Debo confesar
que tengo cierta debilidad por lo que se refiere, no tanto a la guerra civil
española, como a los preludios de la misma. Es quizá un intento de llegar a
conocer que extraño caldo de cultivo se había creado para dar a luz un
escenario bélico, hecho en unos años sobre los que se pretende una memoria histórica
que sustituya a la amnesia histórica que aquellos acontecimientos se merecen.
Este es un
libro antiguo que data de 1982, aunque sea ahora reeditado en 2016. Ian Gibson
es un viejo conocido, irlandés y español desde 1984. Ligeramente escorado hacia
la izquierda, fue candidato independiente en las listas del PSOE para
elecciones municipales y no oculta su animadversión hacia la derecha. Ya se
sabe: la cultura es de izquierdas.
Cuando uno era
pequeño oía hablar de Calvo Sotelo, pero siempre con cierta lejanía y
distanciamiento. Era el “protomártir”, pero no dejaba de ser una figura
monárquica que desentonaba de las ideas imperantes en aquellos años 40 y 50. Su
relevancia se situaba exclusivamente sobre la importancia que su muerte había
tenido para el Alzamiento. Y eso justamente es lo que mueve a Ian Gibson para
escribir este libro.
Hay varios
aspectos notables en la historia que Gibson cuenta, apoyada sobre todo en
declaraciones de algunos supervivientes y en escasos textos directamente
relacionados con esa muerte. Uno de ellos es la forma en que refleja el clima
reinante en las calles aquellos días que, tras las elecciones de febrero, está
al frente del gobierno Portela Valladares y es jefe del Estado Martínez Barrios.
Las armas ya están en las calles y los atentados y las respuestas violentas son
constantes. Para Gibson, un resultado de esos juegos de guerra fue la muerte de
Calvo Sotelo por personas mandadas por el guardia de asalto Fernando Condés, un
cuerpo en el que la república transformó en 1932 parte de los Cuerpos de
Seguridad, creados a su vez por Miguel Maura desgajándolo de la Guardia Civil a la
que se reservaba el tradicional entorno rural. Como anécdota (no citada por
Gibson) puede indicarse que el general Muñoz Grandes fue el primer jefe del
cuerpo.
Podemos
estimar que la finalidad de la obra de Gibson está dirigida a probar que la
muerte de Calvo Sotelo no fue en modo alguno un crimen de Estado. Para Gibson
fue solo una venganza por la muerte de José Castillo, teniente de la Guardia de
Asalto, llevada a cabo por componentes del cuartel de Pontejos y militantes
socialistas de “la motorizada”, una especie de milicia socialista a la que
Castillo pertenecía como instructor. En dicho cuartel se reunieron guardias de
asalto y socialistas la noche en que se velaba el cadáver de José Castillo en
el Ministerio de la Gobernación.
¿Quién había
matado a tiros a José Castillo? Gibson señala a sectores carlistas, mientras
que Paul Preston y Gabriel Jackson apuntan a los falangistas.
Vamos a
referirnos ahora a lo anecdótico origen de toda la historia. Pudieron haber
sido estos incidentes u otros; el choque de trenes era ya inevitable. Hay que
remontarse al desfile que conmemoraba el quinto aniversario de la creación de
la segunda república, es decir, al 14 de abril de 1936. Llovía y las juventudes
socialistas suponían la mayor parte del público. Un falangista llamado Isidoro
Ojea, cocinero y asesinado al poco de iniciarse la guerra civil, tuvo la idea
de hacer estallar una traca que la gente tomó por el ruido de una
ametralladora. Restablecida la calma, se oyeron poco después unos tiros que
dieron lugar a un enfrentamiento del que resultaron varios muertos, entre los
cuales figuraba Anastasio de los Reyes, un guardia civil vestido de paisano y
al parecer sin ideas políticas definidas. A diferencia de otros historiadores,
Gibson, tras escuchar a su hijo, se inclina por estimar que no se sabe aún
quienes lo mataron. En cualquier caso, gente de derechas lo imputó a gente de
izquierdas, ya que el incidente se produjo cuando ésta comenzó a increpar a la
guardia civil, a la que odiaba por su intervención en la represión del golpe de
1934.
La esquela
fue publicada en ABC aunque con la previa censura del gobierno. Calvo Sotelo protestó de este hecho en las
Cortes. El entierro fue muy conflictivo. Hubo disparos y uno de los muertos fue
Andrés Sáenz de Heredia, primo de Jose Antonio. Aunque, como dice Gibson, no hay
pruebas de que el teniente Castillo fuera el autor de la muerte, sí que
participó activamente en la reyerta y fue culpado por los falangistas. Y fue el
que, al mando de tres camiones de guardias de asalto se interpuso en la plaza
de Manuel Becerra ante manifestantes procedentes del entierro. Castillo realizó
disparos contra la ellos y, en definitiva, quedó marcado y amenazado de muerte
poco después.
