Compré el libro
por una recomendación de un periódico. Comencé la lectura y me pareció sólido.
Pero, de pronto, lo que era un libro que abordaba un tema de claro interés
teórico se mostró como una especie de libelo contra Trump, el actual presidente
de los Estados Unidos. De una meditación sobre lo que supone en el mundo actual
el populismo y su impacto en la idea de democracia pasa a crear una confusa
lista de acusaciones y temores. Del mundo actual se salta a la consideración
exclusiva de la política interna de los Estados Unidos, donde se pretende la
iluminación de los demócratas por los que no duda calificar de progresistas. Y
deja claro que quien está matando la democracia es la histérica reacción demócrata
frente a Trump.
La Historia es
demasiado compleja para esos autores. Se les atraganta, simplemente. Su mayor
error es considerar que la democracia se desliza hacia el autoritarismo cuando
no sigue las pautas propuestas por ellos, ignorando que, más grave a largo
plazo que la muerte de la democracia, es esa situación patológica que hoy
padece. Su invocación en vano, en definitiva. Los autoritarismos acaban
despareciendo; las democracias enfermas, no.
Steven Levitsky
pertenece a esa categoría de “académicos” a los que medios como el New York
Times prestan más atención a su progresismo que a sus ideas. Existe,
efectivamente en la actualidad, una especie de “famoseo” intelectual que
conduce a peculiares simbiosis que no presuponen, sin embargo, extraños
compañeros de cama. Lo mismo parece suceder al coautor del libro, Daniel
Ziblatt.
La crítica
básica que creo que debe dirigirse a este libro es que nos habla de “cómo
mueren las democracias”, cuando lo trascendente es que vivimos en un estado
continuado de democracia enferma, empobrecida, raptada, violada y manipulada.
Pocos países se libran de este diagnóstico que denuncia un mal contagioso. Y
prácticamente en todos, quienes se mueven con ideas democráticas son tachados
de antidemócratas, a la vez que los que desconocen la democracia real presumen
de serlo. Habría que preguntarse en todo caso si la democracia se muere o a la
democracia se la mata.
Comencemos por
lo que podemos llamar parte buena del libro: aquella en que se regodea en la
cuidadosa forma en que los estadounidenses trataron las fórmulas democráticas,
ejemplo glorioso de cómo debe entender la democracia. Los autores nos ofrecen
el prodigioso ejemplo de la democracia estadounidense. No es que otorgue ese
mérito a la Constitución (a la que hay que reconocer las virtudes de la
brevedad y la flexibilidad) sino que se lo asigna a la idea siempre vaga de
“las reglas” de comportamiento. Y lo que hay que destacar es que entre esas
reglas no escritas figuraron según los autores las dos que permitieron esa
democracia viva: la tolerancia y la contención. Tolerancia hacia las ideas y
propuestas del partido opositor (EEUU siempre tuvo el bipartidismo a su favor)
y contención en la aplicación de las ideas propias. Así lo expresan en el libro
los autores. “Las democracias funcionan
mejor y sobreviven durante más tiempo cuando las constituciones de apuntalan
con normas democráticas no escritas”. Y añade: “Dos normas básicas han reforzado los mecanismos de control y equilibrio
de Estados Unidos de modos (sic) que la ciudadanía ha acabado por dar por supuestos:
la tolerancia mutua, o el acuerdo de los partidos rivales a aceptarse como adversario
legítimo, y la contención, o la idea de que los políticos deben moderarse a la
hora de desplegar sus prerrogativas institucionales”. Tolerancia y contención
a ser los dos pilares de la democracia estadounidense a los que el libro va a
llamar sus “guardarraíles”.
Sin querer, uno
escribe en la España de la segunda semana del 2019 y añora la presencia en
España de esas ideas que “permitían
evitar la lucha partidista a muerte”. Ese espectáculo que a diario nos
ofrecen los partidos que, tras romper el bipartidismo, se ven inermes en el
pluralismo partitocrático y añoran aquel, fueran antiguos personajes del
tinglado o no. El fenómeno lo vivimos nosotros en España, pero no es muy distinto
en otras naciones. Todo, al final, es un proceso de maduración.
Uno de los peligros
denunciados por el libro es el que constituyen los “autócratas electos”, es
decir los políticos que llegan al poder por medios democráticos para, una vez
en él, iniciar una labor incesante e intensa de debilitación o extinción de
cuanto se oponga a sus ansias de poder. Como ejemplo no se remite ni al de
Hitler ni al de Lenin, sino al de Fujimori, lógico por cuando Levitsky tiene
una marcada presencia en el Perú; junto a su ejemplo sitúa también a Caldera,
Chávez, Orbán o Erdogan. Aunque en ocasiones la autocracia se implanta de un
plumazo, lo habitual es que el desmantelamiento de la democracia se inicie
paulatinamente, por pasos sucesivos que parecen inocuos y que se revisten de defensa
de lo público. Pero todo lo que subyace es un deterioro imparable revestido de
aparente legalidad; se ataca y destruye a los árbitros, al empresariado, a los
medios. O se le compra y se les hace ir a remolque. Las reglas de juego
terminan cambiándose. Curiosamente se cita como ejemplo más claro de esta
redefinición la que tuvo lugar en los estados posconfederados de Estados Unidos
en la década de 1870 en los que se tomaron las medidas más diversas para
limitar el voto de los afroamericanos.
