Hay dos consideraciones que hacer sobre el libro. La primera es que no se trata de una obra que pudiéramos llamar unitaria, sino que recoge diversos escritos de Mark Milla. La segunda es que va precedido por un interesante prefacio del mejicano Enrique Krauze, nacionalizado español en 2015, que dota al libro de la unidad que, de no existir, pudiera echarse en falta y que no debía atribuirse al Mark Lilla. Enrique Krauze es un ingeniero industrial, historiador y miembro de la Academia Mexicana de la Historia, a mas de director de revistas y editoriales y de escritor liberal. Su ideología puede ubicarse en el conservadurismo liberal.
Esto no debe suplir
la atención debida al recopilador del libro, Mark Lilla, un estadounidense dedicado
a la ciencia política y a la historia de las ideas desde su doble posición de
periodista y profesor universitario. Él mismo se autodefine como liberal, aunque
como indica Wikipedia, no siempre se ajusta al patrón ideal de esa actitud. El
libro que ahora se comenta es un análisis de lo que llama filosofía
“philotyrannical” que dominó parte del pensamiento continental del siglo XX.
El desfile de
“pensadores temerarios” se abre con Martin
Heidegger al que acompañan Hannah Arendt y Karl Jaspers. El primero
realmente es el eje central del ensayo y quizá el único que en el desfile se
pueda considerar como verdadero filósofo. Procedente de la fenomenología de
Husserl construyó el existencialismo. Pero no es tanto ese aspecto el que ahora
interesa sino el hecho de que, desde su posicion rectoral en Friburgo, estuvo
adscrito al nazismo hasta 1945, fecha en que fue destituido, aunque fue
repuesto en 1951. En todo caso terminó pesando más su filosofía, que era sólida,
que sus tendencias políticas
Junto a
Heidegger, Lilla se refiere a su peculiar amante, Hannah Arednt, también
dedicada a cierto pensamiento político, y a su amigo, Karl Jaspers, psiquiatra
y filósofo. La relación entre ellos es quizá la parte más interesante del
libro. Resumiendo: tanto Hannah Arendt como Karl Jaspers tuvieron que huir de
Alemania, pero mientras la primera nunca lo abandonó espiritualmente y, digamos,
le perdonó, Jaspers rompió con Heidegger, fracasados sus intentos de reconducir
su conducta, aunque sin dejar de recordarlo nostálgicamente.
Cosa distinta
es Carl Schmitt, uno de los grandes
teóricos políticos del siglo XX. Su adscripción al nazismo fue innegable; nunca
renunció a ella. Sus ideas fueron inspiradores del mismo, pero la importancia
de su pensamiento hizo que, concluida la guerra volviera a recuperar fama y prestigio,
hasta el punto de producirse en torno a los setenta “uno de los más curiosos fenómenos de la reciente historia intelectual
europea: “el schmittianismo de izquierdas”.” El declarado antiliberalismo
de Carl Schmitt se identificaba en este punto con la izquierda marxista.
Añádase a eso el peculiar cristianismo de Schmitt, tan distante de la
ortodoxia. Al final consideró que su adscripción al nazismo y su antisemitismo fueron
un simple error táctico. El recorrido que en este ensayo hace de su persona es
absolutamente ilustrativo de la personalidad poliédrica de Carl Schmitt.
Va a haber un
gran contraste con la siguiente figura que Lilla va a examinar: Walter Benjamin. De origen judío, el
judaísmo pesa sobre el de forma constantemente, aunque no siempre confesado.
