Son muchos los
libros en los que, desde el descubrimiento de la aplicación de la imagen al
cerebro, han exagerado el nivel de conocimientos de las actuales generaciones.
A esta prepotencia que en tantos casos alcanzaba a los neurólogos, se sumaba la
adscripción de los muchos psicólogos a las nuevas conquistas. Este libro ocupa
un equilibrio deseable: junto a la evidencia de los grandes avances obtenidos,
señala los innumerables aspectos en los que nuestros conocimientos son apenas
incipientes.
Añádase a eso
que el libro no se recata en explicar, unas veces de manera divulgativa y otra
con cierta complejidad científica, el funcionamiento del cerebro. En realidad,
se trata de una obra escrita por Rita Reig Viader, una doctora en ciencias
biológicas que colabora con determinadas instituciones académicas y similares y
que parece más interesada en explicarse que en aportar tesis y posturas que la
distingan.
Cuando la autora
nos habla del “cerebro infantil” se refiere en realidad al proceso de
maduración del cerebro humano. Podríamos decir que la parte sustancial de este
proceso es la ocupada por los cuatro primeros años de vida, pero el hecho
cierto es que el libro nos descubrirá, por una parte, que ya hay un inicio de
lo que podíamos llamar aprendizaje en la etapa fetal anterior al nacimiento y
que el proceso de maduración dura aún pasado ese lapso, hasta los veinte o
veinticinco años.
Lo que
deslumbra a la autora (y a la mayoría de nosotros con ella) es la capacidad de
aprendizaje del niño. En un número reducido de años debe aprender a hablar, a
moverse, a explorar, a imaginar, a conocer, a convertirse en un animal social.
Una tarea que será inasumible cuando transcurran unos pocos años. Todo lo
confía el libro a lo que llama “plasticidad” del cerebro infantil, un tesoro
que se pierde cumplida su misión. Una plasticidad que ayudará a generar la
estructura neuronal que definirá su personalidad y carácter entre otras cosas y
que tendrá un doble apoyo: el genético y el ambiental.
Rita Reig nos
lleva primero de la mano a conocer nuestro propio cerebro. Algo que tardará en
desarrollarse y organizarse pero que, al cabo de una semana de la concepción,
ya muestra un tejido (la placa neural) que, una semana más tarde, se dobla
sobre sí mismo para formar el tubo neuronal. En él ya pueden distinguirse tres
partes: el rombencéfalo, el prosencéfalo y el mesencéfalo. El primero (bulbo
raquídeo, puente troncoencefálico y cerebelo) se ocupa de las “funciones
elementales para la supervivencia. El mesencéfalo, por su parte, se ocupa
de las estructuras evolutivamente más primitivas del cerebro, compartidas por
la mayor parte de los vertebrados. Por fin, el prosencéfalo tiene dos partes:
el diencéfalo (tálamo, hipotálamo y otras estructuras) y el telencéfalo, en el
que se integran los ganglios basales y estructuras relacionadas y, ¡por fin!,
la corteza cerebral. O sea: la “materia gris” de la que presumía Poirot, piensa
uno.
Rita Reig nos
explica que “la corteza cerebral es la región más grande del cerebro de los
mamíferos y es la principal encargada de funciones tan importantes como la
memoria, la atención, la cognición, la percepción, la alerta, el pensamiento,
el lenguaje y la conciencia”. Tiene muchas áreas funcionales que se pueden
reconducir a las áreas sensitivas, motoras y de asociación. La corteza es una
fina capa de entre 2 y 4 milímetros de grosor que recubre toda la superficie
del cerebro y que tiene, aproximadamente, unos 100.000.000.000 de neuronas, las
cuales no proceden de esta corteza cerebral, sino que son emigrantes de otras áreas
donde han nacido. Rita Reig nos explica este extraño peregrinaje. El caso es
que, llegadas a su destino, se organizan y sólo subsisten las útiles. Porque
las sinapsis que surgen en ese proceso de sinaptogénesis son más de las
necesarias y entonces comienza la llamada “poda sináptica”.
El libro se
ocupa ahora de estas células emigrantes: las neuronas. Resulta necesario conocer
cómo funcionan y eso, pacientemente, nos lo explica el libro. La neurona, nos
dice, tiene tres partes: el soma (que almacena la clave genética), del que
surgen dos ramificaciones: el axón y las dentritas. Cada neurona se une con
otra, uniendo su axón con las dentritas de otras. Una unión trascendental que
se llama sinapsis. No todas ellas tienen un horizonte de vida: las que vienen
reforzadas por los estímulos externos se fortifican; las superfluas o inútiles,
mueren; ese es el sentido de poda sináptica ya aludida. En la sinapsis intervienen,
uniéndose, el axón de una neurona (terminal presináptico de la neurona
trasmisora, cargada de transmisores) y las dentritas de otra (su terminal
postsináptico receptor de neurotransmisores). Y actúan además de acuerdo con la
vieja regla del “so y arre”: pueden ser sinapsis excitatorias o inhibitorias. Y
todo se hace a través de cambios químicos y electrofisiológicos. Si contamos
con los millones de células neuronales existentes se advierte la necesidad de
poner algún orden entre ellas: “el cerebro puede entenderse como una gran
red compleja y jerarquizada, constituida por millones de neuronas
minuciosamente organizadas en circuitos y áreas funcionales”. El libro nos
aclara que cuando contemplamos el cerebro de un niño “no estamos ante un
cerebro adulto en miniatura”. No añade que mientras el primero es plástico,
los nuestros, los de los mayores, están ya acartonados.
