domingo, 24 de noviembre de 2019

Rita Reig Viader : “El cerebro infantil. Los secretos del desarrollo cognitivo”.




Son muchos los libros en los que, desde el descubrimiento de la aplicación de la imagen al cerebro, han exagerado el nivel de conocimientos de las actuales generaciones. A esta prepotencia que en tantos casos alcanzaba a los neurólogos, se sumaba la adscripción de los muchos psicólogos a las nuevas conquistas. Este libro ocupa un equilibrio deseable: junto a la evidencia de los grandes avances obtenidos, señala los innumerables aspectos en los que nuestros conocimientos son apenas incipientes.
Añádase a eso que el libro no se recata en explicar, unas veces de manera divulgativa y otra con cierta complejidad científica, el funcionamiento del cerebro. En realidad, se trata de una obra escrita por Rita Reig Viader, una doctora en ciencias biológicas que colabora con determinadas instituciones académicas y similares y que parece más interesada en explicarse que en aportar tesis y posturas que la distingan.
Cuando la autora nos habla del “cerebro infantil” se refiere en realidad al proceso de maduración del cerebro humano. Podríamos decir que la parte sustancial de este proceso es la ocupada por los cuatro primeros años de vida, pero el hecho cierto es que el libro nos descubrirá, por una parte, que ya hay un inicio de lo que podíamos llamar aprendizaje en la etapa fetal anterior al nacimiento y que el proceso de maduración dura aún pasado ese lapso, hasta los veinte o veinticinco años.
Lo que deslumbra a la autora (y a la mayoría de nosotros con ella) es la capacidad de aprendizaje del niño. En un número reducido de años debe aprender a hablar, a moverse, a explorar, a imaginar, a conocer, a convertirse en un animal social. Una tarea que será inasumible cuando transcurran unos pocos años. Todo lo confía el libro a lo que llama “plasticidad” del cerebro infantil, un tesoro que se pierde cumplida su misión. Una plasticidad que ayudará a generar la estructura neuronal que definirá su personalidad y carácter entre otras cosas y que tendrá un doble apoyo: el genético y el ambiental.
Rita Reig nos lleva primero de la mano a conocer nuestro propio cerebro. Algo que tardará en desarrollarse y organizarse pero que, al cabo de una semana de la concepción, ya muestra un tejido (la placa neural) que, una semana más tarde, se dobla sobre sí mismo para formar el tubo neuronal. En él ya pueden distinguirse tres partes: el rombencéfalo, el prosencéfalo y el mesencéfalo. El primero (bulbo raquídeo, puente troncoencefálico y cerebelo) se ocupa de las “funciones elementales para la supervivencia. El mesencéfalo, por su parte, se ocupa de las estructuras evolutivamente más primitivas del cerebro, compartidas por la mayor parte de los vertebrados. Por fin, el prosencéfalo tiene dos partes: el diencéfalo (tálamo, hipotálamo y otras estructuras) y el telencéfalo, en el que se integran los ganglios basales y estructuras relacionadas y, ¡por fin!, la corteza cerebral. O sea: la “materia gris” de la que presumía Poirot, piensa uno.
Rita Reig nos explica que “la corteza cerebral es la región más grande del cerebro de los mamíferos y es la principal encargada de funciones tan importantes como la memoria, la atención, la cognición, la percepción, la alerta, el pensamiento, el lenguaje y la conciencia”. Tiene muchas áreas funcionales que se pueden reconducir a las áreas sensitivas, motoras y de asociación. La corteza es una fina capa de entre 2 y 4 milímetros de grosor que recubre toda la superficie del cerebro y que tiene, aproximadamente, unos 100.000.000.000 de neuronas, las cuales no proceden de esta corteza cerebral, sino que son emigrantes de otras áreas donde han nacido. Rita Reig nos explica este extraño peregrinaje. El caso es que, llegadas a su destino, se organizan y sólo subsisten las útiles. Porque las sinapsis que surgen en ese proceso de sinaptogénesis son más de las necesarias y entonces comienza la llamada “poda sináptica”.
El libro se ocupa ahora de estas células emigrantes: las neuronas. Resulta necesario conocer cómo funcionan y eso, pacientemente, nos lo explica el libro. La neurona, nos dice, tiene tres partes: el soma (que almacena la clave genética), del que surgen dos ramificaciones: el axón y las dentritas. Cada neurona se une con otra, uniendo su axón con las dentritas de otras. Una unión trascendental que se llama sinapsis. No todas ellas tienen un horizonte de vida: las que vienen reforzadas por los estímulos externos se fortifican; las superfluas o inútiles, mueren; ese es el sentido de poda sináptica ya aludida. En la sinapsis intervienen, uniéndose, el axón de una neurona (terminal presináptico de la neurona trasmisora, cargada de transmisores) y las dentritas de otra (su terminal postsináptico receptor de neurotransmisores). Y actúan además de acuerdo con la vieja regla del “so y arre”: pueden ser sinapsis excitatorias o inhibitorias. Y todo se hace a través de cambios químicos y electrofisiológicos. Si contamos con los millones de células neuronales existentes se advierte la necesidad de poner algún orden entre ellas: “el cerebro puede entenderse como una gran red compleja y jerarquizada, constituida por millones de neuronas minuciosamente organizadas en circuitos y áreas funcionales”. El libro nos aclara que cuando contemplamos el cerebro de un niño “no estamos ante un cerebro adulto en miniatura”. No añade que mientras el primero es plástico, los nuestros, los de los mayores, están ya acartonados.
El hecho real, piensa uno, es que los adultos únicamente nos limitamos a recibir lo logrado por el niño: en el lenguaje, el pensamiento abstracto, las idas de los números, en casi todo lo que superar la simple animalidad de que estamos hechos en parte. Porque el libro no contempla tantas otras actividades del cerebro por las que éste regula toda la vida animal que existe en nosotros y controla nuestra vida. Siguiendo su camino, salta a continuación a lo que titula “el cerebro para vivir en sociedad”, o sea “el llamado cerebro social”. Uno cree que aquí la autora cae en esa tentación siempre viva de los biólogos consistente en disfrazarse y aún más, convertirse en sociólogos y psicólogos y, al revés.
En una parte final se pide prestada la bata blanca al médico (si la lleva el psiquiatra). Dejando a un lado las neuropatologías que son propias de la edad, las restantes “tienen su origen en el neurodesarrollo”. Y se citan como tales trastornos neuropsiquiátricos enfermedades como las siguientes: “epilepsia, esquizofrenia, trastorno bipolar, depresión, ansiedad, autismo, discapacidad, entre otros”. La cosa se suaviza al matizar que se trata sólo de “la mayoría de los trastornos neuropsiquiátricos”, no de todos.
El posicionamiento inicial se modula cuando se señala que en estos casos el factor genético tiende a ser más influyente que el de los estímulos medioambientales. Al final parece mantenerse una postura cuidadosamente equidistante de ambos factores. Resultando difícil luchar contra los factores genéticos, se centra la atención en los “tipos de factores de riesgo procedentes del entorno con capacidad de afectar de manera severa el desarrollo cerebral: los biológicos y los psicológicos”. Entre los primeros analiza la malnutrición y el nacimiento prematuro. Pero tan importantes como esos factores biológicos son los psicológicos, afirma el libro.
Uno recuerda el viejo principio de que el bienestar y la trayectoria del individuo depende de su infancia. Una infancia feliz garantiza demasiadas cosas para ser ignorada. Y al revés una infancia infeliz, puede generar individuos temibles por la sociedad y por los que le rodean. Aquí hay que felicitarse por el aplauso que el libro dedica al juego: “para los niños el juego es un instrumento para enfrentarse a la realidad, para explorarla y para entenderla; y, por este motivo, se erige como uno de los aspectos más importantes de su vida”. Lo que sí considera importante la autora es que el juego sea variado. Y que su efecto beneficioso es superior si implica una actividad física.
Era inevitable enfrentarse a la realidad actual: tabletas, Smart-phones, ordenadores, videojuegos. Aquí es clara la conclusión: aunque puedan servir en ocasiones para salir de situaciones patológicas como al autismo, en general su uso “promueve la pasividad y el consumo de la creatividad ajena en detrimento de la propia”. La responsabilidad y el papel de los padres pasa a primer plano, en éste y otros aspectos. Sin embargo, cuando se enfatiza la importancia de la educación, uno teme la manipulación.
 
