Uno se topa de
nuevo con un título tan sugerente como engañoso. Promete una historia del
veneno cuando lo que vende son historias básicamente de envenenamientos donde
el veneno tiene una presencia a veces casi testimonial. La autora, profesora de
química como veremos, explica así esta anomalía: observó en sus alumnos una
especial fascinación por los venenos y concibió la idea de escribir un libro
sobre éstos. Sin embargo, “al comenzar a escribir sobre ellos encontré que
las historias que rodeaban a los envenenamientos eran mucho más atractivas que
los aspectos químicos o toxicológicos de los mismos”. Y cambió el rumbo de
su proyecto, eso sí, olvidándole de cambiar su título que debiera haber sido algo
así como “Envenenamientos de la historia”. Ni siquiera hubiera valido el de
“Historia de los envenenamientos”.
La autora,
Adela Muñoz Páez presenta un perfil curioso: se habla de ella como escritora y
profesora de química. Esto último viene avalado por el hecho de ser catedrática
de Química Inorgánica de la Universidad de Sevilla y especialista en Espectroscopia
de Absorción de Rayos X (EXAFS) aplicada a la caracterización de materiales. Lo
primero, el ser escritora, está justificado, más que por la publicación de más de
un centenar de artículos de carácter científico, por la intensa actividad de publicación
de libros, de divulgación especialmente, que inició en 2012 y que cuenta hasta
2018 ocho títulos.
El libro
aparece dividido en tres periodos. El primero se refiere a la edad más antigua.
El veneno más conocido, pero no el único, fue la cicuta y su ejemplo el envenenamiento
de Sócrates, descrito minuciosamente por Platón. Fue una época en la que el
veneno se utilizó como arma habitual para eliminar adversarios, hasta el punto de
que dio lugar a una verdadera obsesión en la búsqueda de medidas de evitarlo,
desde la utilización de víctimas que probaban los alimentos a la habituación
mediante la ingestión continuada de pequeñas cantidades de veneno. Fue el caso
de Mitrídates, el “re di Ponto” mozartiano, que se aplicó en la búsqueda del antídoto
universal ayudado por su médico Kratevas. Descubierto el “mitridatum”, tuvo que
recurrir a la espada para suicidarse por no resultar eficaces los venenos.
Desfilan luego Cleopatra con su curioso envenenamiento mediante áspid y Roma,
donde pasan los emperadores sin más notable aportación que los “probadores” de
alimentos. Socialmente, sobre todo en las clases altas, es de destacar el temor
constante al envenenamiento. No parece la parte más brillante del libro.
El segundo
periodo histórico contemplado es el que se sitúa sobre los siglos XVI y XVII.
Son piezas sueltas y amontonadas que se abren con la historia de los Borgia. La
figura de Alejandro VI, papa, y de sus hijos, Lucrecia, César y Juan, componen
un pasaje de lectura amena y entretenida. Como de costumbre estamos ante una
historia de hechos, un verdadero cuento en el sentido más noble de la palabra,
es decir el de narración. Nunca de explicación o interpretación. No podía
faltar tampoco a la cita la corte de Luis XIV. Por fin, el apartado referente a
“aquelarres y vuelos de brujas” parece preocuparse más de drogas y ungüentos que
de venenos, lo que permite a la autora una interesante incursión en estos
campos, Salem incluido.
Como es
habitual, la presencia de envenenamientos en la historia se atribuye a una
utilización “social” de los mismos. La concentración de acusaciones sobre los
Borgia se acentúa, según destaca la autora, por el hecho de ser de origen
español y tener que soportar el influjo de la leyenda negra. Lleva a cabo la
típica asociación de una época con determinados venenos, en este caso la
“cantarella”, cuya posible composición, su relación con el arsénico y sus
efectos son descritos muy sumariamente.
Del enema con
que se envenenó a un tal Overbury, personaje que se movió en el turbio
escenario e los Estuardo y los Tudor, el libro salta a la consideración del
mercurio como veneno. Y resulta que más que veneno es simplemente tóxico. Y que
en su estado natural puede beberse sin ningún peligro; éste reside en las
formas en que aparece como componente de otros productos que ahora se repasan.
Pero eso no obsta para que se insista en la utilización tradicional del
mercurio como medicina y como elemento fundamental para la alquimia, entre cuyos
practicantes no duda en incluir a Newton. Uno recuerda el muy usado “Optalidón”
para combatir el dolor, con compuestos de mercurio y hoy descatalogado una vez
comprobada su peligrosidad.
Acabo de
indicar que el mercurio “más que veneno es simplemente tóxico”. ¿Es correcto
decir esto? Pues resulta que no; si vamos al Diccionario de la Lengua, el DRAE,
además de encontrarnos acepciones que aluden a daños morales y sentimientos
negativos, el veneno se caracteriza por producir graves alteraciones funcionales
e, incluso, la muerte. Una segunda acepción califica de veneno de “cosa nociva
a la salud”. Algo realmente maximalista. Uno veía el veneno como el “veneno
reventiño” con el que se hacía referencia al veneno que mataba. Ahora tengo que
admitir que hay venenos reventiños y no reventiños (aclararé que “reventiño” es
un término que no figura en el DRAE pero que uno asumió al ser de uso común en
su lugar de origen, pero que algo tiene que ver quizá con Saturnino Calleja y
sus cuentos de los años 20). Rectificado así el concepto de veneno, las cosas
encajan. Veneno no es un concepto amplísimo, pero sí amplio.
