el esquema de la evolución del clima en la Edad Medida, con tres periodos de frío,
calor y frío. Pro claro, todo es relativo, porque cuando en Inglaterra hace frío,
en España hace algo de fresco. Aquí ya el libro comienza a establecer una relación
entre el clima y la alimentación, en la que insistirá una y otra vez. Reinante
una agricultura de subsistencia y escasos recursos, los cambios climáticos
generaban hambrunas y debilitaban a la población para hacerla presa fácil de la
peste, con las subsiguientes desplazamientos migratorios e invasiones.
Las
lluvias y los ríos reclaman también su atención. Algo curioso: ¿Por qué en
España hay tantos grandes puentes sobre pequeños ríos? Es algo en lo que uno no
ha reparado nunca.
La tercera
parte del libro se titula “La influencia humana” y es la más conflictiva y
proclive a la beligerancia. Es necesario enfrentarse al famoso problema del
cambio climático. Y, especialmente, al origen humano de sus causas, su
antropogenia. Brasero tres a colación unos cuántos recuerdos de su juventud. Yo
voy a agregar otro, más antiguo por ser yo más viejo. Había en Burgos un jesuíta,
el padre Calzada, que repetía al caer en otoño las primeras nieves: “hoy nieva,
mañana hiela, vuelve a nevar, vuelve a helar… y así tenemos nieve hasta mayo”.
Este invierno, de 2016 a 2017, no consta que hubiera en Burgos ninguna nevada
que mereciera ese nombre.
En honor
del autor, hay que destacar que muestra una neutralidad encomiable. No oculta
que hay quienes de entrada niegan el cambio climático. Dentro de quienes lo
hacen, hay que distinguir los que creen en la influencia humana y los que la
que ignoran o minimizan. A su vez, dentro de los primeros se distinguen varias ramas
según se maximicen o no los efectos antropogénicos del cambio, o sea, los debidos
al hombre y culpa del mismo.
Llena las
páginas de esta tercera parte del libro el “IPPC”, el Panel Intergubernamental
de Expertos sobre el Cambio Climático, creado en Ginebra en 1988 bajo el
patrocinio de la ONU. Su creación fue precedida por el famoso “affaire” del
agujero de ozono. En una fecha no bien determinada se detectó un agujero en la
capa de ozono, situada sobre la Antártida. Rápidamente se llegó a la firma del
Convenio para la Protección de la capa de ozono de Viena, 1985 y en 1987, ya
inculpados los CFC (clorofluorcarbonos), al protocolo de Montreal que decretaba
su eliminación. Los Estados se comprometieron a combatir el uso de estos
productos; los fabricantes por su parte ya tenían pensado sustituirlos por
otros. El caso es que, de pronto, el agujero de ozono despareció. Se dijo que
iba despareciendo poco a poco merced a los esfuerzos de los Estados pero otras
noticias hablaban de una desaparición natural.
El hecho
es que el ”momio” para algunos del agujero de ozono desapareció, pero su puesto
fue ocupado por el IPPC que ―se tiene la sensación― ha ido monopolizando toda
la información existente sobre el cambio climático. A eso añade que el origen
humano del calentamiento por el aumento de CO₂ debido a la acción humana ha
desplazado al atribuible a causas naturales. Muchos datos parecen sugerir el
nacimiento de una casta de científicos dispuestos a mantener esa tesis o la
existencia de grupos de presión que defienden las llamadas energías renovables.
Silencio sobre la energía atómica. Añadamos que es algo que se teñido de
política, nacional e internacional.
El hecho
cierto es que hay defensores y detractores de esa tesis. Por eso, lleno de razón,
Brasero nos dice “Por eso, lo que debería ser un asunto
de ciencia se ha trasladado al terreno de la fe: o te lo crees o no te lo crees”. Uno es
de los segundos: cuando vea que el hombre puede actuar sobre la naturaleza,
haciendo que llueva o deje de llover, disolviendo los huracanes, gobernando las
placas tectónicas, o desviando los vientos, se planteará si creer en la teoría
antropogénica del calentamiento global. Quizá si fuera un miembro del IPCC y
viviera del temor de la gente no pensaría así. Pero mientras tanto uno se ve y
ve a la humanidad de la que forma parte como algo pequeñito, un milagro de la
vida en el marco implacable de la naturaleza.
Al final
del libro, Roberto Brasero, tras señalar las posibles consecuencias del
calentamiento global apunta las que ya son realidad, exista o no: el aumento de
los precios de las verduras y de la luz. Y señala, tras indicar que se atribuye
ese incremento al cambio climático, que “toda la culpa, pues,
no la tiene el clima”. Culpa del aumento de precios, claro.
Según
estimaciones de la Comisión Europea, para que los sistemas de energía y
transporte de la UE sean “bajos en carbono” serían necesarias inversiones, públicas
y privadas adicionales por valor de 270.000 millones de euros anuales durante
los próximos 40 años (datos de la Agencia Europa de Medio Ambiente en artículo publicado
el 8/10/2915, modificado el 8/5/2017).
Resumiendo,
un libro ameno aunque de cuando en cuando descienda a los datos desnudos donde
el entretenimiento es imposible. Y un libro donde uno aprende muchas cosas y en
el que se tiene la sensación de no le tratan de vender opiniones por verdades.
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