miércoles, 15 de enero de 2020

Jorge Mario Bergoglio : “Laudato si. Sobre el cuidado de la casa común”


No parece muy lógico el considerar una encíclica papal identificable con un libro que se pueda leer y someter a crítica, positiva o negativa. En teoría una encíclica es un documento donde la Iglesia católica, a través de su máximo si no único representante, expone su posición sobre temas relacionados con la religión. Esa es la idea habitual, pero la realidad es que con frecuencia se exceden los terrenos que le son propios. Cierto que, pese a lo que en ocasiones se ha mantenido, obliga sólo a los teólogos, que deben aceptar las conclusiones propuestas poniendo fin a sus discusiones, pero lo cierto es que suele adoptar un aura de certidumbre que en ocasiones escandaliza.
Hablo, claro, de “Laudato si”, la encíclica que, elegido Bergoglio como papa el 13 de marzo de 2013, hizo pública el 24 de mayo de 2015. Aparece como obra suya cuando en todo caso es responsabilidad suya lo en ella contenido, pero es difícil pensar que en apenas dos años se pueda conciliar lo que sería un arduo trabajo difícil de compatibilizar con la reforma de la curia, las declaraciones sobre casos de pederastia, la condena de hechos como el aborto, los fervorines de Santa Marta, la recepción de grandes autoridades mundiales, viajes apostólicos, solemnidades litúrgicas... En cualquier caso, es evidente que Bergoglio ha asumido esa autoría y que lo han hecho además las numerosísimas publicaciones que celebraron su aparición y procedieron a su inmediata defensa y difusión.
He tratado de evitar la crítica directa buscando libros en los que se comentara la encíclica, pero la realidad me ha evidenciado que, habitualmente, ha bastado en la numerosísima bibliografía existente la reproducción de la encíclica con breves aplausos, previos, simultáneos o posteriores. Entonces opté por tomar como objeto de análisis la propia encíclica. Una encíclica, por cierto, que se inicia con palabras de San Francisco de Asís y uno se pregunta qué relación tiene con la elección de Bergoglio de Francisco como nombre papal dos años antes. ¿Pensaba ya como el fundador de los franciscanos o ha sido ese nombre el que posteriormente le ha conducido a su especial espiritualidad? En cualquier se rompía con la humilde elección de nombre de anteriores papas que se limitaban a añadir un nombre a una larga relación preexistente, llamándose Benedicto, León, Pío o Juan.
La encíclica es extensa. Demasiado; lo que conduce a abordar temas marginales que se tratan como si de verdad lo fueran. Su comienzo es este: “«LAUDATO SI’, mi’ Signore» — «Alabado seas, mi Señor», cantaba san Francisco de Asís. En ese hermoso cántico nos recordaba que nuestra casa común es también como una hermana, con la cual compartimos la existencia, y como una madre bella que nos acoge entre sus brazos: «Alabado seas, mi Señor, por la hermana nuestra madre tierra, la cual nos sustenta, y gobierna y produce diversos frutos con coloridas flores y hierba»”. Dejemos a un lado que, antes de referirse a la hermana tierra, ha hecho mención a muchos fenómenos naturales. Pero nunca al clima. La hermana nuestra madre tierra cierra el recorrido.
San Francisco de Asís vivió a caballo de los siglos XII y XIII en la Umbría. Murió a los 44 años. Se llamaba Giovanni y lo apodó su padre como Francesco por su gusto por lo francés. Los conocimientos de su época eran primarios: el sol aún giraba en torno a la tierra. No pretendió salvar a los pobres, sino hacerse pobre. Por eso, jamás San Francisco de Asís no escribiría nunca: “Esta hermana clama por el daño que le provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso de los bienes que Dios ha puesto en ella. Hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla.” Así lo que hace la encíclica es olvidar que lo escrito por San Francisco en su Cántico de las Criaturas es un canto de alabanza a Dios, como revela el “Laudato si’” que le da nombre y repite como inicio de muchos de sus fragmentos, y volviendo a la eterna acusación del antropocentrismo hacer culpable al hombre de atentar contra la “casa común”.
Es imposible no rebelarse ante lo erróneo del enfoque pontificio, basado en ese término y en el de “planeta” tan de moda y pretencioso. La naturaleza ha sido siempre cruel con el hombre, lo que incluye naturalmente sus continuos cambios de clima. El “planeta” pasó de ser polvo girando en torno al sol a ser una bola inhóspita. La vida tuvo que aparecer sufriendo grandes temperaturas y evolucionar lentamente hasta llegar a unos homínidos de los que sólo una especie ha sobrevivido a las duras pruebas a que la naturaleza les sometió. Tras cientos de miles de siglos hemos llegado a este momento en que, de sufridores, pasamos a creemos salvadores de la “casa común”. Una casa común que desconocen los que viajan en autobús o gozan del calor de Santa Marta.
En la carta-encíclica se mezclan todos los tics habituales. Es increíble la obsesión por los pobres. No los pobres de espíritu de las bienaventuranzas, sino de los pobres económicamente. Se habla del “Dios de los pobres”. Se convierte la ecología en una defensa de los pobres. Pero si nos vamos al evangelio de san Mateo, el que quizá resume mejor en sus primeras páginas los deberes del cristiano, no veremos a los pobres. Los que piadosamente se llaman “más frágiles” en la encíclica.