Queda entonces
la cuestión de la malignidad de la utilización de los venenos. La intervención
del hombre. En no pocas ocasiones han sido utilizados con finalidades médicas.
En otras, han sido manejados con objetivos científicos sin prever sus
resultados nocivos, lo que típicamente sucedió con el matrimonio Curie y los
materiales radiactivos. O, de manera más lejana con los alquimistas (en los que
incluye a Newton o a San Alberto el Magno) en los que la curiosidad
investigadora buscaba logros económicos.
Algo peculiar
en esta lectura es cómo se suceden sin demasiado sentido las páginas en las
que, efectivamente, se trata de los venenos, su composición, su obtención, su
peculiar tráfico y sus efectos más o menos mortales, y aquellas otras páginas
en las que se nos ofrecen históricas, muchas veces poco conocidas, narradas de
forma que pudiéramos llamar muy periodística, sin adentrarse nunca demasiado en
la psicología del envenenador y narrando los hechos de forma clara y sencilla.
Ese contraste es algo a lo que uno se acostumbra rápidamente. Aunque era algo
que no esperaba.
Lo que, en momentos
determinados, se echa en falta en la lectura del libro es una formalización o
análisis de la socialización de los venenos. La autora insiste en varios
momentos que el envenenamiento era algo así como una costumbre social. Aunque
destaca épocas en que su uso está más extendido que en otros, lo cierto es que
lo toma como algo de presencia constante en la humanidad.
En referencia a
aquella publicación llamada “El Caso”, el libro indica que reflejaba “un panorama
de la España de la época bastante sórdido, lleno de criadas resentidas, amantes
despechadas, mujeres maltratadas y niñas que sin haber terminado de crecer se
veían obligadas a hacer de madres de sus numerosos hermanos”. Dada la
tendencia feminista ―no radical hay que entender― de la autora evidente en su
biografía reciente, hay que suponer que esto más que una acusación a un género
(como ahora se dice) lo es a una época. Sin embargo, esa imputación a las
mujeres parece persistir en otros pasajes del libro. Hay que entender que no es
que las mujeres utilicen más los venenos sin justificación, sino que en todo
crimen subyace la voluntad de ocultación o, al menos, de discreción. Y que
ésta, junto con la persistencia de la venganza, corresponde más a la identidad
femenina, sin la violencia explosiva a la que tiende el varón.
La tercera parte
del libro, dedicada al fin del milenio, comienza por una larga referencia al arsénico
al que tacha de “rey de los venenos”. Las indicaciones técnicas de este veneno,
también usado como medicina, se alternan con referencias a crímenes cometidos
con este veneno por envenenadoras. Aparecen nuevos venenos: la estricnina, la
morfina, la belladona, el opio, por ejemplo. O el cianuro. Göbbels y Rasputín
se añaden al gran número de mencionados. Y la monstruosa orgía que supuso el
uso del Zyklon B en los campos de exterminio, impuesto por simples razones económicas
y psicológicas. Y, por fin, Turing que, acosado, mordió una manzana con cianuro.
Un error del libro es abordar, muy superficialmente, la eutanasia en la que la
utilización de venenos es cómoda y simple. La eutanasia es un problema más
profundo; distinto, en definitiva.
Pasa luego a
examen el talio, un elemento químico que se usó como depilatorio por ser uno de
sus síntomas la caída del pelo y que fue muy citado por no dejar rastros. El
progreso hará a saltar a primer plano al polonio. No es que Litvinenko, el
antiguo miembro de la KGB fuera su única víctima, pero las incidencias de su
muerte conmovieron e inquietaron a la opinión pública y merecen ser recordadas.
¿Cómo resumir
la sensación que produce este libro? El intento de mezclar dos tonos: el
didáctico y el episódico está casi logrado, pero no del todo. El libro, así,
entretiene y está bien escrito. Sirve para ampliar la idea de veneno, sin
llegar a incluir en ella cosas como el cambio climático, la carne roja o el
alcohol. Sorprende que casi todos los venenos importantes fueron en su día, y
aun ahora, utilizados como medicamentos. O el desenfoque sufrido por mentes de
cuya brillantez nadie duda.
Es un libro
entretenido, de fácil lectura porque está bien escrito. Tiene excesos y
defectos que no deben arredrar al lector, que probablemente disfrutará con su
contenido. Si no le afectan las descripciones un tanto crudas de las muertes de
los envenenados que, por descontado, no se ahorran. Estamos hablando de venenos
nada menos.
“Historia del veneno, De la cicuta
al polonio.” (302 págs.) es un libro del que es autora Adela Muñoz Páez en 2012
siendo publicado por Debate el mismo año.
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