Pedro Ontoso
Soto nació en Baracaldo en 1956, es decir, tres años antes del nacimiento
formal de ETA. Dos datos para tener en cuenta. Es fundamentalmente periodista,
aunque también se le ha destacado como sociólogo, quizá por su inclinación al
estudio de las relaciones entre la política y la religión, temas candentes en
la región donde escribe, ya que fue subdirector de “El Correo Español-El pueblo
vasco”. Ha dirigido también un máster de periodismo organizado por dicho
periódico y la Universidad del País Vasco.
De lo que no
cabe duda es que es historiador, algo usual en todos los historiadores de cosas
muy concretas. La historia debe tener profundidad y verdad; en otro caso, es
difícil hablar de historia. Hay que añadir aún cierta lejanía para no ser
simple periodismo, aunque alguna cercanía sea necesaria para aliviar la memoria
de los que vivieron la historia y darle sentido. Y Ontoso nos recuerda algunas cosas,
pero, sobre todo, nos informa de otras muchas que desconocíamos. En ocasiones
uno tiene la sensación de estar ante una pequeña guía telefónica por la
profusión de personas citadas en el libro, el cual es una colección de
artículos más o menos independientes entre sí y que apenas guardan un orden
cronológico general. No obstante, en su conjunto poseen un indudable valor como
recopilación de datos, núcleo de una historia que se cuenta con profusión de
informaciones sobre hechos y antecedentes personales.
La idea matriz
es la naturaleza especialmente religiosa del pueblo vasco. “Euskaldun,
fededun”, la categoría que equipara al ser vasco con ser creyente es un axioma
que se ha grabado a sangre y fuego de generación en generación en Euskadi tras
una tradición milenaria en la que las referencias religiosas han formado parte
del ADN de su pueblo y han conformado su identidad”. Ante esa última
expresión del autor uno se teme lo peor: nunca se invoca el término “pueblo” en
vano. Poco más adelante se nos dirá: “La historia del País Vasco no se puede
entender sin el papel preponderante de figuras del estamento eclesiástico, pues
éstas no se dedicaron únicamente a organizar sus domingos y sus preceptos
religiosos, sino que además acabaron adoptando el rol de ideólogos de su
sistema sociopolítico.”
Ontoso
concluye: “Lo que continúa siendo un enigma insondable es la pregunta de por
qué en una sociedad tan católica como la vasca germina una ideología
totalitaria que nutre y alimenta a ETA, una organización despiadada que rompe
con esa tradición”. Antes ya se ha manifestado consciente de su “apresurada
secularización”, aunque en referencia a un PNV. Pero uno sabe que es un
hecho que afecta a toda la sociedad, no solo la vasca, pero que en ésta ha
provocado que se cambie el objeto de esa peculiar religiosidad: de Dios
(Jaungoikoa) a la patria vasca, es decir, al soberanismo. No le parece al
lector una pregunta tan insondable; hay otras preguntas más precisadas de
respuesta.
Sorprende la
gran presencia, constante además, de religiosos que aparecen en el libro, como
protagonistas de toda clase de piruetas políticas, lindantes unas con el
buenísmo y otras no. Pero eso no debe conducir a referirse a la Iglesia
católica como algo monolítico. A uno le parece que hay tres estratos
perfectamente diferenciables en este escenario vasco: el Vaticano, tendente a
la más refinada diplomacia; la jerarquía eclesiástica, siempre acomplejada; y
los curas, hablando machaconamente desde los púlpitos parroquiales. Ni siquiera
en cada uno de ellos puede hablarse de actitudes generales, pero el hecho es
que se han producido hechos que permiten esa caracterización. Diferenciar los
estamentos y distinguir los individuos es una labor necesaria.
Hay que añadir
la influencia de San Egidio, la voluntad de los obispos vascos de no depender
de la archidiócesis de Burgos y Pamplona y crear la Iglesia vasca, la dudosa
actuación de Elkarri, la utilización de lugares religiosos como refugios, la
continua sucesión de nombres como los de Setién, Munilla, Sebastián, Uriarte…
junto con la presencia de personas integradas en congregaciones religiosas, la
ausencia de víctimas de religiosos en los atentados de ETA, el sesgo
independentista de la iglesia vasca, la referencia constante a la “cuestión
vasca”, la manifiesta actitud de perdón de los malos y de justificación de sus
acciones… todo son evidencias la actitud de la Iglesia que denuncia Ontoso.
Los jesuitas
ocupan una posición especial y, como a ellos les gusta, distinta. La
vinculación de su fundador con un pueblo vasco parece haber dotado a esta
Compañía de un sentido singular de arraigo. Ontoso es suficientemente claro,
pero uno tiene la sensación de que pesa sobre él la mesura que impone el
trabajar en la órbita de la Universidad de Deusto, regida por los jesuitas. No
rehúye, desde luego indicar quién pertenece a esa orden religiosa; ni deja de referirse
elogiosamente a los jesuitas que mantuvieron un rechazo a la apreciación de un
puro conflicto civil; pero más allá de eso no trata de ocultar nada. Podría
hacerlo, pero no lo hace. Y siempre parecen estar presentes. ¿Ad Maiorem Dei
Gloriam?
