miércoles, 8 de enero de 2020

Mariano Ribón Sánchez : “Interpretaciones naturales de los milagros de la Biblia”


No hace mucho he comentado otro libro del ingeniero de caminos, canales y puertos llamado Mariano Ribón Sánchez, en aquel caso referido a un tema tan actual y discutido como el cambio climático. El que ahora se comenta versa sobre un tema que no ofrece el menor interés popular en la malhadada sociedad actual. De entrada, nadie lee el Viejo Testamento (salvo judíos practicantes); muy pocos leen los evangelios (incluidos cristianos practicantes) y sólo se detienen en los párrafos que conocen, es decir los que han sido elegidos para ser repetidos los domingos parábolas en su mayoría, mientras los demás son simple y tristemente desconocidos. De los Hechos de los Apóstoles sólo nos suena aquello de “los platillos” que leen en las bodas, o el 666 del Apocalipsis. Y nada más
¿Qué pudo mover a Ribón Sánchez a escribir y publicar esta obra? Es muy difícil decirlo. No parece que sea una persona que persiga el desprestigio de la doctrina católica. Eso se hace actualmente acusando de todo tipo de errores a los que profesan o dicen profesar esa doctrina. Pero a nadie se le ocurre atracar hoy a la religión católica tomando a broma el diluvio o las trompeterías de Jericó. El mismo autor se confiesa católico seguidor de Jesucristo. Pero a continuación se centra en su pieza de caza: los milagros. Y, a partir de ahí, se centra en la demostración de que los milagros no están programados por Dios, sino que son una ficción creada por los hombres. Emplea un argumento curioso: si se admitiese la existencia de milagros, sería innecesaria la fe ya que la existencia de Dios quedaría demostrada. Y olvida la fe en el milagro.
En realidad, el libro contiene partes realmente diferenciadas. La primera es la más interesante y es en la que el autor muestra su pensamiento sobre cuestiones básicas. Sigue una primera y breve referencia a los primeros capítulos de la Biblia: la creación del mundo y la pareja Adán y Eva. La segunda aborda una serie de figuras bíblicas en donde realmente lo único que se hace es repetir y volver a contar los pasajes, extensos y aburridos, correspondientes de la Biblia. La tercera aborda los milagros atribuidos en el Nuevo Testamento a Jesucristo.
A uno le parece que en el libro se confunde el milagro tanto con el mito que se crea con la transmisión verbal de unas ideas o noticias, como con la adaptación de unos hechos al nivel de conocimientos existente en cada momento. ¿Hablar del Big Ben al pueblo judío que acaudillaba Moisés? ¿Adelantarse a Darwin y explicar las especies fuera de la creación y a través de la evolución?
Pero ¿qué es la Biblia? Por descontado un libro sagrado para judíos y cristianos; más para los primeros que para los segundos. Una acumulación de narraciones en las que se mezcla lo histórico con lo doctrinal, donde lo nacionalista se combina con lo apostólico. O sea: al cristiano le sobra así casi todo el viejo testamento. Y dicho eso ¿podía ser oportuno tratar de aplicar un distinto tratamiento a las distintas partes de la Biblia? Pues todo eso no lo advierte Ribón. Aunque tampoco se pueda afirmar que lo ignore.
Un ejemplo singular puede ser representativo del tipo de aclaraciones que el libro pretende ofrecernos: es el caso de Sansón, citado tras recorrer los históricos libros de los reyes. Se ríe y desmonta las ideas vertidas en la Biblia sobre los intentos de Dalila de acabar con la fuerza de Sansón. Todo, al final, se relaciona con que hay que cortarle pelo. Pero ¿cómo hacerlo sin tijeras y sin despertarle? Eso se pregunta Ribón. Y tras otras consideraciones, nos aclara que lo que tenía Sansón era sífilis, enfermedad que produce la caída del cabello, pero que cuando es curada éste vuelve a surgir. No es que se afirme que la fuerza dependiera del cabello de Sansón, sino que ambos eran manifestaciones concurrentes de un proceso de enfermedad. Pasa por alto el generalmente admitido origen americano de la misma. En todo caso ¿a Sansón se le cayó el pelo o se lo cortó Dalila?
Con todo, el libro parece tener una radicalidad especial. De David afirma que era “un gran seductor y un redomado sinvergüenza”. Piensa que “carecía totalmente de escrúpulos”. De Salomón, y en relación con su famoso juicio, afirma “si hubiese sido verdaderamente el hombre más sabio de todos los tiempos hubiera efectuado la prueba del ADN a las mujeres y al niño” (pág. 165 del libro por lo increíble de la afirmación)
Hay algo que sorprende de entrada: aparece una diferenciación profunda entre la explicación dada a los milagros que se describen en el Antiguo Testamento y los que se reflejan en el Nuevo Testamento, es decir, sustancialmente en los evangelios. Mientras los primeros encajan en lo legendario y literario, los segundos se rebajan hasta casi identificarse con la idea de “truco”. En todo caso, la ridiculez de las objeciones persiste.
