La realidad
internacional actual exige volver a un libro que tuvo su pequeña gloria hace
muchos años en los cenáculos intelectuales al uso. Fue publicado en 1976, o
sea, hace más de 44 años. Es hora de revisarlo para ver lo que tenía de cierto
y qué de falso. Su autor, el venezolano Carlos Rangel, había tenido una carrera
fluctuante que aprovechó sus conocimientos de inglés y francés para obtener pequeños
progresos en los campos de la diplomacia y el periodismo. La televisión terminó
dándole renombre y un puesto en la intelectualidad venezolana. A los 58 años se
suicidó.
El libro, al
parecer, se publicó inicialmente en francés y bajo el patrocinio, el paraguas,
en definitiva, de François Revel. Es un acierto de esa edición el incluir tanto
la presentación inicial al libro como la hecha posteriormente cuando se vuelva
a reeditar varios años más tarde.
Lo que hace
Rangel en esta obra es volver una mirada triste sobre la desorientación de la
América Latina. Anticipemos que aclara que, al emplear ese término, excluye el
de Latinoamérica (Haití y las Guayanas carecen de entidad) y critica el de
Latinoamérica (que, sin embargo, seguirá empleando de forma convenida) al tener
Brasil una distinta trayectoria histórica en su independencia. Y en esa mirada
contempla la serie de errores que han llevado a esa América española a su
actual situación. Todo se traduce en esta frase: “los latinoamericanos no
estamos satisfechos con lo que somos, pero a la vez no hemos podido ponernos de
acuerdo sobre qué somos, ni sobre lo que queremos ser”.
En realidad, el
libro tiene dos vertientes. La primera se refiere a la época de dominio español;
es la que más directamente nos atañe y comprende no solamente el proceso final
de independencia, sino además la subsistencia de lo español con posterioridad a
ese momento. La segunda es la que se refiere a la extraña relación surgida
entre los Estados Unidos y la América Latina, y marginalmente la presencia de
los europeos en ese escenario. “La Iglesia Católica, la influencia de los
Estados Unidos y, más recientemente del marxismo, no son elementos exteriores a
Latinoamérica”. Han contribuido a su esencia al igual que otros factores occidentales
“recibidos a través del prisma un tanto deformante que fue España” y, a
partir del siglo XIX, de la Ilustración y las revoluciones. A lo que hay que
agregar los componentes culturales de los indios precolombinos, de los esclavos
negros o de los inmigrantes europeos. O sea, el caos.
Leyendo a
Rangel no deja de ser dramática la búsqueda de los hispanoamericanos por
encontrar su sentido, su papel en la historia. Esta búsqueda atravesó muchas
fases, pero uno piensa que está aún lejos de terminar. Podemos considerar que
una forma primeriza de buscarla fue la que Bolívar y Miranda mantuvieron. Algo
que realmente era el revés de la nonata doctrina de Monroe. Bolívar en especial
suspiraba por la presencia y el sostén la alianza de Inglaterra, hasta el punto
de pretender poner en sus manos Tejas. Uno, que no solamente conoce la historia
de Bolívar (cuya imagen fantasmal como mito sobrevuela la situación actual)
sino la de sus ideas, no deja de sentirse sorprendido ignorar sus muchos errores
cometidos. Tras referirse a los errores argentinos, desde el tirano Rosas al
populista Perón, Rangel vuelve a su tema preferido. Reafirma que los restos de
las guerras independentistas trajeron a gentes que dirigieron los países
utilizando arbitrariamente las categorías políticas y buscando solamente su
interés personal ¿Les suena?
Rangel nos
habla de dos mitos: el del buen salvaje y el del buen revolucionario. Mitos que
en la actualidad convergen. Pero añade: “Los mitos fundamentales de América
no son en absoluto americanos. Son mitos creados por la imaginación europea…”.
Y agregará: “cuando los latinoamericanos despiertan (en el siglo XIX) a la
conciencia nacional, van a encontrar hecha una base mítica que les servirá para
intentar reivindicar como propio el pasado precolombino de América; y más
recientemente, hoy mismo, para intentar excusar o enmascarar el fracaso
relativo de Latinoamérica, hija del buen salvaje, esposa del buen
revolucionario, madre predestinada del hombre nuevo”. Y es que, realmente,
el mito del buen salvaje —el primero que hay que destruir— fue creación de Colón y los
españoles, inspirada en mitos europeos anteriores. Los indígenas era bondadosos
(buenos) salvajes, la naturaleza era paradisíaca, todo era acogedor; ese mito
influyó en las mismas leyes españolas que equiparaban a los indígenas a
ciudadanos españoles. Complétese esto con las sesgadas afirmaciones de
interesados como Bartolomé de Las Casas y su aprovechamiento por los generadores
de la leyenda negra.
Rangel no
oculta la existencia de excesos por parte de los españoles pero, en definitiva,
alude la existencia datos positivos como la unificación de lenguas, religión y
ley, lo que admiró a personas tan diversas como Humboldt y de lo que tanto
esperaba el propio Bolívar. Sin embargo, confiesa que la imagen que de sí misma
ha elaborado Latinoamérica “responde por una parte a la aspiración de
proclamarnos víctimas de España en la conquista y la colonia, y ajenas a todo
lo español las repúblicas independientes surgidas a partir de 1810”. Lo que
en el libro se rechaza son ambas cosas, pero apoyando la segunda de forma modulada:
el criollo sigue con los vicios españoles.