El hecho real,
piensa uno, es que los adultos únicamente nos limitamos a recibir lo logrado
por el niño: en el lenguaje, el pensamiento abstracto, las idas de los números,
en casi todo lo que superar la simple animalidad de que estamos hechos en
parte. Porque el libro no contempla tantas otras actividades del cerebro por
las que éste regula toda la vida animal que existe en nosotros y controla
nuestra vida. Siguiendo su camino, salta a continuación a lo que titula “el
cerebro para vivir en sociedad”, o sea “el llamado cerebro social”.
Uno cree que aquí la autora cae en esa tentación siempre viva de los biólogos
consistente en disfrazarse —y aún más, convertirse—
en sociólogos y psicólogos y, al revés.
En una parte
final se pide prestada la bata blanca al médico (si la lleva el psiquiatra).
Dejando a un lado las neuropatologías que son propias de la edad, las restantes
“tienen su origen en el neurodesarrollo”. Y se citan como tales
trastornos neuropsiquiátricos enfermedades como las siguientes: “epilepsia,
esquizofrenia, trastorno bipolar, depresión, ansiedad, autismo, discapacidad,
entre otros”. La cosa se suaviza al matizar que se trata sólo de “la
mayoría de los trastornos neuropsiquiátricos”, no de todos.
El posicionamiento
inicial se modula cuando se señala que en estos casos el factor genético tiende
a ser más influyente que el de los estímulos medioambientales. Al final parece
mantenerse una postura cuidadosamente equidistante de ambos factores. Resultando
difícil luchar contra los factores genéticos, se centra la atención en los “tipos
de factores de riesgo procedentes del entorno con capacidad de afectar de
manera severa el desarrollo cerebral: los biológicos y los psicológicos”. Entre
los primeros analiza la malnutrición y el nacimiento prematuro. Pero tan
importantes como esos factores biológicos son los psicológicos, afirma el
libro.
Uno recuerda el
viejo principio de que el bienestar y la trayectoria del individuo depende de
su infancia. Una infancia feliz garantiza demasiadas cosas para ser ignorada. Y
al revés una infancia infeliz, puede generar individuos temibles por la sociedad
y por los que le rodean. Aquí hay que felicitarse por el aplauso que el libro
dedica al juego: “para los niños el juego es un instrumento para enfrentarse
a la realidad, para explorarla y para entenderla; y, por este motivo, se erige
como uno de los aspectos más importantes de su vida”. Lo que sí considera
importante la autora es que el juego sea variado. Y que su efecto beneficioso
es superior si implica una actividad física.
Era inevitable
enfrentarse a la realidad actual: tabletas, Smart-phones, ordenadores,
videojuegos. Aquí es clara la conclusión: aunque puedan servir en ocasiones para
salir de situaciones patológicas como al autismo, en general su uso “promueve
la pasividad y el consumo de la creatividad ajena en detrimento de la propia”.
La responsabilidad y el papel de los padres pasa a primer plano, en éste y
otros aspectos. Sin embargo, cuando se enfatiza la importancia de la educación,
uno teme la manipulación.
Salvando las
objeciones señaladas, el libro me ha resultado apasionante. No en vano razona
cual es el fundamento de esa enorme capacidad de aprendizaje del niño que tanto
sorprende al autor como al lector. Alimentada por la imitación.
Sin embargo,
echo en falta dos escenarios que escapan al libro. El primero es el histórico
de conocer por qué razón el cerebro humano ha optado por un proceso de integración
y perfeccionamiento tan prolongado en el tiempo e intenso en los resultados,
algo que contrasta con los animales que, apenas recién nacidos, se sostienen
temblorosos en sus patas y ven y oyen a su madre a la que cinco días más tarde
ya pueden seguirla en sus emigraciones o y desplazamientos. La contestación es
obvia: el objetivo a alcanzar por el recién nacido humano es mucho más amplio;
pero ¿cómo genéticamente se informa de ello a la neurona?
El segundo es
quizá más triste: asistimos a la construcción del cerebro y a la creación de su
estructura neuronal, pero ¿qué sucede con el cerebro del viejo? El que se
deteriora con mayor o menor velocidad. A uno siempre ese proceso le trae la
imagen del ordenador HAL, cuando el astronauta comienza a retirar sus
componentes. Pero esto algo que escapa también al objeto propuesto por la
autora del libro. Sin contar con la resistencia que siempre se tiene a hablar
de decadencias y extinciones cuando, se quiera o no, afectan a uno mismo.
Algo que no se
debe dejar de alabar son las múltiples veces en las que el libro se refiere al
funcionamiento del cerebro como algo “enigmático” y aquellas en las que deja
constancia de lo mucho que nos queda por conocer. Aunque lo que hoy se conoce
no es poco, es mucho más lo que ignoramos. Ni siquiera sabemos si estamos en el
buen camino. Subsiste, sin embargo, el afán humilde de conocer y buscar el conocimiento.
Un mérito por reconocer, respetar e imitar.
“El cerebro infantil. Los secretos del desarrollo
cognitivo” (156 págs.) es un libro del que es autora Rita Reig Viader en año no
conocido, 2015 siendo registrado en 2017 por RBA Coleccionables S.A.U.,
depositado legalmente en 2018 y probablemente publicado en 2019 en la serie
“Ciencia & Cerebro”
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