Hans Küng
es suizo y sacerdote. Pero es más teólogo y prolífico autor de libros que otra
cosa. Maniobrero, culto, buscador de renombre, persistente… Su crítica (porque
su obra no merece otro calificativo) abarca siete papas, seis y medio contando
los 33 días de Juan Pablo I como medio y como enteros los de Pío XII, Juan
XIII, Pablo V, Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco I. Para Küng son:
Pacelli, Roncalli, Montini, Luciani, Woytila, Ratzinger y Bergoglio. Así les
vamos a tratar porque así son tratados.
Küng,
aparentemente, es más que otra cosa un teólogo travieso, pero su heterodoxia solía
ser en ocasiones muy soportable y además atractiva. No en balde no se le ha
negado nunca el derecho a seguir ejerciendo de sacerdote y durante mucho tiempo
fue algo así como un mimado de la Iglesia, una joven promesa. El choque de
trenes se produjo cuando empezó a negar la infalibilidad del papa. Eso quizá
hace más atractivo un libro dedicado a examinar el resultado de su experiencia
de haber convivido con siete papas o, mejor, con el estilo y las actuaciones de
siete papas.
¿Cómo Küng
no podía tener un toque de “progre”? Su problema es que sus contendientes son
los que él considera conservadores. Su segundo problema es que él, a su vez, será
considerado conservador. Uno se para y mira a su derecha y su izquierda. No va
a ver la derecha o la izquierda porque son simples conceptos. Uno verá
simplemente los que le llaman progre y los que le llaman fascista. Sumando unos
y otros podrá tener una cierta idea de donde está.
Comienza
por Pacelli. Presuntamente noble, arrogante, germanófilo… lo que se quiera. Lo
que mantiene Küng es que su decidido anticomunismo sobrepasaba su
antinacionalismo. A Pacelli le desbordaba su sentido de la diplomacia en la que
siempre había trabajado. De lo que afirma Küng lo que quizás conviene destacar
es la importancia que se concede a su supresión de la experiencia de los
sacerdotes obreros en Francia. De su implantación tuvimos conocimiento en
España; eran tiempos de utopía en la que alegremente participábamos. Solo hubo
cien sacerdotes obreros y aproximadamente la mitad no obedecieron la marcha
atrás de la experiencia. Tampoco fueron adelante. Pero Küng queda señalado como
enamorado de la utopía de que otros superamos. No hay milagros y eso
desconsuela a Küng.
En su
iter, deslumbra a continuación Roncalli, al que tan pronto ve como una estrella
rutilante, como a un pobre cura de pueblo, eso sí muy cercano a la gente,
aunque muy corto en teología. Roncalli incorporó a Küng a los trabajos del
Concilio que había convocado y, se quiera o no, Küng se lo agradece. Y le
marca.
Hagamos otro
alto en el camino: Küng se la tiene ya jurada a la curia. ¡Ay, la curia! ¿Qué
es? ¿Qué orientación tiene? ¿Quién la manda? La curia que ataca Küng responde
un tanto a la que tenemos todos de ella: un conjunto de prelados que luchan
entre ellos por el gobierno de la Iglesia y la definición de los credos. Pero
él es beligerante: quiere otra curia, es decir otra en la que gobiernen y
definan otros.
Y llega
Montini, al que ve reprimido, entristecido, inerme, oprimido por la curia. Que
agobiado por la amenaza comunista en Italia y Francia opta por un cierto
acercamiento a las corrientes de izquierda. Montini constituye una gran
esperanza para Küng, pero pronto destaca la forma en que le ahoga la curia.
Siempre su obsesión “romana”. Y Montini no solamente es vencido, sino que se
rinde según Küng. O sea, algo así como un traidor. Pero Küng, como reza el subtítulo
del libro, habla de sus experiencias. Y una de las más importantes es la de su
entrevista privada, de tres cuartos de hora, que tiene con Montini. Es
entonces, cuando el papa trata de volverle al redil, cuando nace en el teólogo
una idea curiosa del papado que le conduce a publicar el libro “¿Infalible?”
Küng, de
esa forma, va pretendiendo pronunciamientos que nazcan de abajo (el “abajo”,
por descontado, es él y sus seguidores). No se comprende muy bien por qué no
deja títere con cabeza en la curia y confía al mismo tiempo en los sínodos de
los obispos. La realidad es que Küng ha dejado ya de ser un cura teólogo y ha
pasado a ser un auténtico político de tintes populistas en el ámbito eclesial.
Hasta
cierto punto es un descanso el llegar a Juan Pablo I, Luciani. Pocos días y
poca huella para generar resentimientos y denunciar agravios. Pero Küng sigue incansable
y se enrolla con la temprana muerte del papa. Aunque afirme que no cree a los
miembros de la curia romana capaces de asesinarle, lo que dice parece sugerir
que esto es solo una opinión piadosa por su parte. No cree que sean capaces,
pero no afirma que no lo hayan sido, directa o indirectamente.
Todo esto prepara
el gran choque con Woytila, veinte siete años de pontificado. Pueden imaginarse
todos los calificativos despectivos, aunque nunca ordinarios, que se quiera; no
se llegará a cubrir el amplio espectro que nos ofrece Küng. Como siempre hay un
pequeño acto que desencadena su resentimiento. En este caso, parece ser la
manifestación privada de Woytila de que no le gustaba el libro que le había
mandado y titulado “¿Existe Dios?” Siguió
luego molestándole con artículos que criticaban su actuación y, claro, Woytila
se sintió molesto y acabo privándole de la licencia para enseñar teología católica.
