He llegado a
este libro oyendo en la radio comentarios del autor a los cambios profundos que
está padeciendo España (y el mundo, claro, aunque lo olvide habitualmente). El
cambio siempre produce cierto vértigo incluso cuando parezca positivo. Solo los
negados de la suerte lo aceptan, pero dudo que no sientan también ese vértigo,
aunque quede compensado con la esperanza de una mejora en el puro plano
personal. Todo es miedo y esperanza.
Fernando Ónega
es un periodista de 70 años, lo que le confiere ser poseedor de una experiencia
de la que legítimamente puede hacer gala. Es gallego, cosa que nunca debe
olvidarse. Políticamente parece que siempre ha aspirado a mostrarse como
centrado, aunque eso le sitúa en el peligro de caer en la famosa equidistancia.
Fue colaborador de Adolfo Suárez. Hasta el punto de que José Luis Barbería le
atribuye en el “País Semanal” la autoría de la famosa frase “puedo prometer y
prometo”. Hoy colabora en “La Vanguardia”, la catalana por cierto.
El libro se
estructura en tres partes. La primera es un espléndido repaso a la historia
política española desde la transición hasta el presente. Para quien ha vivido
esos años con uso de razón este tipo de exposiciones se agradece como una buena
ducha de la memoria. Son muchas las cosas que han pasado y que uno no recuerda
o que recuerda, pero sin haber reparado en su importancia. La historia de hoy
es producto de todos esos hechos que Ónega relata cuidadosamente. Aseadamente
sería quizá la mejor calificación aplicable. Y uno agradece que este repaso le
avive la memoria y la dé cuerpo y sentido.
En este blog se
está más a lo anecdótico y curioso que a la pura crítica de la forma y
contenido de los libros. En ese sentido sorprende que cuando Ónega repasa los
seis presidentes de gobierno que han ostentado ese cargo desde la transición,
tache a todos ellos de valientes. Cierto es que más adelante cambia el
calificativo de valentía por el de osadía. La realidad es que no todos esos
presidentes fueron valientes y, a veces, ni osados. Hicieron cosas notables,
pero no por valentía y convicción, sino por imperativo de las circunstancias,
obligados tantas veces por las presiones internacionales y nacionales que sin
duda padecieron. Pero calificar la entrada en la OTAN o la incorporación a
Europa de actos valientes parece un tanto exagerado. Ni fue un acto de valentía
la adopción de medidas drásticas ante la crisis por parte de Zapatero, ni
tampoco lo fue la oposición del PP.
La segunda
parte nos llega con el sugerente título de “Los puntos negros”. Y nos cuenta Ónega
que, a su juicio, son tres: la corrupción, la crisis económica y el
independentismo catalán. Aquí no parece que se pueda seguir hablando elogiosamente
a su narración, ya que no se encuentra lugar para el elogio ni en los análisis
realizados ni en las soluciones apuntadas.
Quizá la mayor
equivocación sea identificar como causa de los males a la Administración Púbica
y al Estado en general y, al mismo tiempo, confiar en ese mismo Estado para
llevar a cabo la corrección de esos males y concluir invocando una mayor
presencia de lo público. Algo que contradice su crítica a las cajas de ahorro,
por ejemplo, donde la huella y presencia de lo público era llamativa y
desoladora. Uno es más weberiano que keynesiano y cree que la principal tensión
existente en la sociedad no está entre lo público y lo privado, sino entre
quienes mandan y tienen poder y quienes no lo tienen. Para cuatro corruptos que
luchan por obtener riqueza, son miles los que luchan por el poder a secas. Con
la desvergüenza de Lenin, habría que preguntarse: ¿el poder para qué? En este
caso se sabe para qué.
Sorprende su obsesión
con el número de ricos y de pobres. No es de extrañar esa actitud ya que, hasta
la misma iglesia católica, con su papa al frente, concibe esos términos en
clave estructuralmente económica. A la desigualdad económica hay que darla su
verdadero valor: si llegase la total igualdad económica, apenas los individuos
hoy llamados pobres lo notarían durante un corto tiempo; luego serían más
pobres. Ellos y los demás. Insiste Ónega en la pérdida de salarios, patrimonio
y rentas, pero sorprende que no esperase eso tras la crisis de caballo sufrida
universalmente. Igualmente sorprende que se fije en el incremento del trabajo
cambiante cuando, tratándose de un libro que aborda el cambio de sociedad, no
repare que el trabajo de una vida en una sóla empresa que vivimos en tiempos ya
se ha acabado. Eso queda reservado a los funcionarios, en tanto no se cumpla la
orden constitucional de redactar y aprobar un Estatuto de los funcionarios.
Malo es también
que atribuya el cambio social al cambio político. La libertad sexual, la
familia uniparental, la decadencia de las tradiciones, la pérdida del sentido
religioso, la invasión de la relatividad… son todos fenómenos que se ha
producido casi al unísono (con ciertos retrasos en algún caso) en los países
occidentales. Y en ellos ni ha habido un franquismo previo, ni una transición
liberadora después.
Bastante lejano
aparentemente está el problema del catalanismo.