Hay una obsesión por igualar al hombre con los animales. Y se acompañan de citas equivocadas o tergiversadas o, simplemente, no digeridas, o más simplemente aún, ajenas. Que unicamente sobrevive el 1 por 1.000 de las especies que han vivido en la “casa común” se olvida. Como que, año a año, se descubren nuevas especies, ¿o es que Darwin ya no vale y ha dejado de funcionar una vez escuchado? En el fondo subyace el viejo dilema de la superioridad de la fe o la ciencia. Y el gran problema de que la ciencia tiene sus límites marcados por el presente. Seguimos buscando en el universo de lo grande y en lo minúsculo de la materia. Y sabemos cuánto nos queda por descubrir. Es absurdo pensar que somos el único astro en el que la vida haya llegado hasta la racionalidad; desconocemos si hay muchos universos y si constantemente se crean y extinguen; apenas intuimos lo que son las cuerdas y si hay un más allá; estamos aun tratando de comprender nuestro cerebro… ¿Tiene sentido que la Iglesia, como en tiempos de Galileo, afirme conocer la verdad científica haciendo suya la predicada por los considerados expertos? Todo se arregla añadiendo: “la Iglesia no pretende definir las cuestiones científicas ni sustituir a la política, pero invito a un debate honesto y trasparente”.
Y esto hace cuando asume la gravedad de la crisis ecológica climática (ya hemos ligado así clima y ecología). Se considera que eso requiere el esfuerzo en común de las distintas religiones y así se afirma: “La gravedad de la crisis ecológica nos exige a todos pensar en el bien común y avanzar en un camino de diálogo que requiere paciencia, ascesis y generosidad, recordando siempre que «la realidad es superior a la idea»
El hecho es que así, bendiciendo tendencias pasajeras, la encíclica pontifica (nunca mejor dicho) sobre temas espinosos. La contaminación, a la que no duda de calificar de pecado (y en muchos casos lo es por cuanto supone desconocimiento de derechos ajenos, no por contaminar) le permite pasar a condenar el carbón o sentar la preeminencia de los recursos energéticos sostenibles, eso sí, sin definir lo que debe ser considerado como sostenible. Al final se crea lo que se llama “espiritualidad ecológica” y se expande la idea manejada de ecológico a ámbitos tan peculiares como el cultural.
Al final todo se traduce en un mensaje que si al principio, se refiere únicamente a los católicos, más tarde se extiende al resto del mundo. Si es verdad que algunas veces los cristianos hemos interpretado incorrectamente las Escrituras, “hoy debemos rechazar con fuerza que, del hecho de ser creados a imagen de Dios y del mandato de dominar la tierra, se deduzca un dominio absoluto sobre las demás criaturas”.  Sin embargo, el Génesis nos dice (1,26) que Dios dijo al hombre: “Procread y multiplicaos y henchid la tierra; sometedla y dominar sobre los peces del mar, sobre las aves de cielo y sobre los ganados y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra”.
Lo que más disgusta del tono de esta carta-encíclica es tanto ”parole, parole, parole” que a uno le recuerda la letra famosa de una canción de Mina. A Jesucristo le bastaron dos mandamientos: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. La encíclica termina diciendo entre otras cosas: “Junto con todas las criaturas, caminamos por esta tierra buscando a Dios, porque, «si el mundo tiene un principio y ha sido creado, busca al que lo ha creado, busca al que le ha dado inicio, al que es su Creador»[172]. Caminemos cantando. Que nuestras luchas y nuestra preocupación por este planeta no nos quiten el gozo de la esperanza”. Pero no se crea que en esa voz de las criaturas se olvida a Dios: “Él no nos abandona, no nos deja sólos, porque se ha unido definitivamente a nuestra tierra, y su amor siempre nos lleva a encontrar nuevos caminos”. Al menos, las dos palabras finales no requieren comentario: “Alabado seas”. Dios, claro, porque hasta estas cosas deben aclararse.
¿Qué tiene que hacer la Iglesia en este escenario? El encargo hecho a Pedro fue el de apacentar sus ovejas. Es cierto que el DRAE en su segunda acepción nos habla de “dar pasto espiritual, instruir, enseñar. Pero la realidad es que ¿hace algo de esto la encíclica? La Iglesia no solamente está asumiendo el constatable fenómeno de la variabilidad del clima, sino que con ella asume las afirmaciones de la gravedad de la crisis ecológica, el origen antropogénico del cambio, o la posibilidad humana de detener esos procesos.
Es imposible abordar todas las ideas que la encíclica aborda. Pero a uno le duele ver a la Iglesia formalmente identificada con las actitudes y dichos de una Greta Thunberg o un Al Gore, con el fondo de la mano que mueve la cuna. Zapatero, a tus zapatos. La humildad no está en el color de los zapatos.

“Laudate si’, mi’ Signore. Sobre el cuidado de la casa común” es una encíclica de Jorge Mario Bergoglio en su calidad de papa con el nombre de Francisco que fue hecha pública en 2015, fecha en que fue registrada por Editrice Vaticana y por Ediciones Palabra S.A., quien la publicó en la colección “Palabra”. Leído en su versión Kindle

No hay comentarios:

Publicar un comentario