Entrando en el Nuevo Testamento, aborda en primer término la “explicación natural” de las bodas de Caná, en las que Jesucristo transformó el agua en vino. Viene Ribón y nos lo explica: “El suministrador de vino de la familia aceptó un pedido, con motivo de la boda, muy superior a lo normal y al límite de sus posibilidades. Algún inconveniente debió retrasar las cosas y produjo el desasosiego consiguiente y comprensible en la familia”. Las personas invitadas escucharían a María decir a Jesucristo “No tienen vino” y pidieron agua; “inmediatamente después llegó el vino”. Et, voilá!!! No ha habido milagro sino problemas de logística.
Tan torpe como esa explicación es la de la curación del paralítico a que se refiere el capítulo 2 de San Marcos. Pero Ribón se cansa y salta a la pesca milagrosa: San Pedro y sus acompañantes no pescaban apenas peces; Jesucristo les ordena que lancen nuevamente las redes y éstas se llenan de peces, ¿Milagro? No.  La culpa es de las “tilapias”, unos peces que, según nos explica, además de ser voraces y medir unos 35 centímetros de largo, “tienen una asombrosa capacidad para multiplicarse”. Se enconden en lugares recoletos agrupados en bancos (ojo: el lago de Genesaret no es el Atlántico) y eso supo descubrirlo Jesucristo y no sus apóstoles pescadores. Algo parecido sucedió cuando Jesucristo anduvo sobre las aguas ¿Han visto en YouTube personas que parecen andar sobre el agua de una piscina cuando lo hacen sobre cuidadas planchas de metacrilato? Pues aquí, igual: Jesucristo andaba sobre rocas superficiales que sólo él conocía.
Todo sigue en un cúmulo de despropósitos. Puede leerse la interpretación de la multiplicación de los panes y los peces, un error derivado del sentido de cuidado y respeto del medio ambiente de los seguidores de Jesucristo, que les impulsó a recoger los restos de la comida, acción que hizo creer a un desconocido que era aún comida sin utilizar. O en la explicación de la trasfiguración, simple pesadilla o sueño de Pedro, Santiago y Juan. O el pasaje en que Jesucristo calma la tempestad. Viene Ribón y otra vez da su “explicación natural”. La hace preceder de una descripción de los remolinos que pueden crear vientos violentos como los propios de los ciclones. Los discípulos se asustaron; llaman a Jesús, éste quiso decirles algo, pero con el ruido de la tormenta no le entendieron y creyeron que increpaba al viento ordenándole cesar; luego llegó el final de la tormenta; no más allá de un cuarto de hora. Los discípulos “interpretaron erróneamente que Jesús había increpado a los vientos y al mar”.
Llegan por fin las dos resurrecciones: la de Lázaro y la de la hija de Jairo. Aquí la sospecha son los fenómenos paranormales, que Jesucristo parece conocer. disfrutar y gobernar. No se le ocurre al autor otra cosa que remontarse a los vampiros para terminar aludiendo a los “muertos vivientes” y referir esta categoría a la de los resucitados por Jesucristo. Más radical es la alusión a la curación de los dos ciegos a la que aluden tres evangelistas: simplemente sospecha que son falsos ciegos y que ese dato es conocido por Jesucristo con sus poderes paranormales.
Así, los famosos milagros de Jesucristo no son sino la manifestación de su maestría como ictólogo, meteorólogo, pescador, mentalista o lo que se tercie. Un último capote es el que echa a Judas Iscariote: las 30 monedas de plata no es el precio que recibe por señalar a Jesús (en aquellas fechas las fotografías de las personas no se difundían en los medios de comunicación, ni era conocido el lugar en que se iba a reunir), sino que era un dinero administrado por él y  que intenta utilizar para evitar su detención.
Uno cree necesario volver a la idea de “milagro”. Aunque no sea su finalidad, el Diccionario de la Real Academia, el famoso DRAE, nos suele brindar pistas de las distintas formas bajo las que las personas entienden una palabra, el sentido que le dan. Y las dos primeras acepciones de dicho diccionario son éstas. “Hecho no explicable por las leyes naturales y que se atribuye a una intervención sobrenatural de origen divino” y “suceso o cosa rara, extraordinaria y maravillosa”. Como puede apreciarse, la primera acepción refiere siempre el milagro a una acción divina, mientras que la segunda es algo que nace de nuestras limitaciones de conocimiento y por eso mismo nos sorprende.
Ribón pretende siempre proporcionar “explicaciones naturales”. Siempre y en todos los casos. Aquí hace frente a la primera de las acepciones de milagro; en otras obras suyas lo hace aportando esas explicaciones naturales al siempre discutido origen del Big Bang. Una tarea ingrata y estéril, ya que trata de aplicar esas explicaciones a hechos cuya narración, de antemano, critica y contradice. Bastaría esa crítica para excusar la explicación. Uno comparte la definición de San Agustín: “milagro llamo a lo que, siendo arduo e insólito, parece rebasar las esperanzas posibles y la capacidad del que lo contempla”.

“Interpretaciones naturales de los milagros de la Biblia.” (210 págs.) es un libro del que es autor Mariano Ribón Sánchez, escrito en 2010 y publicado en mayo del mismo año por la editorial Morales i Torres.

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