Hay otra cosa
que, a mi parecer, se destaca de forma imprecisa. Es la confusión entre la
violencia y el soberanismo. Las condenas que han podido existir en la Iglesia
se ha dirigido contra la violencia. No era para menos cuando pretendiendo el
soberanismo se cometían atroces crímenes. La iglesia condenaba éstos (aunque
justificándolos a veces) pero añadía como compensación las reivindicaciones
relacionadas con el famoso “problema político”. Olvidaban que un asesinato se
puede perdonar en la confesión, pero el Estado y la sociedad no pueden olvidar
el castigo y la reparación. Y qué intervención más bonita, más ejemplar, más
abnegada a la par que lucida, que la participación en el fregado en funciones
de mediador. Cuenta el libro que cuando un líder de Gesto por la Paz criticó a
Idígoras por su connivencia con ETA, fue reprendido por la jerarquía “con el
argumento de que esa línea de actuación ‘cerraba puertas’ y ‘rompía puentes’,
pensando en el papel mediador de la Iglesia”. O sea: una Iglesia con
vocación de pontonera. No debía ser consciente la Iglesia del actual laicismo
creciente que, si en otras regiones se traducía simplemente en reducción de
vocaciones y de asistentes a las misas, en el País Vasco se hacía especialmente
lamentable al variar la religiosidad de Dios a la Patria Vasca.
De hecho, la
jerarquía vasca fue dominada por partidarios del nacionalismo radical,
comprensivo incluso con los violentos. Fueron los tiempos de Setién. En un
momento dado la Conferencia Episcopal Española, tras de mostrar cierta
resistencia a Aznar, decidió dejar de tener como respetables e intangibles las
decisiones de la iglesia vasca en estas cuestiones. El “golpe de volante”, con
el que se cambió además al obispado vasco, se realizó bajo el control de Rouco,
tratando de que la Iglesia se alejara de cuestiones políticas y se preocupara
de la vida espiritual de sus fieles.
El libro se
refiere, por ejemplo y de forma tan despaciosa por novelada como aburrida, a
las conversaciones de Otegui y Eguiguren en el caserío de Txillarre. La iglesia
siempre al fondo, unas veces con el cardenal francés Robert Echegaray o el
sacerdote irlandés Alec Reid. El socialista Eguiguren “reconoce que la carga
de compromiso que lleva la religión le ayudó a entrar en la política” y
afirma “El cristianismo a unos nos llevaba a la política y a otros a los
Comandos Autónomos Anticapitalistas”. Sorprende que Ontoso pinte una imagen
placentera y hasta santificada de Otegui y Eguiguren. O que contradiga, aun sin
negarlas tajantemente, las frases que ven nacer a ETA en seminarios,
sacristías, conventos o parroquias, aunque luego sus descripciones avalen su
veracidad.
Se va
despidiendo el libro hablando de los arrepentidos y de los que llama apóstoles
de la reconversión. Su ejemplo, José Luis Álvarez Santacristina, alias Txelis.
Que de seminarista llegó a ser uno de los directivos de ETA para finalmente
arrepentirse, ya encarcelado, ante el asesinato de Yoyes. Cito que Ontoso
indica que el ”antiguo seminarista, acumulaba un pasado de violencia”.
Pero nos ofrece a continuación una imagen de arrepentido que deja chico a San
Pablo. Junto a los arrepentidos, los conversores. Que en el caso de Txelis es
el claretiano José Zabaleta. Y de otras varias parejas similares que continúa
citando. Es el abandono de la Parabellum y el retorno a la Biblia. Pero ahora
le surge a uno la duda de si es la vuelta real al Evangelio o a su sucedáneo,
la teología de la liberación. De todas las formas, bienvenidos sean esos casos
cuando son veraces, pero en todo caso escasos.
El libro trata
de compensar. Hay que hablar de Parabellum y también de Biblia, pero es inútil
buscar al Biblia y menos el Evangelio: uno encuentra solamente política. La
iglesia vasca huele a ETA, se quiera o no. Cuando se suspende la violencia
física (no la psicológica y la moral) huele simplemente a BILDU. Son sus ovejas.
¿Ya perdidas?
En cualquier
caso, el libro es un espléndido camino para recorrer y recordar las veces en
que se produjeron falsas treguas de ETA, las veces que los gobiernos de uno y
otro signo trataron de negociar el cese de la violencia o los curiosos intentos
históricos del PNV de acercarse al Vaticano. La voluntad de clarificación del
pasado de Ontoso es encomiable, pero uno la ve lejana de ser plenamente
convincente. Aunque admite simplemente lo que es innegable, que no es poco. Sucede
igualmente que, aunque en la portada de la obra el subtítulo habla de un tiempo
pasado , el último capítulo de libro se titula simplemente así: “La iglesia
vasca no se desarma”. Parece que la iglesia vasca tuvo en sus manos la
Parabellum más tiempo que la Biblia. Con todo, la lectura de este libro será
siempre recomendable. Y encomiables el propósito y trabajo del autor.
“Con la Biblia y la Parabellum.
Cuando la iglesia vasca ponía una vela a Dios y otra al diablo” (474 págs.) es
un libro del que es autor Enrique Pedro Ontoso, registrado en 2019 y publicado
por Ediciones Península el mismo año dentro de la colección “Atalaya”.
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