Vaya por
delante la aparente inutilidad de analizar una antología poética. Primero
porque en una antología alguien, en un afán de favorecernos, ha cercenado
muchas de nuestras opciones. Segundo, porque generalmente un poeta es un
traidor a sí mismo, que muchas veces responde con sus versos a mínimos
estímulos reflejo de curiosas sorpresas o finge estados anímicos y emocionales.
Como se verá, ambas críticas no son aplicables a esta antología. Pero, fuera de
ello, en esta ocasión de lo que se trata es de encontrar es la razón para que
entre dos hermanos, poetas y colaboradores, se proyecte luz sobre uno —Antonio—
y se desconozca a otro —Manuel—.
En la historia
de Manuel Machado se olvida eternamente que estudió como también lo hiciera su
hermano Antonio en la Institución Libre Enseñanza gracias a la gran relación
existente entre su abuelo con Giner de los Ríos. No es quizá en su formación
donde debemos ver la diversidad de poesías; sino en sus caracteres y actitudes.
¿Qué distingue
a Manuel de Antonio? Siendo simplistas diríamos
que uno se llama Manuel; el otro, Antonio. Es la salida fácil pero no la más
distante a la contestación que debiera darse. Nunca estuvieron enfrentados, uno
contra otro. Pero una cosa es enfrentarse y otra disentir. Ellos mismo son
protagonistas de este peculiar antagonismo: en 1921, a raíz del éxito en su
publicación del “Ars Moriendi” de Manuel, emprenden un diálogo epistolar. Éste
confiesa en ella: “Tu poesía no tiene edad. La mía sí la tiene”. A lo
que Antonio responde: “La poesía nunca tiene edad cuando es verdaderamente
poesía”.
La trayectoria política
de los dos hermanos es curiosa en el plano político. Manuel pasa parte de la guerra
en aquel Burgos capital temporal del movimiento para terminar muriendo en Madrid
pasados ya varios años de la década de los 40; por el contrario, Antonio
termina sus días vencido y en territorio francés. ¿Era Colliure su destino? Uno
Manuel escribe sonetos elogiosos a Franco; su hermano comete el error de
escribir su famoso “Si mi pluma valiera tu pistola…”, dedicada a Enrique
Lister, quien por cierto murió en Madrid en 1994 tras su ajetreado exilio hasta
1977. Antonio terminaría su verso con un “contento moriría”.
Curiosamente,
Antonio fue, al poco tiempo, algo así como un fetiche de la derecha más radical
española, y de la menos radical, claro. Manuel fue cayendo en el olvido, como
tantos otros; la derecha española nunca ha sabido cuidar a sus intelectuales. No
se trata de establecer un equilibrio: la poemática de Antonio superaba a la de
su hermano y, sobre todo, era distinta. Pero nunca dejaron de colaborar; el
sentimiento familiar superaba las diferencias de circunstancias.
Manuel, como Antonio, era
sevillano, y no dejó de serlo en su trayectoria vital. Antonio tuvo algo que le
cambió: sus cinco años de Soria, perdida la exuberancia de Sevilla y nacida su
atadura a una Castilla severa y austera. No importan, ni pesan, los años de
Baeza, ni los de Segovia, ni los de Madrid: “Mi infancia son recuerdos de un
patio de Sevilla…” Eso es Antonio, pero sólo fiel a ese espíritu fue Manuel.
Antonio contrasta con la visión
de Manuel del divertirse, incluso más allá de lo prudente. Pero mientras Manuel
es optimista dentro de lo que cabe, Antonio proclama: “Yo, como Anacreonte, quiero cantar, reír y
echar al viento las sabias amarguras y los graves consejos, y quiero, sobre
todo, emborracharme, ya lo sabéis... ¡Grotesco! Pura fe en el morir, pobre
alegría y macabro danzar antes de tiempo”. Diríamos que estos versos fueran simple efecto de una resaca, reciente o
presentida, si la cosa no fuera más profunda.
Mientras Antonio presiente de alguna forma la tristeza de la guerra civil,
que él mismo padeció, Manuel vive la alegría con lo que ésta implica —en todo caso para él— de esperanza. Pero es una alegría interrumpida contantemente
con la presencia, más o menos pasajera, de cosas que la ponen en peligro, como
la nostalgia, la pena, el dolor, la tristeza, la vejez y la muerte.
Si hay algo decisivo es la posición frente a la muerte. Ambos se enfrentan
a ella, no la real, sino la ideal. La posición de Antonio es clara en su famoso
poema: “Al borde del sendero un día nos sentamos…”; no cabe mayor
desolación, mayor confesión de cansancio. Pero Manuel no dista mucho de esa
idea, una idea que para siempre está presente en Antonio —no hasta Soria, iluminando
recuerdos perdidos sevillanos— pero que nunca estará
ausente en Manuel. Manuel no se sienta al borde del sendero, sino que camina
hacia la muerte. Con aire de soleares afirma: “Tonto es el que mira atrás /
mientras hay camino ‘alante’ / el caso es andar y andar”.
En 1922
publicó su “Ars moriendi”. Todo un poemario dedicado a este incómodo tema. Destaquemos
uno de sus versos: “¡Y Ella viene siempre! Desde que nacemos / su paso,
lejano o próximo, huella / el mismo sendero por donde corremos / hasta dar con
ella”. Es el mismo sendero , un hermano se sienta en su borde esperándola,
otro corre hacia ella. Destaquemos algo: las “Soledades” de Antonio se extendieron
desde 1903 a 1919, anteriores al “Ars Moriendi” de 1922 del que es autor
Manuel.
