En pocos casos
como en este, es preciso dirigir inicialmente una mirada al autor, antes que al
mismo contenido del libro. Si hubiera que calificar muy brevemente a Richard
Dawkins no diríamos de él que es un etólogo, un biólogo evolutivo o un
divulgador: indicaríamos que es por encima de todo un darwinista, y además ateo
y polemista.
Como darwinista
ha mostrado una crítica continua y severa a los llamados creacionistas, es
decir, a los que creen que todo ha sido creado y diseñado por un Ser superior.
Aunque esa idea existe latente en todas las religiones, Dawkins ha dirigido su
polémica hacia las tesis deístas cristianas. Más concretamente, hacia ciertas
iglesias protestantes y, especialmente, contra el anglicanismo, su religión de
infancia, aunque desde los nueve años, como él declara, comenzó a dudas de la
existencia de Dios. De ahí ha pasado a ser uno de los “Jinetes del Nuevo Ateísmo”.
Pero, aunque se
afirma que el creacionismo lo profesan hasta el 57% de la población
norteamericana, lo cierto es que el darwinismo es algo aceptado por la mayoría
de las personas cuando conocen su formulación más simple. La misma Iglesia
católica lo rechazó en principio, luego lo redujo al momento en que surgió el
hombre; por fin, alienta la lectura el Génesis a la luz de las nuevas ideas del
darwinismo.
El hecho cierto
es que tanto el creacionismo como el darwinismo han creado numerosas escuelas y
desgajamientos. Una situación que nos permite pensar que estamos en persecución
de un conocimiento que aún no tenemos y que descansará en algún punto
intermedio. O no; y nos lleve a otro plano de discusión.
Entiendo que un
hecho cierto es que la gran defensa del darwinismo ha estado orientada por la
supervivencia del más apto. Dawkins nos habla de un relojero ciego (The Blind
Watchmaker), expresión un tanto desafortunada, por cierto. Mientras Darwin
trataba de explicar el funcionamiento de su idea como base del progreso,
Dawkins niega todo diseño. Todo, simplemente, sucede. Eso sí, se encontró con
la irrupción de los nuevos descubrimientos biológicos sobre genética y,
simplemente, abusó de ellos.
Si quisiéramos
resumir la tesis que mantiene Dawkins la referiríamos al título de su obra: hay
un relojero (que en ese caso no es Dios, sino la naturaleza misma) y éste es
ciego (es decir, la naturaleza no evoluciona con un sentido o una finalidad);
no hay diseño alguno en la evolución; es ciega). Digamos al paso que Dawkins
indica que “el relojero que da título a ese libro lo he tomado prestado de
un famoso tratado escrito por William Paley, teólogo del sigo XVIII,” Del
que afirma que su argumento “está formulado con una sinceridad apasionada e
ilustrado con los conocimientos más avanzados de su tiempo, pero es erróneo,
clamorosamente erróneo”.
Con su tendencia
a la dispersión, dedica unas cuantas páginas a distinguir lo que llama ‘cosas
complejas’ (y aquí entra todo lo vivo) y ‘cosas simples’ (el resto, dominado
por la física). En ese sentido añade: “La biología es el estudio de las
cosas complejas que dan la impresión de haber sido diseñadas con un fin. La
física es el estudio de las cosas simples que no nos incitan a pensar en un
diseño deliberado”. Pero inmediatamente, al hablar de nosotros, los
humanos, dice: “¿Fuimos también diseñados en una mesa de dibujo y nuestras
piezas fueron ensambladas por un hábil ingeniero? Mi respuesta es que no”.
El siguiente capítulo se abrirá rizando el rizo: “La selección natural es un
relojero ciego, porque no ve más allá, no planifica las consecuencias, ni tiene
una finalidad en mente”. Aunque a continuación trata de tranquilizar al
lector admirado de los resultados de la selección natural: ·”El propósito de
este libro es resolver esta paradoja para satisfacción del lector”. Gracias
Mr. Dawkins. Aunque de momento lo hace perdiéndose en historias sobre el
sistema de ecolocalizción de los murciélagos, el radar y el sonar. Tras ello,
zarandea algo a Paley y critica al “honesto” obispo de Birmingham, Hugh
Montefiore, por no compartir sus ideas, las de Dawkins claro
Esto lleva distinguir
dos cosas diversas: la evolución y la selección natural. En el libro se señala
esta ‘bastante irritante confusión’: “La mutación es azar; pero la selección
natural es lo contrario del azar”. Dawkins va a sacar otro conejo del
sombrero; tiene muchísimos, pero éste le va a dar mucho juego: es la mutación
acumulativa. “La organización viviente es producto de una selección
acumulativa”. Algo así como la cámara rápida que nos ahorra tiempo de espera.
Requisito para su existencia es la reproducción.
De alguna forma
se refugia en dos consideraciones: los cambios son mínimos y los cambios son
numerosísimos. Esto entronca con su idea fundamental: la acumulación
acumulativa en la que no rige el azar. Encaja en ese esquema, aunque sea un
tanto a gorrazos, el mimetismo o la peculiar posición de los ojos de los
lenguados. Durante muchas páginas Dawkins muestra su faceta de profesor de
Zoología. Repasa auténticas curiosidades de la naturaleza que dejan en
evidencia como ésta ha llegado a finalidades análogas por caminos distintos.