No es la única
ocasión en que la idílica imagen de la democracia norteamericana se desvanece.
Las actividades de Henry Ford, la concentración de poderes de Roosvelt, el
macartismo o la actuación de Nixon son expuestos como interrupciones de las
notas de tolerancia y contención representativas de esa democracia. En no pocas
ocasiones se recurrió a prácticas innobles, incluidas las del propio Lincoln.
Se reconoce que, desde el último tercio del siglo XX, la política
norteamericana se ha vuelto cruel y un tanto amoral. Que se vivió una guerra
civil. Hay un momento en el que el libro pasa a ser una rememoración de muchos
hechos de la política norteamericana que a nosotros, los europeos, nos resultan
lejanos o simplemente desconocidos. Algo similar a lo que evidentemente les
sucede a ellos, los norteamericanos, respecto de la política europea. Pero el
libro destaca que en todos los casos funcionaron los “guararraíles” del
sistema.
Pero lo que pronto se percibe es que todas
esas manifestaciones van encaminadas a evidenciar el peligro de Donald Trump
como presidente electo. No parece otro el objeto del libro. Pero quienes le
combaten con todas las armas incurren en los mismos agravios a esa famosa
democracia estadounidense: “Inmediatamente
después de la elección de Trump a la presidencia, algunos progresistas llamaron
a adoptar medidas para evitar su investidura”. Algo distinto del prematuro
e injustificado Premio Nobel de la Paz recibido por Obama. Contrariamente, se
divulgó la idea de que los demócratas debían actuar y luchar como los
republicanos, es decir utilizando todo género de acusaciones e impugnaciones,
llegando a la destitución.
Ahora
se recuerda que la democracia norteamericana es también débil, pero también lo
era antes de Trump. Y esa debilidad crece cuando cierran filas demócratas y
republicanos y renace el filibusterismo; cuando, como tercer género, aparecen
los llamados “progresistas”; cuando los medios de alinean de modo que frente al
New York Times surge Fox News; cuando, en los funerales de Bush padre, Hillary
Clinton elude hasta con la vista y el gesto al cercano Trump. Pero es a éste a
quien se atribuyen todos los males y a aquélla, la pérdida de tantas
felicidades prometidas. Puro desequilibrio táctico. El libro dedicará muchas
páginas a pintar a Trump como un monstruo amenazante, mentiroso y tramposo. El
amparo de algunos medios debe pagarse.
A
pesar de su sesgo progresista, el libro no deja de desvelar problemas. Defiende
los guardarraíles, pero reconoce que los mejores períodos de la democracia
norteamericana fueron posibles cuando “las
normas que sostienen el sistema político estadounidense se apoyaban, en un
grado considerable en la exclusión racial. La estabilidad del periodo
comprendido entre la reconstrucción posterior a la guerra de Secesión y la
década de 1980 estaba sustentada en un pecado original: el Comprosmiso de 1877
y sus secuelas, que permitió la desdemocratización del sur y la consolidación
de las leyes de Jim Crow. La exclusión racial contribuyó directamente al
civismo y colaboración entre partidos que caracterizó la política
estadounidense del siglo XX”. A esta afirmación los autores la califican de
“una advertencia importante” que
consideran obligado hacer.
En esa clave, se
destaca la vulnerabilidad de la democracia de los Estados Unidos. Y destacan
que “a lo largo de la historia, pocas sociedades
ha logrado ser al mismo tiempo multirraciales y realmente democráticas. Este es
el desafío que afrontamos”. El tema de la inmigración no es vano y el
peligro que supone para la identidad de las nacionales es evidente. Como pueden
serlo los intentos de su recuperación.
El libro tiene
realmente dos vertientes: una, importante, que denuncia la degeneración de la
democracia en el mundo (¡aunque afirma, por ejemplo, que la española permanece
intacta!). Una segunda, un tanto sesgada y de nula imparcialidad y tonos
“progresistas”, que atribuye a la elección y posterior comportamiento de Trump
esa degeneración o los configura como preludio de su acentuación hasta llegar
al autoritarismo. La primera merece su lectura; la otra, la hace innecesaria.
Vale la pena
leer el libro porque en él se nos muestran historias desconocidas de la
política estadounidense y se hacen marginalmente diagnósticos de los
inquietantes problemas que acechan al mundo actual, aunque se echen por ejemplo
en falta mayores concreciones en torno al papel del progresismo con sus
ramificaciones del feminismo radical, la globalización y la multiculturalidad.
El fantasma del populismo está presente en todo el libro, pero ni siquiera se
aborda su naturaleza. Una observación
accesoria: no pueden ocultarse ni las extensísimas “notas” que ocupan, sin
especial utilidad ni sentido, cerca del 20 por 100 de la paginación del libro,
ni las dos páginas de agradecimientos que rebosan cursilería y distancian al
libro de una aventura intelectual propia y un criterio autónomo. Son pecados ya
habituales en muchos de los nuevos gurús.
“Cómo mueren las democracias” (336
págs.) es un libro escrito por Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en 2018 y
publicado en España por Ariel el mismo año.
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