Efectivamente,
pocos días después, Castillo era asesinado en la calle. Su muerte provocó la
inmediata reacción en el cuartel de Montejos. Y en la noche varias personas
armadas salieron de allí en busca de venganza en un vehículo de los guardias de
asalto. Iban en la camioneta número 17 diez o doce guardias de asalto y cuatro
jóvenes socialistas. Como jefe del grupo iba el capitán de la Guardia Civil
Fernando Condés. Fracasaron cuando intentaron hacerse con Goicoecha y Gil
Robles al no encontrarse en sus domicilios, aunque Gibson expone el testimonio
de una persona que manifiesta que fueron directamente a Velázquez 89, domicilio
de Calvo Sotelo. Tras recogerle, Gibson señala que “el autor material del asesinato fue “el pistolero” Luis Cuenca”, aunque
dude ante la posible implicación de Condès y Luis de Rey”. Tanto Cuenca
como Condés cayeron en ese mismo mes de julio en el frente de Somosierra.
La
realidad es que entonces se produjeron dos fenómenos. Por un lado, el asesinato
de Castillo provocó la unión de las fuerzas de izquierda, ya alentada por
Indalecio Prieto frente a una sublevación que cada vez se percibía como más
inminente. Y, por su parte, el asesinato de Calvo Sotelo provocó la unión de
las fuerzas de derecha que veían inevitable la sublevación, una vez asesinado
el jefe más destacado de las mismas, y temían, a su vez, una acción violenta de
la izquierda para imponer la deseada dictadura del proletariado. Indalecio
Prieto, la cabeza que representaba el ala más razonable del socialismo, frente
a Largo Caballero, escribía, según reproduce Gibson lo siguiente: “Son tan profundas nuestras diferencias que
no pueden estar juntos ni los vivos y los muertos”. Efectivamente, el
gobierno evitó que fueran a un mismo depósito de cadáveres: Calvo Sotelo quedó
en el depósito general y Castillo, en el del cementerio civil. Y como destacaba
Prieto “El cadáver del señor Castillo estaba
custodiado por guardias de Asalto. El del señor Calvo Sotelo, por guardias
civiles. Al primero le rindió homenaje una gran masa proletaria. Al segundo le
escoltó hasta la fosa una legión de señoritos”.
La guerra
civil estaba servida.
Gibson
narra también un incidente que suele ser desconocido. El 25 de julio varias
personas irrumpen en el Tribunal Supremo y, en ausencia del juez y del
secretario encargados del sumario, pidieron a Emilio Macarrón (que estaba
cosiendo algunos documentos a los autos) consultar algunas diligencias. Ante su
negativa, fundada en el secreto del sumario, los asaltantes se lo llevaron por
las buenas. Nunca se volvió a ver. Gibson afirma que había averiguado que los
desconocidos eran amigos socialistas de Condés y deseaban la desaparición de
las pruebas que pudiera haber contra él. Textualmente afirma: “Al final de la guerra, pues, aquel crimen no
había sido investigado a fondo. Tampoco lograron aclararlo los jueces de Franco.”
Ni lo hace este libro, claro. Dejémoslo ya: de cómo explosionó la guerra civil
sabemos ya lo suficiente.
Gibson ha
sido criticado por prestar excesiva atención a manifestaciones y declaraciones
contenidas de personas relacionadas con los protagonistas de la historia
investigada. Este libro hace justicia a esas críticas.
Un libro
que, además de ser de fácil lectura, proporciona una visión suficientemente
caleidoscópica de lo sucedido. Refleja con claridad el clima de oposición derivado
de las elecciones de febrero, aunque no con tanta claridad los propósitos
últimos de los vencedores, es decir, de las izquierdas. Ofrece, aunque no muy
equilibradamente, testimonios de lo sucedido en las Cortes. Su inclinación a la
izquierda se observa igualmente en el tratamiento que da a los asesinos de una
y otra parte, aunque escudándose en citas realizadas por personas próximas a
ellas.
Su
propósito era demostrar que no se trataba de un crimen de Estado, sino de una
venganza vulgar. Y lo da por demostrado. Pero una cosa es el crimen de Estado y
otras, el crimen asumido por el Estado. Hay algo que olvida en todo caso: en
los servidores de la ley no hay sitio para la venganza.
En cualquier
caso, se obtiene una visión más profunda (exacta es otra cosa) de los hechos
que rodearon. Pero Gibson no es un historiador. Llega a periodista y,
normalmente, al periodista se le nota el pelaje; y cuando no se le nota, se le
sospecha. Ser hispanista, por otra parte, es otra cosa. Lo trataremos de
explicar cuando nos encontremos algunos.
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