martes, 6 de junio de 2017

Daniel Kahneman: “Pensar deprisa, pensar despacio”.





Vaya por delante que la psicología como ciencia es de los charcos más confusos en que uno se puede introducir. Y dentro de ella, destaca la rama de la psicología conductista. La lectura de este libro puede permitir adquirir una idea de lo que esa rama de la psicología es, pero más seguro ha sido remitirse a la Wikipedia; ella nos dirá que es la “rama de la psicología que se encarga del estudio de la cognición, es decir, de los procesos mentales implicados en el conocimiento”.
El peligro de confusión aumenta cuando se informa uno de que el autor, Daniel Kahneman es un judío estadounidense, nacido en Tel Aviv, que ha ganado el Premio Nobel de Economía “por haber integrado aspectos de la investigación psicológica en la ciencia económica”. Junto con otro israelí, Amos Tversky, creó la “teoría de las perspectivas” (prospect theory) ―y ahora seguimos de nuevo a la Wikipedia― según la cual “los individuos toman decisiones en entornos de incertidumbre que se apartan de los principios básico de la probabilidad. A este tipo de decisiones lo llamaron atajos heurísticos”. Es decir, hablando simplemente, se equivocan a veces. Algo sobradamente conocido
Esto nos pone un tanto sobre la pista. Se trata de explicar por qué nos equivocamos tantas veces. Y la razón la va a encontrar Kahneman en la existencia de dos formas de actuar el individuo, a los que llama Sistema 1 y Sistema 2. El Sistema 1 está en funcionamiento constante, nos avisa de peligros, de las variaciones de nuestro entorno, de todo lo que nos rodea, se apoya en experiencias y en lo que ve, o sea, el reiterado WYSIATI (what you see is all there is). Es un mecanismo en constante funcionamiento que (con perdón) parece ser lo que en el individuo subsiste de su condición animal. Pero, claro, lo que se potencia en rapidez y atención se pierde en profundidad. Es lo que fundamentalmente va a ser causa de nuestros errores.
El Sistema 2, por el contrario, profundiza, analiza y pondera, Pero tiene un gran defecto: es enormemente perezoso y se resiste a funcionar. Eso sí en ocasiones, cuando lo hace se siente satisfecho y feliz y funciona durante horas concentrado y sin cansancio (lo que llama el “fluir”). De cómo funciona ese Sistema 2 Kahneman nos da un ejemplo descriptivo. Caminamos hablando junto a un amigo, conversando sobre cosas banales; en un momento determinado le preguntamos: “¿Cuánto es 64 por 32?” Inmediatamente nuestro amigo se parará. El Sistema 1 que estaba trabajando no puede hacer frente con sus soluciones rápidas e instintivas a esa pregunta y llama en ayuda al Sistema 2. Cuando éste entra en funciones, concentra toda la acción y atención del individuo. No hay ya lugar para que el Sistema 1 se ocupe de nuestro andar.
Ya tenemos entonces los dos métodos de pensar: el rápido del sistema 1 y el lento del Sistema 2. Distintos pero complementarios y colaboradores. Siempre diligente y dispuesto uno, y perezoso el otro. Ambos, orientados a resolver problemas y ofrecernos soluciones. O sea, con vocación heurística. Lo que siempre se había llamado comportamiento instintivo y comportamiento racional.