Pero uno tiene la sensación de que olvida el destino de los fallidos ¿cuántos
“homos” han existido y donde están los que no son “sapiens”? El elegante o la
jirafa ¿no han dejado eslabones intermedios perdidos en su conformación? (luego
se reirá de los que hacen esta pregunta). En sentido contrario ¿Qué tiene que
ver nuestro ojo (porque el ojo es una obsesión de Dawkins) con el del mosquito
que vuela antes de que le alcance nuestra mano? Uno de los hechos que destaca
es la irreversibilidad de las mutaciones experimentadas por los organismos
vivos.
Para probar sus
asertos, Dawkins cuenta como creó su programa informático DESARROLLO, que
simulaba mutaciones sucesivas simplificadas dentro de un esquema arboriforme.
Al menos para mí, el resultado es francamente desilusionante y su alcance
probatorio prácticamente nulo. A los dibujillos que obtuvo los denomina “Bioformas”,
por recordarle imágenes prehistóricas de Desmond Morris que él utilizó en la
portada de la primera edición de su Gen Egoísta. A DESARROLLO siguió
REPRODUCCIÓN y a éste su “gran programa” EVOLUCIÓN”. Y nos los recordará en
varias ocasiones.
Algo que
indudablemente Dawkins trata de ocultar o disimular, como se quiera, es el
momento científico en nos encontramos. Aunque lo duda a veces, cree que ya
hemos logrado el desiderátum del conocimiento total que siempre late en el
hombre. O casi. Todo ello va acompañado de la sensación de haber descubierto prácticamente
todo, una sensación que uno ha visto en otros muchos momentos de la historia,
vistos hoy como simples episodios de engreimiento en los que los científicos se
creen poseedores de la verdad. El descubrimiento de la genética, el poder del
ADN, el mismo darwinismo extremo producen esos goyescos fantasmas de la
imaginación. Y un orgullo que hace que las posturas ateas sean una
representación más del ya antiguo matar al padre. Por los parajes de la
embriología y la genética va a discurrir el resto del libro, que se aventura
incluso con los problemas del origen y nacimiento de la vida, de la pluralidad
de orígenes de la vida. Pero siempre lo hace circunscrito a nuestra Tierra,
ajeno a ideas de eternidad o de espacio. Realmente, el mismo ámbito en que
Darwin hizo sus razonamientos.
Ms tarde se
referirá la taxonomía. Y al hilo de ese discurso se referirá y criticará a los “gradualistas”,
los “puntuacionistas”, los “saltacionistas”, los “interrupcionistas”, los “catastrofistas”,
los “aceleracionistas”, los “cladistas”… Es una de las partes más interesantes
del libro por lo que tiene de historia de las escuelas y teorías derivadas de
Darwin. Los fósiles y su localización en islas y continentes son el telón de
fondo de este capítulo.
En su página
170 el libro declara: “La idea básica del ‘relojero ciego’ es que no necesitamos
la existencia de un diseñador para comprender la vida o cualquier otra cosa en
el universo”. Y aclara que el problema con que se enfrente “quedará
mejor explicado no considerando muchas teorías concretas, sino sólo una que
sirva de ejemplo de la forma en que puede resolverse la cuestión primordial:
cómo comenzó la selección acumulativa”.
Yo tacharía
este libro de ser una obra “débil”. Con esta vaga expresión quiero aludir al
sinsentido que supone la insistencia en la defensa de unas ideas ya admitidas
por la generalidad de las personas (dejemos al simple seguir en su simpleza si
no es agresiva), añadiéndolas arabescos laterales que las debilitan. Esa
debilidad que se confirma con la forma, insultante y despectiva, con que
Dawkins rebate a otros científicos cuando no coinciden con sus ideas, pese a
que éstas se proponen siempre como simple creencias, convicciones personales y
hasta puras opiniones.
Con todo, no
son éstos los principales defectos del libro. Éste rebosa egocentrismo al partir
de las tesis mantenidas por Dawkins como verdaderas e indiscutibles. No es una
obra donde se mantengan unas tesis que se ofrezcan como hipótesis, de trabajo o
no, al lector, sino que se le proporcionan como verdades absolutas,
recurriéndose para ellos a la crítica de otras de otros expertos. Y dado el
sesgo antirreligioso de Dawkins, dichas teorías se orientan a detener la
evolución en la naturaleza, el relojero.
Richard Dawkins
es un zoólogo. Como tal exhibe, además de su obsesión por el ojo, una amplia
erudición con temas animales. El reino vegetal, también vida, queda sin tocar
en absoluto. Hay temas ignorados como la rapidez de evolucionar de las
bacterias frente a los antibióticos; o los cálculos que nos hablan de la
subsistencia de sólo un 1 por 1.000 de los animales que han existido; o del
sentido de la depredación; o del descubrimiento constante de nuevas especies…
La realidad de la evolución merecería un tratamiento más serio o menos
anecdótico que el que nos ofrece “El relojero ciego”. Añade dudas y no aporta
explicaciones.
“El relojero ciego. Por qué la
evolución de la vida no necesita de ningún creador” (352 págs) es un libro del
que es autor Richard Dawkins, que registró su primer copyright en 1986. El
libro en su traducción española ha sido publicado por Tusquets en la colección
Metatemas en 2015.
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