No parece muy
lógico el considerar una encíclica papal identificable con un libro que se
pueda leer y someter a crítica, positiva o negativa. En teoría una encíclica es
un documento donde la Iglesia católica, a través de su máximo —si
no único—
representante, expone su posición sobre temas relacionados con la religión. Esa
es la idea habitual, pero la realidad es que con frecuencia se exceden los
terrenos que le son propios. Cierto que, pese a lo que en ocasiones se ha
mantenido, obliga sólo a los teólogos, que deben aceptar las conclusiones
propuestas poniendo fin a sus discusiones, pero lo cierto es que suele adoptar
un aura de certidumbre que en ocasiones escandaliza.
Hablo, claro,
de “Laudato si”, la encíclica que, elegido Bergoglio como papa el 13 de marzo
de 2013, hizo pública el 24 de mayo de 2015. Aparece como obra suya cuando en
todo caso es responsabilidad suya lo en ella contenido, pero es difícil pensar
que en apenas dos años se pueda conciliar lo que sería un arduo trabajo difícil
de compatibilizar con la reforma de la curia, las declaraciones sobre casos de
pederastia, la condena de hechos como el aborto, los fervorines de Santa Marta,
la recepción de grandes autoridades mundiales, viajes apostólicos, solemnidades
litúrgicas... En cualquier caso, es evidente que Bergoglio ha asumido esa
autoría y que lo han hecho además las numerosísimas publicaciones que
celebraron su aparición y procedieron a su inmediata defensa y difusión.
He tratado de evitar
la crítica directa buscando libros en los que se comentara la encíclica, pero
la realidad me ha evidenciado que, habitualmente, ha bastado en la numerosísima
bibliografía existente la reproducción de la encíclica con breves aplausos,
previos, simultáneos o posteriores. Entonces opté por tomar como objeto de análisis
la propia encíclica. Una encíclica, por cierto, que se inicia con palabras de
San Francisco de Asís y uno se pregunta qué relación tiene con la elección de
Bergoglio de Francisco como nombre papal dos años antes. ¿Pensaba ya como el
fundador de los franciscanos o ha sido ese nombre el que posteriormente le ha
conducido a su especial espiritualidad? En cualquier se rompía con la humilde elección
de nombre de anteriores papas que se limitaban a añadir un nombre a una larga
relación preexistente, llamándose Benedicto, León, Pío o Juan.
La encíclica es
extensa. Demasiado; lo que conduce a abordar temas marginales que se tratan
como si de verdad lo fueran. Su comienzo es este: “«LAUDATO SI’, mi’
Signore» — «Alabado seas, mi Señor», cantaba san Francisco de Asís. En ese
hermoso cántico nos recordaba que nuestra casa común es también como una
hermana, con la cual compartimos la existencia, y como una madre bella que nos
acoge entre sus brazos: «Alabado seas, mi Señor, por la hermana nuestra madre
tierra, la cual nos sustenta, y gobierna y produce diversos frutos con
coloridas flores y hierba»”. Dejemos a un lado que, antes de referirse a la
hermana tierra, ha hecho mención a muchos fenómenos naturales. Pero nunca al clima.
La hermana nuestra madre tierra cierra el recorrido.
San Francisco
de Asís vivió a caballo de los siglos XII y XIII en la Umbría. Murió a los 44
años. Se llamaba Giovanni y lo apodó su padre como Francesco por su gusto por
lo francés. Los conocimientos de su época eran primarios: el sol aún giraba en
torno a la tierra. No pretendió salvar a los pobres, sino hacerse pobre. Por
eso, jamás San Francisco de Asís no escribiría nunca: “Esta hermana clama
por el daño que le provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso de los
bienes que Dios ha puesto en ella. Hemos crecido pensando que éramos sus
propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla.” Así lo que hace la
encíclica es olvidar que lo escrito por San Francisco en su Cántico de las
Criaturas es un canto de alabanza a Dios, como revela el “Laudato si’” que le
da nombre y repite como inicio de muchos de sus fragmentos, y —volviendo
a la eterna acusación del antropocentrismo— hacer culpable al hombre de
atentar contra la “casa común”.
Es imposible no
rebelarse ante lo erróneo del enfoque pontificio, basado en ese término y en el
de “planeta” tan de moda y pretencioso. La naturaleza ha sido siempre cruel con
el hombre, lo que incluye naturalmente sus continuos cambios de clima. El
“planeta” pasó de ser polvo girando en torno al sol a ser una bola inhóspita.
La vida tuvo que aparecer sufriendo grandes temperaturas y evolucionar
lentamente hasta llegar a unos homínidos de los que sólo una especie ha
sobrevivido a las duras pruebas a que la naturaleza les sometió. Tras cientos
de miles de siglos hemos llegado a este momento en que, de sufridores, pasamos
a creemos salvadores de la “casa común”. Una casa común que desconocen los que
viajan en autobús o gozan del calor de Santa Marta.
En la carta-encíclica
se mezclan todos los tics habituales. Es increíble la obsesión por los pobres.
No los pobres de espíritu de las bienaventuranzas, sino de los pobres económicamente.
Se habla del “Dios de los pobres”. Se convierte la ecología en una defensa de
los pobres. Pero si nos vamos al evangelio de san Mateo, el que quizá resume
mejor en sus primeras páginas los deberes del cristiano, no veremos a los
pobres. Los que piadosamente se llaman “más frágiles” en la encíclica.