Lo hacía en la Universidad de Tubinga, pero Küng se las arregló para seguir
haciéndolo.
Hay una
parte realmente sorprendente y hasta ridícula en su crítica: la equiparación de
Woytila y Reagan que le lleva a un auténtico paralelismo en la crítica. Y
aunque nos diga que fueron nefastos, para la Iglesia y para los Estados Unidos,
todo parece asegurar lo contrario. Para mayor paradoja, Küng se muestra
entusiasta de Carter. Ya estamos ante el paradigma del progre.
Hagamos
otro inciso para comentar el constante moverse por el mundo de Küng, las
conferencias, las maniobras, los mensajes. Hay un momento en el que cita en
apoyo de sus tesis su experiencia como confesor cuando era cura en Suiza. Hasta
allá tiene que remontarse. Estudió en la Universidad Pontificia Gregoriana de
Roma, obra de los jesuitas, de lo que puede provenir su animadversión al Opus
Dei y su defensa de los salidos de la Gregoriana. Quizá fue una desgracia para
él el haber sido nombrado a los 34 años teólogo conciliar por Roncalli, dándole
participación en el concilio Vaticano II, por el que profesa auténtica
admiración, pese a que realmente sólo nos proporcionó a las “ovejas” el cambio
del canto gregoriano por la triste guitarra y escasas cosas más.
Llega
Ratzinger. Antes de ser papa es un energúmeno abominable, más o menos. Cuando
es elegido, dice Küng que ante la noticia: “El
rostro se me puso ceniciento, me eché las manos a la cabeza, salté de la silla
y me fui hacia la puerta de la terraza”. No era de extrañar ya que antes
del conclave había dirigido una carta a los cardenales señalando las “directrices para la elección del nuevo papa”.
Y añade: “Por supuesto, he reflexionado a
fondo de forma autocrítica hasta que punto estoy yo legitimado, como teólogo
individual, a dirigir una carta a todo el colegio cardenalicio. Pero al fin y
al cabo he producido desde la década de 1960 una abarcadora obra teológica, de suerte
que, en especial para cuestiones de eclesiología, soy un acreditado
especialista”. Pura humildad. En todo caso parece que Küng tenía la costumbre
de escribir a todo el mundo y repartir sus libros a sabiendas de que molestaban.
Pero ¡oh prodigio!,
de pronto Ratzinger pasa a ser una figura venerable, digna de elogios: todo es
consecuencia de que Küng le haya pedido una entrevista, que ésta le fuera
concedida y que se hubiera celebrado mansamente tras excluir temas teologales y
ceñirse a los derivados de la ciencia y la paz, y se hubiera emitido un
comunicado conjunto. A partir de ese momento, el papa Ratzinger es una buena persona.
Eso sí, que continuamente indicará que se equivoca en el terreno ecuménico
(pasivo), pero tendrá la valentía de renunciar (activo).
Estamos de
buenas: el sucesor va a ser jesuita. Naturalmente, Küng escribe un artículo (en
España lo publica “El País”) en donde dice como debe ser el nuevo papa.
Desgraciadamente lo titula: “¿Una primavera vaticana?”. De primaveras ya
sabemos bastante. Bergoglio va a emular San Francisco de Asís y promete
humildad, misericordia, pobreza. Küng se extasía viendo que el nuevo papa firma
una nota de agradecimiento al envío de un par de libros con una “F” solamente. Napoleón
también terminó firmando con una “N”. Esto no es una crítica, sino una muestra
de la inanidad del éxtasis de Küng.
Por la
brevedad del pontificado transcurrido, son más las esperanzas puestas que las
realidades constatadas. No hay alusión al populismo sudamericano, ni a las
ásperas controversias sobre la comunicación de los divorciados nuevamente
casados (como si no lo pudieran hacer anónimamente en cualquier iglesia), ni al
afán de fotografías incluyendo los posados y muestras de humildad como la de
utilizar urinarios públicos. No hay tampoco alusión a las inmigraciones
masivas, ni condenas más allá que la de los concretos actos terroristas. Y aun
así puede pensar que cómo se han acordado de su madre matan. Muy en línea con
el “¿quién soy yo para juzgar?”, que todos agradeceríamos en caso de ser
cierto.
Küng
comenzó siendo el gran defensor del ecumenismo y el aggiornamento. Se concentró
en la defensa eclesial de los derechos humanos y en la ética mundial. Se erigió
en gran defensor de la mujer y del homosexual en la iglesia. Se abrumó más
tarde con la creciente secularización y la reducción de vocaciones, lo que
pensó en combatir desenterrando sus viejas ideas sobre el celibato. Dio
efectiva importancia a la píldora, sin constatar que hasta los católicos
practicantes la usaban. Ahora navega en un mundo ideal y vaporoso desconectado
de la realidad.
Uno tenía
una cierta admiración por Hans Küng. Se metía en terrenos pantanosos y acometía
temas más o menos vírgenes. Hacía frente a problemas que la Iglesia pretendía
desconoce. De pronto, es como si en este libro, escrito con la avanzada edad de
87 años, cayera una máscara y dejará ver un individuo resentido y ambicioso. No
es el teólogo ilustrado y ordenado que imaginábamos leyendo sus anteriores
libros, sino el teólogo que maniobra en la oscuridad buscando alianzas,
presiones, grupos de poder, medios económicos, influencia….
Sin
embargo, desvelados ya sus resentimientos y rencores, la relectura de sus anteriores
libros resulta más diáfana. Conocida la herida, podemos recrearnos en lo que no
es afectado por ella.
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