Salvando las objeciones señaladas, el libro me ha resultado apasionante. No en vano razona cual es el fundamento de esa enorme capacidad de aprendizaje del niño que tanto sorprende al autor como al lector. Alimentada por la imitación.
Sin embargo, echo en falta dos escenarios que escapan al libro. El primero es el histórico de conocer por qué razón el cerebro humano ha optado por un proceso de integración y perfeccionamiento tan prolongado en el tiempo e intenso en los resultados, algo que contrasta con los animales que, apenas recién nacidos, se sostienen temblorosos en sus patas y ven y oyen a su madre a la que cinco días más tarde ya pueden seguirla en sus emigraciones o y desplazamientos. La contestación es obvia: el objetivo a alcanzar por el recién nacido humano es mucho más amplio; pero ¿cómo genéticamente se informa de ello a la neurona?
El segundo es quizá más triste: asistimos a la construcción del cerebro y a la creación de su estructura neuronal, pero ¿qué sucede con el cerebro del viejo? El que se deteriora con mayor o menor velocidad. A uno siempre ese proceso le trae la imagen del ordenador HAL, cuando el astronauta comienza a retirar sus componentes. Pero esto algo que escapa también al objeto propuesto por la autora del libro. Sin contar con la resistencia que siempre se tiene a hablar de decadencias y extinciones cuando, se quiera o no, afectan a uno mismo.
Algo que no se debe dejar de alabar son las múltiples veces en las que el libro se refiere al funcionamiento del cerebro como algo “enigmático” y aquellas en las que deja constancia de lo mucho que nos queda por conocer. Aunque lo que hoy se conoce no es poco, es mucho más lo que ignoramos. Ni siquiera sabemos si estamos en el buen camino. Subsiste, sin embargo, el afán humilde de conocer y buscar el conocimiento. Un mérito por reconocer, respetar e imitar.
 “El cerebro infantil. Los secretos del desarrollo cognitivo” (156 págs.) es un libro del que es autora Rita Reig Viader en año no conocido, 2015 siendo registrado en 2017 por RBA Coleccionables S.A.U., depositado legalmente en 2018 y probablemente publicado en 2019 en la serie “Ciencia & Cerebro”

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