Hay una obsesión
por igualar al hombre con los animales. Y se acompañan de citas equivocadas o tergiversadas
o, simplemente, no digeridas, o más simplemente aún, ajenas. Que unicamente sobrevive
el 1 por 1.000 de las especies que han vivido en la “casa común” se olvida.
Como que, año a año, se descubren nuevas especies, ¿o es que Darwin ya no vale
y ha dejado de funcionar una vez escuchado? En el fondo subyace el viejo dilema
de la superioridad de la fe o la ciencia. Y el gran problema de que la ciencia
tiene sus límites marcados por el presente. Seguimos buscando en el universo de
lo grande y en lo minúsculo de la materia. Y sabemos cuánto nos queda por
descubrir. Es absurdo pensar que somos el único astro en el que la vida haya
llegado hasta la racionalidad; desconocemos si hay muchos universos y si
constantemente se crean y extinguen; apenas intuimos lo que son las cuerdas y si
hay un más allá; estamos aun tratando de comprender nuestro cerebro… ¿Tiene sentido
que la Iglesia, como en tiempos de Galileo, afirme conocer la verdad científica
haciendo suya la predicada por los considerados expertos? Todo se arregla
añadiendo: “la Iglesia no pretende definir las cuestiones científicas ni sustituir
a la política, pero invito a un debate honesto y trasparente”.
Y esto hace
cuando asume la gravedad de la crisis ecológica climática (ya hemos ligado así clima
y ecología). Se considera que eso requiere el esfuerzo en común de las distintas
religiones y así se afirma: “La gravedad de la crisis ecológica nos exige a
todos pensar en el bien común y avanzar en un camino de diálogo que requiere
paciencia, ascesis y generosidad, recordando siempre que «la realidad es
superior a la idea»”
El hecho es que
así, bendiciendo tendencias pasajeras, la encíclica pontifica (nunca mejor
dicho) sobre temas espinosos. La contaminación, a la que no duda de calificar
de pecado (y en muchos casos lo es por cuanto supone desconocimiento de
derechos ajenos, no por contaminar) le permite pasar a condenar el carbón o
sentar la preeminencia de los recursos energéticos sostenibles, eso sí, sin
definir lo que debe ser considerado como sostenible. Al final se crea lo que se
llama “espiritualidad ecológica” y se expande la idea manejada de ecológico a
ámbitos tan peculiares como el cultural.
Al final todo
se traduce en un mensaje que si al principio, se refiere únicamente a los católicos,
más tarde se extiende al resto del mundo. Si es verdad que algunas veces los
cristianos hemos interpretado incorrectamente las Escrituras, “hoy debemos
rechazar con fuerza que, del hecho de ser creados a imagen de Dios y del
mandato de dominar la tierra, se deduzca un dominio absoluto sobre las demás
criaturas”. Sin embargo, el Génesis
nos dice (1,26) que Dios dijo al hombre: “Procread y multiplicaos y henchid
la tierra; sometedla y dominar sobre los peces del mar, sobre las aves de cielo
y sobre los ganados y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra”.
Lo que más disgusta del tono de esta carta-encíclica es tanto
”parole, parole, parole” que a uno le recuerda la letra famosa de una canción
de Mina. A Jesucristo le bastaron dos mandamientos: amar a Dios sobre todas las
cosas y al prójimo como a ti mismo. La encíclica termina diciendo entre otras
cosas: “Junto con todas las criaturas, caminamos por esta tierra buscando a
Dios, porque, «si el mundo tiene un principio y ha sido creado, busca al que lo
ha creado, busca al que le ha dado inicio, al que es su Creador»[172]. Caminemos
cantando. Que nuestras luchas y nuestra preocupación por este planeta no nos
quiten el gozo de la esperanza”. Pero no se crea que en esa voz de las criaturas
se olvida a Dios: “Él no nos abandona, no nos deja sólos, porque se ha unido
definitivamente a nuestra tierra, y su amor siempre nos lleva a encontrar
nuevos caminos”. Al menos, las dos palabras finales no requieren
comentario: “Alabado seas”. Dios, claro, porque hasta estas cosas deben
aclararse.
¿Qué
tiene que hacer la Iglesia en este escenario? El encargo hecho a Pedro fue el
de apacentar sus ovejas. Es cierto que el DRAE en su segunda acepción nos habla
de “dar pasto espiritual, instruir, enseñar”. Pero la realidad es
que ¿hace algo de esto la encíclica? La Iglesia no solamente está asumiendo
el constatable fenómeno de la variabilidad del clima, sino que con ella asume
las afirmaciones de la gravedad de la crisis ecológica, el origen antropogénico
del cambio, o la posibilidad humana de detener esos procesos.
Es imposible abordar todas
las ideas que la encíclica aborda. Pero a uno le duele ver a la Iglesia
formalmente identificada con las actitudes y dichos de una Greta Thunberg o un
Al Gore, con el fondo de la mano que mueve la cuna. Zapatero, a tus zapatos. La
humildad no está en el color de los zapatos.
“Laudate si’, mi’ Signore. Sobre el
cuidado de la casa común” es una encíclica de Jorge Mario Bergoglio en su
calidad de papa con el nombre de Francisco que fue hecha pública en 2015, fecha
en que fue registrada por Editrice Vaticana y por Ediciones Palabra S.A., quien
la publicó en la colección “Palabra”. Leído en su versión Kindle
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