jueves, 8 de junio de 2017

Ian Gibson. “La noche en que mataron a Calvo Sotelo”




Debo confesar que tengo cierta debilidad por lo que se refiere, no tanto a la guerra civil española, como a los preludios de la misma. Es quizá un intento de llegar a conocer que extraño caldo de cultivo se había creado para dar a luz un escenario bélico, hecho en unos años sobre los que se pretende una memoria histórica que sustituya a la amnesia histórica que aquellos acontecimientos se merecen.
Este es un libro antiguo que data de 1982, aunque sea ahora reeditado en 2016. Ian Gibson es un viejo conocido, irlandés y español desde 1984. Ligeramente escorado hacia la izquierda, fue candidato independiente en las listas del PSOE para elecciones municipales y no oculta su animadversión hacia la derecha. Ya se sabe: la cultura es de izquierdas.
Cuando uno era pequeño oía hablar de Calvo Sotelo, pero siempre con cierta lejanía y distanciamiento. Era el “protomártir”, pero no dejaba de ser una figura monárquica que desentonaba de las ideas imperantes en aquellos años 40 y 50. Su relevancia se situaba exclusivamente sobre la importancia que su muerte había tenido para el Alzamiento. Y eso justamente es lo que mueve a Ian Gibson para escribir este libro.
Hay varios aspectos notables en la historia que Gibson cuenta, apoyada sobre todo en declaraciones de algunos supervivientes y en escasos textos directamente relacionados con esa muerte. Uno de ellos es la forma en que refleja el clima reinante en las calles aquellos días que, tras las elecciones de febrero, está al frente del gobierno Portela Valladares y es jefe del Estado Martínez Barrios. Las armas ya están en las calles y los atentados y las respuestas violentas son constantes. Para Gibson, un resultado de esos juegos de guerra fue la muerte de Calvo Sotelo por personas mandadas por el guardia de asalto Fernando Condés, un cuerpo en el que la república transformó en 1932 parte de los Cuerpos de Seguridad, creados a su vez por Miguel Maura desgajándolo de la Guardia Civil a la que se reservaba el tradicional entorno rural. Como anécdota (no citada por Gibson) puede indicarse que el general Muñoz Grandes fue el primer jefe del cuerpo.
Podemos estimar que la finalidad de la obra de Gibson está dirigida a probar que la muerte de Calvo Sotelo no fue en modo alguno un crimen de Estado. Para Gibson fue solo una venganza por la muerte de José Castillo, teniente de la Guardia de Asalto, llevada a cabo por componentes del cuartel de Pontejos y militantes socialistas de “la motorizada”, una especie de milicia socialista a la que Castillo pertenecía como instructor. En dicho cuartel se reunieron guardias de asalto y socialistas la noche en que se velaba el cadáver de José Castillo en el Ministerio de la Gobernación.
¿Quién había matado a tiros a José Castillo? Gibson señala a sectores carlistas, mientras que Paul Preston y Gabriel Jackson apuntan a los falangistas.

Vamos a referirnos ahora a lo anecdótico origen de toda la historia. Pudieron haber sido estos incidentes u otros; el choque de trenes era ya inevitable. Hay que remontarse al desfile que conmemoraba el quinto aniversario de la creación de la segunda república, es decir, al 14 de abril de 1936. Llovía y las juventudes socialistas suponían la mayor parte del público. Un falangista llamado Isidoro Ojea, cocinero y asesinado al poco de iniciarse la guerra civil, tuvo la idea de hacer estallar una traca que la gente tomó por el ruido de una ametralladora. Restablecida la calma, se oyeron poco después unos tiros que dieron lugar a un enfrentamiento del que resultaron varios muertos, entre los cuales figuraba Anastasio de los Reyes, un guardia civil vestido de paisano y al parecer sin ideas políticas definidas. A diferencia de otros historiadores, Gibson, tras escuchar a su hijo, se inclina por estimar que no se sabe aún quienes lo mataron. En cualquier caso, gente de derechas lo imputó a gente de izquierdas, ya que el incidente se produjo cuando ésta comenzó a increpar a la guardia civil, a la que odiaba por su intervención en la represión del golpe de 1934.
La esquela fue publicada en ABC aunque con la previa censura del gobierno.  Calvo Sotelo protestó de este hecho en las Cortes. El entierro fue muy conflictivo. Hubo disparos y uno de los muertos fue Andrés Sáenz de Heredia, primo de Jose Antonio. Aunque, como dice Gibson, no hay pruebas de que el teniente Castillo fuera el autor de la muerte, sí que participó activamente en la reyerta y fue culpado por los falangistas. Y fue el que, al mando de tres camiones de guardias de asalto se interpuso en la plaza de Manuel Becerra ante manifestantes procedentes del entierro. Castillo realizó disparos contra la ellos y, en definitiva, quedó marcado y amenazado de muerte poco después.
Efectivamente, pocos días después, Castillo era asesinado en la calle. Su muerte provocó la inmediata reacción en el cuartel de Montejos. Y en la noche varias personas armadas salieron de allí en busca de venganza en un vehículo de los guardias de asalto. Iban en la camioneta número 17 diez o doce guardias de asalto y cuatro jóvenes socialistas. Como jefe del grupo iba el capitán de la Guardia Civil Fernando Condés. Fracasaron cuando intentaron hacerse con Goicoecha y Gil Robles al no encontrarse en sus domicilios, aunque Gibson expone el testimonio de una persona que manifiesta que fueron directamente a Velázquez 89, domicilio de Calvo Sotelo. Tras recogerle, Gibson señala que “el autor material del asesinato fue “el pistolero” Luis Cuenca”, aunque dude ante la posible implicación de Condès y Luis de Rey”. Tanto Cuenca como Condés cayeron en ese mismo mes de julio en el frente de Somosierra.