En cualquier
caso, la postura de Rangel permitió que su libro (que, por descontado, no anda
desorientado) tuviera un peculiar éxito en España en tiempos en los que la
leyenda negra no había perdido su intensidad tradicional y la denigración de la
conquista lo fuera por la simplona “gauche divine” local. No hay mucha
razón para que ahora no siga siendo un libro de culto. Destacó una y otra vez
los peligros de la llegada de Fidel Castro al poder; se anticipó a hechos
similares en Venezuela con la irrupción de Chaves. En suma, las magistraturas
de Madero, Evo Morales, los Kirchner, los Castro, Lula o Correa no son sino
confirmaciones de la verosimilitud de sus tesis.
Entramos ya en
la época en la que Latinoamérica ha roto sus amarras con España, aunque
conservaran sus tics los criollos que la sucedieron. Desde ese momento Rangel
considera un hecho clave en la identificación de la actitud de la América
española el sentimiento de inferioridad que siempre experimentó ante el
progreso de los Estados Unidos. Un progreso que se ciñó al plano económico
fundamentalmente y que tardó en manifestarse, haciéndolo únicamente tras la
independencia de Sudamérica y Méjico con el brillante desarrollo estadounidense.
El libro es muy
denso, contiene muchas afirmaciones, unas constatables y otras contradictorias.
A Rangel le preocupa la trayectoria latinoamericana, pero no deja de imputar a
España una influencia decisiva en el criticable comportamiento de las
repúblicas existentes. Tras admitir el fraude demográfico cometido al cifrar,
en número irreales por altos, la población nativa, hoy el 10% de la población,
y elogiar aparentemente el éxito de la conquista sin apenas fuerzas, pasa a
explicarlo por la implantación de un sistema de auténtico esclavismo. Por
descontado, hace a la influencia hispana responsable del crecimiento de las
ciudades frente al campo, de un incorrecto mercantilismo, de la existencia de
discriminaciones, de la aversión al trabajo (a los que sigue una especie de
denigración de la figura del “indiano”), de la propensión a la corrupción... No
es que Rangel cargue todo eso a los criollos, pero eso es lo que los criollos en
proceder anidan del espíritu hispánico. Algo así piensa uno al recordar el “nel
tuo cuor s’annida Scarpia” que éste aplica a la Tosca de Puccini.
Otra cosa es
que neguemos todo. Uno considera que Latinoamérica no deja de ser una
caricatura de España, de cierta España. Porque la del siglo XIX, al menos no es
para presumir y Rangel no deja la ocasión de reprochárnoslo. Pese a ello, la
influencia más nefasta la ve en la Iglesia católica porque “la conquista
española se hizo por y para el catolicismo”. Todo un capítulo VI se dedica
a explicarlo. Critica duramente pero no ataca a la Iglesia
La influencia
marxista en la América hispana es peculiar. Nunca Marx se preocupó de ella,
pero ella se preocupó de Marx. El buen indígena cede el puesto (o se idéntica)
con el buen revolucionario. El grito de Rangel materializado en este libro lo
provoca la llegada al poder de Fidel Castro y su intento de influir sobre
Venezuela. Hay que situarlo el tiempo, entonces justificado, hoy desbordado.
El libro se
extiende en consideraciones sobre las formas políticas padecidas por
Latinoamérica; algo interesante, pero ajeno a la presencia española. Repasa las
formas de poder político ensayadas: los caudillos, los militares, los caudillos
consulares, el PRI, el modelo brasileño, el peronismo, el fracaso chileno…
imposibles de examinar por su variedad. Rangel no puede hablarnos de la
situación actual con un indigenismo victimista y rampante que, con la ayuda del
marxismo y de la Iglesia de la Liberación ha convertido al llamado buen salvaje
en buen revolucionario.
Sea cual sea la
reacción que provoque, el libro de Rangel es algo que se debe leer. Lo digo
haciéndolo muy tarde, pero corrigiendo mi pasividad anterior, absorbido por el
trabajo y la familia, esos deberes que uno debe conciliar, pero no esperando la
normativa pública. Es un libro que refleja una visión generalizada de un
momento determinado en área geográfica determinada. Es más resultado de la
memoria que propósito de anticipación. La realidad es que difícilmente Rangel
hubiera previsto el desorden actual. Y quizá sea ese su mérito: anticipar,
aunque quedándose corto, las consecuencias de la simple llegada al poder de un
Fidel Castro en un pequeño país llamado Cuba.
La simple
curiosidad histórica apoya la recomendación de su lectura.
“Del buen salvaje al buen
revolucionario: Mitos y realidades de la América Latina”(397 págs.)…. es un
libro del que fue autor Carlos Rangel que lo publicó en 1976. Ha sido reeditado
en 2007 en España por la Editorial Gota a Gota incluyendo una versión en Kindle.
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