sábado, 8 de junio de 2019

Adela Muñoz Páez : “Historia del veneno. De la cicuta al polonio.”


 
Uno se topa de nuevo con un título tan sugerente como engañoso. Promete una historia del veneno cuando lo que vende son historias básicamente de envenenamientos donde el veneno tiene una presencia a veces casi testimonial. La autora, profesora de química como veremos, explica así esta anomalía: observó en sus alumnos una especial fascinación por los venenos y concibió la idea de escribir un libro sobre éstos. Sin embargo, “al comenzar a escribir sobre ellos encontré que las historias que rodeaban a los envenenamientos eran mucho más atractivas que los aspectos químicos o toxicológicos de los mismos”. Y cambió el rumbo de su proyecto, eso sí, olvidándole de cambiar su título que debiera haber sido algo así como “Envenenamientos de la historia”. Ni siquiera hubiera valido el de “Historia de los envenenamientos”.
La autora, Adela Muñoz Páez presenta un perfil curioso: se habla de ella como escritora y profesora de química. Esto último viene avalado por el hecho de ser catedrática de Química Inorgánica de la Universidad de Sevilla y especialista en Espectroscopia de Absorción de Rayos X (EXAFS) aplicada a la caracterización de materiales. Lo primero, el ser escritora, está justificado, más que por la publicación de más de un centenar de artículos de carácter científico, por la intensa actividad de publicación de libros, de divulgación especialmente, que inició en 2012 y que cuenta hasta 2018 ocho títulos.
El libro aparece dividido en tres periodos. El primero se refiere a la edad más antigua. El veneno más conocido, pero no el único, fue la cicuta y su ejemplo el envenenamiento de Sócrates, descrito minuciosamente por Platón. Fue una época en la que el veneno se utilizó como arma habitual para eliminar adversarios, hasta el punto de que dio lugar a una verdadera obsesión en la búsqueda de medidas de evitarlo, desde la utilización de víctimas que probaban los alimentos a la habituación mediante la ingestión continuada de pequeñas cantidades de veneno. Fue el caso de Mitrídates, el “re di Ponto” mozartiano, que se aplicó en la búsqueda del antídoto universal ayudado por su médico Kratevas. Descubierto el “mitridatum”, tuvo que recurrir a la espada para suicidarse por no resultar eficaces los venenos. Desfilan luego Cleopatra con su curioso envenenamiento mediante áspid y Roma, donde pasan los emperadores sin más notable aportación que los “probadores” de alimentos. Socialmente, sobre todo en las clases altas, es de destacar el temor constante al envenenamiento. No parece la parte más brillante del libro.
El segundo periodo histórico contemplado es el que se sitúa sobre los siglos XVI y XVII. Son piezas sueltas y amontonadas que se abren con la historia de los Borgia. La figura de Alejandro VI, papa, y de sus hijos, Lucrecia, César y Juan, componen un pasaje de lectura amena y entretenida. Como de costumbre estamos ante una historia de hechos, un verdadero cuento en el sentido más noble de la palabra, es decir el de narración. Nunca de explicación o interpretación. No podía faltar tampoco a la cita la corte de Luis XIV. Por fin, el apartado referente a “aquelarres y vuelos de brujas” parece preocuparse más de drogas y ungüentos que de venenos, lo que permite a la autora una interesante incursión en estos campos, Salem incluido.
Como es habitual, la presencia de envenenamientos en la historia se atribuye a una utilización “social” de los mismos. La concentración de acusaciones sobre los Borgia se acentúa, según destaca la autora, por el hecho de ser de origen español y tener que soportar el influjo de la leyenda negra. Lleva a cabo la típica asociación de una época con determinados venenos, en este caso la “cantarella”, cuya posible composición, su relación con el arsénico y sus efectos son descritos muy sumariamente.
Del enema con que se envenenó a un tal Overbury, personaje que se movió en el turbio escenario e los Estuardo y los Tudor, el libro salta a la consideración del mercurio como veneno. Y resulta que más que veneno es simplemente tóxico. Y que en su estado natural puede beberse sin ningún peligro; éste reside en las formas en que aparece como componente de otros productos que ahora se repasan. Pero eso no obsta para que se insista en la utilización tradicional del mercurio como medicina y como elemento fundamental para la alquimia, entre cuyos practicantes no duda en incluir a Newton. Uno recuerda el muy usado “Optalidón” para combatir el dolor, con compuestos de mercurio y hoy descatalogado una vez comprobada su peligrosidad.
Acabo de indicar que el mercurio “más que veneno es simplemente tóxico”. ¿Es correcto decir esto? Pues resulta que no; si vamos al Diccionario de la Lengua, el DRAE, además de encontrarnos acepciones que aluden a daños morales y sentimientos negativos, el veneno se caracteriza por producir graves alteraciones funcionales e, incluso, la muerte. Una segunda acepción califica de veneno de “cosa nociva a la salud”. Algo realmente maximalista. Uno veía el veneno como el “veneno reventiño” con el que se hacía referencia al veneno que mataba. Ahora tengo que admitir que hay venenos reventiños y no reventiños (aclararé que “reventiño” es un término que no figura en el DRAE pero que uno asumió al ser de uso común en su lugar de origen, pero que algo tiene que ver quizá con Saturnino Calleja y sus cuentos de los años 20). Rectificado así el concepto de veneno, las cosas encajan. Veneno no es un concepto amplísimo, pero sí amplio.