Hasta aquí todo es inteligible. Pero, partiendo de esa distinción, Kahneman se introduce en el análisis de las causas por las que nos equivocamos. Se tira a la piscina, vamos. Y nos habla de anclas, de disponibilidades, del engaño de los pequeños números, de los sesgos, los riesgos y las emociones. Un auténtico escaparate de los hechos que contribuyen de una u otra forma a conducirnos al error. Nos asalta la duda de si no está jugando con trampa, ya que todas sus afirmaciones están basadas en experimentos con individuos a los que, para probar la influencia de todos esos hechos, se les somete a ellos. Para colmo se hace un uso excesivo de la estadística y un uso abusivo de sus resultados. Que existen los placebos, es sabido y una vez sabido no hay por qué refocilarse en sus distintas manifestaciones. Y llegar a formar una relación de las cosas que nunca son placebo no parece tener mucho interés.
La misma forma en que describe los experimentos hace dudar de su eficacia. Parece haber en su diseño y práctica una cierta manipulación. Si el sujeto se sabe objeto de un experimento, su conducta quedará afectada. Si no lo está, estará siendo manipulado ya que se le está ocultando la realidad a que está siendo sometido. Si se le sugiere algo (como que la música ambiente del experimento favorece su ejercicio o no, por ejemplo) ¿se le está sugiriendo un placebo o un antiplacebo?
Hay un pasaje curioso: en una clase a instructores de vuelo israelíes Kahneman mantuvo la tesis de que las recompensas por los avances son más eficaces que los castigos por los errores. Uno de los instructores le arguyó –tras indicar que eso sería bueno para los pájaros, pero no para los cadetes de vuelo– que su experiencia era que tras una reprimenda la actuación de un alumno mejoraba y, contrariamente, tras una felicitación solía empeorar su actuación. Kahneman, tras exclamar Eureka, llegó a la conclusión de que el entrenador estaba cierto y equivocado. Y tuvo “un feliz momento de iluminación”. Los hechos denunciados eran reales, pero todo se debía al llamado “regreso a la media”, lo que significa que, tras un mal resultado se logra otro mejor, y al revés. O sea, lo que pasa a los futbolistas, sobre todo a Benzema, y a todo bicho viviente.
La postura de Kanheman pasa por cargarse lo que Nicolás Bernoulli construyó sobre la idea del valor esperado, cuestión de echar cuentas y ver lo mejor. Se sustituye ahora ese valor esperado por la utilidad esperada. Y al introducir esa teoría de las perspectivas se topa con la psicología individual. Para colmo, después de muchas páginas, el autor llega a la conclusión de que la suerte toma parte indudable en cualquier previsión realizada. O que todos tenemos cierta versión a las pérdidas: preferible ganar algo menos que perder mucho. ¿Necesitaba alforjas para eso?
El estilo que emplea Kahneman es, por otra parte, muy cansino. Con un estilo que podrá gustar en los Estados Unidos pero que es escasamente didáctico, comienza la mayor parte de sus pesadas disquisiciones con la referencia a una persona o una ocasión determinada. Pero al lector no suele interesarle cómo le llegaron sus “iluminaciones”. Porque, aunque lo critica en otros, lo cierto es que propende a hablar ex catedra, poseído de la verdad. Pese a ello no se ver con claridad lo que quiere expresar, cosa derivable de su tendencia a repetir argumentos con ligeras variaciones. Cierto es también que, en ocasiones, habla de sus propios errores, aunque naturalmente acaban en nuevas iluminaciones que los corrigen.
Cuando acaba el libro y tras recorrer un largo camino por el terreno económico, Kanheman acaba sus digresiones hablando de la existencia de “dos yo”. La idea parece contradecir la del yo único que todos sentimos. Tratar de separar nuestras conductas en mundos distintos aunque relacionados carece de sentido a primera vista. Afirma: “para los economistas conductales, la libertad tiene un coste que soportan los individuos que hacen malas elecciones y la sociedad que se siente obligada a ayudarlos. La decisión sin de proteger o no a los individuos contra los errores constituye así un dilema.” Todo conduce a lo que el mismo llama el “paternalismo libertario”, una idea que lanzó el jurista Cass Sunstein (al que rápidamente Obama le dio importantes funciones en su administración) juntamente con Richard Thaler. Todo está dirigido a librarnos de errores. Pero no se trata de la verdad que nos hará libres de que nos habla el Evangelio de San Juan, si no de que nos acostumbremos a leer la letra pequeña de los contratos y controlemos las conformidades que prestamos dando a una tecla en el ordenador. Algo que según Kahneman conduce a una “psicología sana”.
Uno prefiere la libertad de equivocarse, al tiempo que detesta que se nos induzca a la equivocación.

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