lunes, 16 de octubre de 2017

Francis Fukuyama: ¿El fin de la Historia?




 

Fukuyama es un norteamericano descendiente de japoneses. Su abuelo, sin ir más lejos, sufrió las consecuencias de su origen tras el ataque de Pearl Harbour. Nada de eso llega a su nieto Francis Fukuyama, que entra pronto en ese mundo norteamericano de los gurús.
Su obra sustanciada en la que ahora se comenta— no fue realmente un libro sino un artículo publicado en el verano de 1989 en “The National Interest”. Alianza Editorial arropa la brevedad de ese artículo con un encomiable preámbulo de Juan García-Morán Escobedo, en el que se comenta la obra de Fukuyama. Es un comentario que merece todos los aplausos por lo que tiene de claridad y de complementariedad a la lectura de la obra directa de Fukuyama.
Fue una obra que levantó una fuerte polémica y que impulsó a Fukuyama a publicar nuevos escritos que podíamos calificar de defensivos, entre los que destaca la obra ”El fin de la historia y el último hombre”, publicada en 1992, en donde reitera su afirmación que la Historia como lucha de ideologías ha terminado,

Yendo ya a la breve meditación de Fukuyama, hay que aclarar ante todo una cosa: hablar del fin de la historia no es una innovación intelectual de Fukuyama. Él unicamente añade unos interrogantes a esta proposición. En lugar de hablar directamente del fin de la historia, se pregunta: ¿El fin de la historia? Sin embargo, hay que anticipar que tiene una respuesta clara a esa pregunta: ha llegado el fin de la historia.
¿Y cómo ha llegado? Pues con la accesión a ese estado de democracia, libertad y capitalista de que gozamos. Hemos llegado al estado ideal; no existe un más allá. Más allá se sucederán los acontecimientos, por descontado, pero no atentarán contra ese nirvana ya logrado. No en todos los países, claro, ni sin altibajos y retrocesos, pero no hay un más allá. Una especie de “non plus ultra” (olvidemos que España fue la que se cargó el lema y lo incorporó a su escudo es una especie de patada adelante de rugby).
Fukuyama, digamos, juega limpio. Marx ya había hablado de un fin de la historia, porque era una idea que había tomado previamente de Hegel, por quien Fukuyama confiesa auténtica devoción, considerándolo un gran olvidado apantallado por el marxismo y la izquierda. También es cierto que, cuando habla de Hegel, señala que el fin de la historia a que aludía era el que sucedió a la Revolución Francesa, con la consecución de los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, algo ya superado. A esa atribución colaboró especialmente Alexander Kojève, el hegeliano ruso-francés (como específicamente le califica Fukuyama) que sobre todo era marxista y, según algunos, espía soviético. Si se le cita es porque gran parte de la polémica sobre el fin de la historia se lleva a cabo entre Fukuyama y Kojéve.

Hay que partir de la diferenciación entre “historia” y “Historia”. Nuevos acontecimientos habrá siempre, pero ninguno de ellos sustituirá esa estación final de la historia que es el estado democrático y liberal. Habrá que relatarlos e inventariarlos, pero no lograrán oscurecer la preeminencia de la democracia liberal. Hay una “Historia” y una “historia”. A partir de ahora escribiremos historia con minúsculas, sabiendo cuál es la diferencia de la que parte Francis Fukuyama.
¿Hemos llegado ese mundo feliz más allá del cual no existirá historia? Lo que Fukuyama nos dice es que “es el que mejor satisface (aunque no totalmente) los anhelos humanos más básicos, y por tanto cabe esperar que sea más universal que otros regímenes u otros principios de organización política”. No se puede considerar que se haya finalizado el problema histórico. Pero a renglón seguido añade: “Este es un enunciando normativo, no empírico, pero basado crucialmente en la evidencia empírica”.
            ¿Y cuál es esa evidencia empírica que impulsa a Fukuyama a hablar del fin de la historia? Pues simplemente que funciona mejor que los otros. “Se puede argumentar que los esquemas socialistas de distribución son más justos en un sentido moral. El problema principal que tienen es que no funcionan”. Esto debieran aprenderlo bien los buenistas, cuyo número comienza a ser excesivo y agobiante.

Fukuyama tiene que librar una batalla con Huntington manteniendo que, si al principio estaba más difundido el deseo de desarrollo que el de vivir en una democracia liberal, más tarde cambiarían las tornas. Tendrá también que defender la convivencia de la democracia liberal con la diversidad cultural, representada por el llamado “hombre de Davos”. ¿Esa amenaza, agrego, no tiene que ver con “lo políticamente correcto?
En el fondo, Fukuyama defiende la idea de la libertad. Lo hace a su modo. Quizá lo más destacable es que Fukuyama se siente cómodo en la corriente de libertad en por la que discurrieron Von Mises y Hayek, a los cuales cita en algún momento. Y una de las cosas de las que se queja más intensamente es del “sesgo materialista del pensamiento moderno”, algo que no sólo afecta en su totalidad a la izquierda, sino que es aceptado por gran parte de la derecha.

Fukuyama advierte de cuales han sido los dos grandes enemigos, o amenazas, de ese fin de la historia que es la democracia liberal: el fascismo y comunismo. Los considera, simplemente derrotados. La derrota del fascismo (en el que incluye especificamente al japonés) llegó simplemente por el simple hecho de su fracaso, sustanciado en su derrota en la guerra.
La derrota del comunismo es más complicada, ya que no fracasó en la guerra, sino que triunfó logrando la extensión territorial de sus ideas, acompañadas de rígidas estructuras políticas. Fukuyama habla, ya caído, el telón de acero. La cosa resulta sin embargo más complicada. En este punto el ensayo de Fukuyama es siervo dócil de su tiempo: habla y habla sobre el fenómeno Gorbachov, sin sospechar algo tan complejo como Putin y la sustitución de una guerra fría por un enfrentamiento templado.
Donde resulta más lúcido Fukuyama es cuando se refiere a otros dos enemigos, más olvidados, pero no por eso menos peligrosos: la religión y el nacionalismo. Es quizá la parte más clarividente, aunque no sea la más teórica de su ensayo.
En lo que respecta la primera parte, la amenaza de la religión parece haberse materializado actualmente en el islamismo radical, con la escalada de las revoluciones primaverales, el terrorismo más violento y la aparición del estado islámico, DHEA o como se quiera llamar. No es de olvidar tampoco, aunque su alcance es reducido, el desenfoque vaticano provocado por una visión que podíamos llamar amazónica, generada en un subcontinente aún a la búsqueda de un objetivo político sostenible.
La segunda amenaza, quizá más remota en aquellos momentos, es la que responde a la idea de los nacionalismos. El propio Fukuyama no oculta su calificación de esa tendencia como obsoleta y decimonónica, inconcebible en un país moderno y actual. Pero estamos, por ejemplo, en España con nacionalismos rancios que apenas disimulan sus tendencias antidemocráticas y antiliberales. Pero que no pasan ser fenómenos patológicos, pero nunca letales.
La aparición del populismo ambidiestro (o sea, de derechas y/o de izquierdas) y el estado de bienestar como nuevo aditivo del objetivo a lograr son dos cuestiones o problemas que Fukuyama no quiso o no pudo anticipar.
En cualquier caso, este sería uno de los libros que recomendaría. Hace pensar y da ideas.




 El libro “Fukuyama: ¿El fin de la Historia? y otros ensayos” (164 págs.) que se comenta fue publicado por Alianza Editorial en 2015, en su versión de libros de bolsillo.

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