Da la sensación de que no en balde, Ónega es actualmente colaborador de
“La Vanguardia”. Se respira un usual apantallamiento del independentismo colocando
en primer término el que podíamos llamar “referendismo”. Olvidar que, más allá
de las leyes (que nunca deben ser olvidadas) el jardín es de todos. En
cualquier caso, Ónega cree y defiende la unidad de España. Pero, con tanto
federalismo y plurinacionalismo por medio, habría que preguntarle: ¿Y qué
entiende usted por unidad de España? Algo así como la pregunta que hizo Pachi
López a Pedro Sánchez en su debate a tres diciéndole que explicase qué entendía
él por nación. Ni siquiera nos hizo ese favor. También a Ónega, en algunas de
sus intervenciones radiofónicas, le gustaba formular sucesivas preguntas sin
darlas respuesta.
Queda la
tercera parte: aquella en que Ónega repasa los aspectos del cambio sufrido por
la sociedad. Nuevamente, la parte en que constata hechos resulta más valiosa
que aquélla en que se proponen soluciones o se explican los cambios. Los
cambios ocurren como llega la primavera. Suceden cosas y, de pronto, estamos ya
en primavera. Aunque al decir esto creo que estoy empleando un símil poco
afortunado: estamos cansados, aburridos de falsas primaveras: las árabes, las
vaticanistas, las bolivarianas…
El sexo en sus
dos aspectos fundamentales, la práctica y el simple género, parecen ser objeto
de especial atención. No obstante, parece excesivo afirmar que la libertad
sexual fue fruto de la democracia; quizá lo fue más de la píldora
anticonceptiva. Pero tanto al hablar de la homosexualidad (curiosamente, solo
de la masculina) y de los movimientos feministas (¿hay movimientos
masculinistas?) no parece destacarse lo que esos fenómenos tienen que ver con
la búsqueda del poder y la influencia. ¿Sugerir esto es ya machismo y homofobia? El hecho cierto es que se han creado al hilo
de todo eso demasiadas líneas rojas incompatibles con la libertad. Pocas ideas
hay tan siniestras como la de lo políticamente correcto. Sobre todo cuando no
se conoce (o se conoce) quién decide lo que políticamente es correcto.
Curiosamente
hay algo nuevo en la sociedad actual que parece que Ónega no destaca (o a uno
se le pasado): la continua presión del poder y los medios de comunicación en
convertir al individuo en un ser temeroso y tembloroso: cambios climáticos,
enfermedades extrañas, alimentos peligrosos, ondas electromagnéticas que
lesionan nuestro cerebro, epidemias, existencia de mafias, peligros de
secuestros exprés… Por descontado,
algunos de esos “cocodrilos” existen y están bajo nuestra cama: baste mencionar
el terrorismo, pero aun en este caso existe una cierta propensión en el manejo
de la información a aumentar el temor del individuo.
Como nunca se
puede ser juez y parte, cuando Ónega incide en el tema de la comunicación se
introduce en un avispero. Hay silencios personales e institucionales
inexplicables, que no vamos a intentar explicar por innecesario. Hay
interpretaciones que excusan a la “casta” periodística, como diría Podemos de
la no afecta, y que cargan las culpas a los medios sociales, aunque éstos
siempre se apoyen inicialmente en informaciones periodísticas. El autor aborda
el tema espinoso de la mentira.
Entrando ya en
lo anecdótico, es curioso que Ónega atribuya el triunfo de Trump en las
elecciones presidenciales de los EEUU a su utilización de las redes sociales.
Ahora resulta que no valen, ya que sólo se utilizan para para transmitir
mentiras. El ataque a Trump es absolutamente extemporáneo y manifiestamente
excesivo. Le acusa de ganar cuando de más de 150 los grandes medios periodísticos
de los EEUU (como en su libro se indica) únicamente uno le apoyaba. Que salgan
derrotados dichos medios ante unos mensajes un tanto superficiales y friquis es
ridículo. Pero Ónega lo cree. En todo caso y aquí mi pregunta. ¿Qué tiene que
ver Trump con” Qué nos ha pasado España”? ¿Alguien cree la contestará,
argumentando su invocación? En su libro escribió: “Se puede decir que las elecciones norteamericanas de 2016 estuvieron condicionadas
por las noticias falsas, todas favorables a Donald Trump, por cierto”.
¿Seguro, Ónega? ¿No hay que pensar en esos más de 150 periódicos de gran
circulación que se equivocaron y día a día persisten en su equivocación?
El último
escalón que se aborda es el del avance informático. Es simplemente ridículo por
cuanto se limita a decir lo que todos sabemos, disfrutamos y/o sufrimos, y
oculta los problemas que más allá de los problemas individuales de la
intimidad, puede plantear el increíble avance tecnológico.
En suma:
aprobado distinguido como contador o narrador de hechos. Como analista del presente
o previsor del futuro, suspenso. No muy bajo tampoco y, además, imputable a
ciertos escoramientos recientes. Añadamos que “escora” es un término
desconocido para el DRAE que proviene de la terminología naval y que significa
la inclinación transversal de la embarcación por efecto del viento o por la
desigual distribución del peso a bordo.
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