Queda entonces la cuestión de la malignidad de la utilización de los venenos. La intervención del hombre. En no pocas ocasiones han sido utilizados con finalidades médicas. En otras, han sido manejados con objetivos científicos sin prever sus resultados nocivos, lo que típicamente sucedió con el matrimonio Curie y los materiales radiactivos. O, de manera más lejana con los alquimistas (en los que incluye a Newton o a San Alberto el Magno) en los que la curiosidad investigadora buscaba logros económicos.
Algo peculiar en esta lectura es cómo se suceden sin demasiado sentido las páginas en las que, efectivamente, se trata de los venenos, su composición, su obtención, su peculiar tráfico y sus efectos más o menos mortales, y aquellas otras páginas en las que se nos ofrecen históricas, muchas veces poco conocidas, narradas de forma que pudiéramos llamar muy periodística, sin adentrarse nunca demasiado en la psicología del envenenador y narrando los hechos de forma clara y sencilla. Ese contraste es algo a lo que uno se acostumbra rápidamente. Aunque era algo que no esperaba.
Lo que, en momentos determinados, se echa en falta en la lectura del libro es una formalización o análisis de la socialización de los venenos. La autora insiste en varios momentos que el envenenamiento era algo así como una costumbre social. Aunque destaca épocas en que su uso está más extendido que en otros, lo cierto es que lo toma como algo de presencia constante en la humanidad.
En referencia a aquella publicación llamada “El Caso”, el libro indica que reflejaba “un panorama de la España de la época bastante sórdido, lleno de criadas resentidas, amantes despechadas, mujeres maltratadas y niñas que sin haber terminado de crecer se veían obligadas a hacer de madres de sus numerosos hermanos”. Dada la tendencia feminista ―no radical hay que entender de la autora evidente en su biografía reciente, hay que suponer que esto más que una acusación a un género (como ahora se dice) lo es a una época. Sin embargo, esa imputación a las mujeres parece persistir en otros pasajes del libro. Hay que entender que no es que las mujeres utilicen más los venenos sin justificación, sino que en todo crimen subyace la voluntad de ocultación o, al menos, de discreción. Y que ésta, junto con la persistencia de la venganza, corresponde más a la identidad femenina, sin la violencia explosiva a la que tiende el varón.
La tercera parte del libro, dedicada al fin del milenio, comienza por una larga referencia al arsénico al que tacha de “rey de los venenos”. Las indicaciones técnicas de este veneno, también usado como medicina, se alternan con referencias a crímenes cometidos con este veneno por envenenadoras. Aparecen nuevos venenos: la estricnina, la morfina, la belladona, el opio, por ejemplo. O el cianuro. Göbbels y Rasputín se añaden al gran número de mencionados. Y la monstruosa orgía que supuso el uso del Zyklon B en los campos de exterminio, impuesto por simples razones económicas y psicológicas. Y, por fin, Turing que, acosado, mordió una manzana con cianuro. Un error del libro es abordar, muy superficialmente, la eutanasia en la que la utilización de venenos es cómoda y simple. La eutanasia es un problema más profundo; distinto, en definitiva.
Pasa luego a examen el talio, un elemento químico que se usó como depilatorio por ser uno de sus síntomas la caída del pelo y que fue muy citado por no dejar rastros. El progreso hará a saltar a primer plano al polonio. No es que Litvinenko, el antiguo miembro de la KGB fuera su única víctima, pero las incidencias de su muerte conmovieron e inquietaron a la opinión pública y merecen ser recordadas.
¿Cómo resumir la sensación que produce este libro? El intento de mezclar dos tonos: el didáctico y el episódico está casi logrado, pero no del todo. El libro, así, entretiene y está bien escrito. Sirve para ampliar la idea de veneno, sin llegar a incluir en ella cosas como el cambio climático, la carne roja o el alcohol. Sorprende que casi todos los venenos importantes fueron en su día, y aun ahora, utilizados como medicamentos. O el desenfoque sufrido por mentes de cuya brillantez nadie duda.
Es un libro entretenido, de fácil lectura porque está bien escrito. Tiene excesos y defectos que no deben arredrar al lector, que probablemente disfrutará con su contenido. Si no le afectan las descripciones un tanto crudas de las muertes de los envenenados que, por descontado, no se ahorran. Estamos hablando de venenos nada menos.
“Historia del veneno, De la cicuta al polonio.” (302 págs.) es un libro del que es autora Adela Muñoz Páez en 2012 siendo publicado por Debate el mismo año.

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