La solución
—siempre personal— la da quizá Manuel aquí: “Hijo, para descansar / es
necesario dormir / no pensar / no sentir / no soñar / Madre, para descansar /
morir”. Es probable que lo que pesa en Manuel sea ese cansancio, no la
imagen de muerte; un cansancio que no le impide seguir caminando Es quizá
nostalgia del cante de la cada vez más lejana Andalucía, de la juerga que aún
se puede encontrar en Madrid.
Manuel es cante, cuando para su
hermano es sólo recuerdo ligado a su patio sevillano. Pero no es un cante
superficial sino profundo. Manuel era un devoto del cante, hondo o no hondo.
Nada define mejor lo que piensa de él lo que expresa al decir “A todos nos
han cantado / en una noche de juerga / coplas que nos han matado…” Del
cante y en mismo libro nos dirá: “Es el saber popular, / el que encierra
todo el saber:/ que es saber sufrir, amar / morirse y aborrecer”.
Pero Manuel Machado fue mucho más
de ese embeleso por el flamenco. Arturo Ramoneda acompaña el libro con una
introducción y unas notas al pie sumamente interesantes. En sus anotaciones
muestra cómo Manuel Machado recorrió muchos caminos, más atento a la realidad
de la vida, que a la solemnidad del espíritu. Cantó a todo lo que quiso y se
quejó de todo lo que le dolía. Resumió así, por ejemplo, la esencia del toreo
en “La fiesta nacional” de 1906 o se quejó del maltrato recibido por los poetas
en “El mal poema” de 1909. Él, que fue llamado el “Verlaine español” y que puso
sus mejores esfuerzos para trasplantar el simbolismo a la poesía española. Al final
gana la guitarra y el cante. No olvida ni desprecia ningún palo: “Sevillanas
/ chuflas, tientos, marianas / tarantas, “tonás”, livianas… / Peteneras, /
“soleares”, “soleariyas” / polos, cañas, “seguiriñas”, / martinetes,
carceleras. / Malagueñas, granadinas / Todo el cante de Levante, / todo el
cante de las minas”, es una cita de su obra “De Sevilla”. Una retahíla semejante, pero distinta, la
incluirá en el verso que dedica a Lola Membrives en 1944
Hay algo que
añadir: somos muchos los que con el nombre de Machado hemos atribuido a Antonio
versos sonoros de Manuel. Me refiero en concreto a dos. Uno es el “Canto a
Andalucía”, el que dice: “Cádiz, salada claridad. Granada / agua oculta que
llora / Romana y mora, Córdoba callada / Málaga, cantaora / Almería, dorada /
Plateado, Jaén. Huelva a la orilla / de las tres carabelas / Y Sevilla…”.
El segundo es el titulado “Castilla”, demasiado largo para reproducirlo, pero
que siempre es recodado por su sonora estrofa: “El ciego sol, la sed y la
fatiga. / Por la terrible estepa castellana / al desierto, con doce de los
suyos / —polvo, sudor y hierro— el Cid cabalga.”
Estamos en todo
caso ante una antología y eso impone una referencia a esta categoría. La
antología no deja de ser una selección que viene hecha por otro y que uno
acepta, lo que supone la aceptación del gusto y el criterio del seleccionador.
De entrada, implica la renuncia, más que justificada a ser uno mismo el
seleccionador; pero al mismo tiempo, ofrece la ventaja de no tener que asumir
esa función. Uno sólo tiene la única opción que la de considerar la antología
como buena o mala. Y en este caso uno la considera buena; Arturo Ramoneda nos
ofrece una imagen verosímil y creíble de Manuel Machado obtenida a través de su
poesía; añade además una breve introducción que tiene más explicativa que de
dogmática.
¿Quién es el
destinatario real de una poesía? Se sabe de quién mana: el poeta, inspirado,
movido o impulsado por sensaciones, pensamientos, preocupaciones, ideologías,
pulsiones o lo que se quiera. No cabe duda de que inicialmente escribe para sí;
en la mayor parte de los casos con la pretensión de expresarse, aunque no en
todas; una vez calificado de poeta, sólo escribirá poesía. Pero ¿para quién más
escribe? Hay demasiados recipiendarios y cada uno lo sentirá como quiera.
La poesía es
subjetividad o no es poesía. Lo que es una virtud y una carga. Pero una subjetividad
que afecta tanto al poeta como al lector. Recuerda a aquella semilla que el
Evangelio nos dice que un labrador arrojaba sobre el campo y cuyos frutos
dependían del lugar en que cayera.
Si con estos
comentarios se ha pretendido algo es sacar a Manuel Machado del olvido en que
ha caído, hasta el punto de serle habitualmente atribuidos a su hermano
Antonio. Un olvido, casi una fosa, donde se depositan los restos de Fernández
Flórez, D’Ors, Plá, Muñoz Seca, Pemán… y tantos otros. No se pretende
equipararle siquiera su hermano Antonio, cuya superior calidad poética nadie
discute. Es algo tan simple como no sacrificarle en un torpe intento de
destacar su superioridad.
Con ello se logra
además penetrar en otra forma alternativa de ver la vida, aunque conservando el
color machadiano común a ambos hermanos. Leer a uno u otro es como sentir distintas
formas de lluvia, pero lluvia al fin y al cabo.
“Manuel Machado; Antología poética”
(356 págs.) es un libro del que es editor Arturo Ramoneda que en su tercera
edición ha sido publicado por Alianza Editorial en su colección De Bolsillo.
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