La realidad es que entonces se produjeron dos fenómenos. Por un lado, el asesinato de Castillo provocó la unión de las fuerzas de izquierda, ya alentada por Indalecio Prieto frente a una sublevación que cada vez se percibía como más inminente. Y, por su parte, el asesinato de Calvo Sotelo provocó la unión de las fuerzas de derecha que veían inevitable la sublevación, una vez asesinado el jefe más destacado de las mismas, y temían, a su vez, una acción violenta de la izquierda para imponer la deseada dictadura del proletariado. Indalecio Prieto, la cabeza que representaba el ala más razonable del socialismo, frente a Largo Caballero, escribía, según reproduce Gibson lo siguiente: “Son tan profundas nuestras diferencias que no pueden estar juntos ni los vivos y los muertos”. Efectivamente, el gobierno evitó que fueran a un mismo depósito de cadáveres: Calvo Sotelo quedó en el depósito general y Castillo, en el del cementerio civil. Y como destacaba Prieto “El cadáver del señor Castillo estaba custodiado por guardias de Asalto. El del señor Calvo Sotelo, por guardias civiles. Al primero le rindió homenaje una gran masa proletaria. Al segundo le escoltó hasta la fosa una legión de señoritos”.
La guerra civil estaba servida.
Gibson narra también un incidente que suele ser desconocido. El 25 de julio varias personas irrumpen en el Tribunal Supremo y, en ausencia del juez y del secretario encargados del sumario, pidieron a Emilio Macarrón (que estaba cosiendo algunos documentos a los autos) consultar algunas diligencias. Ante su negativa, fundada en el secreto del sumario, los asaltantes se lo llevaron por las buenas. Nunca se volvió a ver. Gibson afirma que había averiguado que los desconocidos eran amigos socialistas de Condés y deseaban la desaparición de las pruebas que pudiera haber contra él. Textualmente afirma: “Al final de la guerra, pues, aquel crimen no había sido investigado a fondo. Tampoco lograron aclararlo los jueces de Franco.” Ni lo hace este libro, claro. Dejémoslo ya: de cómo explosionó la guerra civil sabemos ya lo suficiente.
Gibson ha sido criticado por prestar excesiva atención a manifestaciones y declaraciones contenidas de personas relacionadas con los protagonistas de la historia investigada. Este libro hace justicia a esas críticas.
Un libro que, además de ser de fácil lectura, proporciona una visión suficientemente caleidoscópica de lo sucedido. Refleja con claridad el clima de oposición derivado de las elecciones de febrero, aunque no con tanta claridad los propósitos últimos de los vencedores, es decir, de las izquierdas. Ofrece, aunque no muy equilibradamente, testimonios de lo sucedido en las Cortes. Su inclinación a la izquierda se observa igualmente en el tratamiento que da a los asesinos de una y otra parte, aunque escudándose en citas realizadas por personas próximas a ellas.
Su propósito era demostrar que no se trataba de un crimen de Estado, sino de una venganza vulgar. Y lo da por demostrado. Pero una cosa es el crimen de Estado y otras, el crimen asumido por el Estado. Hay algo que olvida en todo caso: en los servidores de la ley no hay sitio para la venganza.
En cualquier caso, se obtiene una visión más profunda (exacta es otra cosa) de los hechos que rodearon. Pero Gibson no es un historiador. Llega a periodista y, normalmente, al periodista se le nota el pelaje; y cuando no se le nota, se le sospecha. Ser hispanista, por otra parte, es otra cosa. Lo trataremos de explicar cuando nos encontremos algunos.

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