Relacionó política y religión de forma más o menos consciente. Admiró a figuras
de la derecha, pero se acercó al marxismo, aunque sin hacerse comunista. Una
persona que se carteó repetidamente con él fue Gershom Scholem y gracias a esa
correspondencia podemos conocer mucho de la evolución espiritual y filosófica de
Benjamin. Scholem tuvo la certidumbre de que “las ideas más importantes de Benjamin procedían de su conocimiento de
unos temas teológicos que su peculiar materialismo volvía más confusos”. Obtuvo
el apoyo de la Escuela de Frankfurt, pero tampoco se identificó con ella. Tras
analizar las distintas opciones de los intelectuales de la época —refugiarse
en el misticismo o lanzase al mundo— agrega: “quedan, por último, los que coquetean de forma promiscua con ambas
posibilidades, como Benjamin, y así continúan siendo un acertijo por sí mismos
y para todo aquel que se cruce con ellos”
Alexander Kojève es el siguiente en
pasar por la pasarela. Un aristócrata ruso venido a menos que deambula por la
siempre confusa y pretenciosa Francia del siglo XX. Su obra tiene a la
exaltación/recuperación de Hegel en algo que recuerda el rapto de Europa. Nada
en esas aguas, pero sin descuidar la ropa “arquitecto
de la reconstrucción europea de la postguerra y respetable asesor de ministros
y presidentes franceses. Es difícil citar otro pensador europeo del último
siglo que haya desempeñado un papel de tal relevancia en la conformación de la
política europea, o en un hombre de Estado que tuvieses similares ambiciones
filosóficas”. Dejando esto a un lado, su pensamiento permaneció empolvado
hasta que lo resucitaron Fukuyama al proclamar el fin de la historia (Kojève
hablaba del fin de la filosofía) y su correspondencia con Leo Strauss, su comprensiva
pareja de baile en esta historia.
La vida de
Kojéve habría pasado con anécdotas, pero sin historia, hasta que se le encarga
un curso sobre la religión de Hegel. “Más
tarde confesaría haber leído varias veces a Hegel sin haber entendido ni una
palabra”. Pero montó su tinglado y tuvo un periodo glorioso donde todos le
alababan. La cosa se acabó en 1939, pero después de la guerra comenzó lo que
Lilla llama su “segunda vida”: se le hizo consejero de Estado. Defendió “una Europa unificada, en lo que él llamó
nuevo “imperio latino”, dentro de la cual Francia sería “primus inter pares”.”
Dejando a un lado que parece demostrado que fue espía de la URSS desde su cargo
oficial, Kojève, con perdón, parece ser simplemente un caradura, que ni
siquiera se procuró un adecuado suporte intelectual.
Michel Foucault no parece ofrecer más
consistencia. Existe desde luego, un ‘postureo’ intelectual y Foucault parece
ser un ejemplo del mismo. No es solamente su trayectoria vital; el mismo Lilla
señala que “nunca fue un líder, sino lo
que los franceses llaman ‘suiviste’; siempre siguió las modas parisienses
(confesadamente exclusivistas), desde su devaneo con el estalinismo en los años
cincuenta hasta su militancia con la Gauche Proletarienne en los setenta”.
Luego apoyó a Solidaridad, pero meses más tarde apoyó la revolución iraní. Como
una veleta, giraba de acuerdo con el viento que soplara.
James Miller,
que es quien mejor ha analizado la figura de Foucault, parece retratarle haciéndole
siervo de dos ideas. La primera era la fe en la superioridad del pensamiento de
Nietzsche y, singularmente, sobre su idea del poder, idea que luego manejara a su
antojo. La segunda, ya estrictamente personal, fue su homosexualidad
sadomasoquista que le llevó a morir de sida; “muchos decían haberle oído exclamar: “Morir por el amor de los
muchachos. ¿Hay acaso algo más bello?”.”
No podía faltar
a la cita Jacques Derrida, que quizá
es el mejor representante de la vacuidad de la filosofía de las últimas décadas
del siglo XX. El repaso que Lilla lleva a cabo de su trayectoria intelectual le
sirve para repasar los aspectos fundamentales del estructuralismo y de sus
raíces en Levy-Strauss: “François Dosse
describe la doctrina de la deconstrucción de Jacques Derrida como ”ultraestructuralismo”.”
Lilla no lo considera un juicio completo: la deconstrucción es la gran creacion
de Derrida, pero la deconstrucción no pasa de ser la aplicación de los métodos
de Heidegger a las ideas de Sastre y sus seguidores. Al hilo de esto nos
destaca como el caso Dreyfuss hizo que la discusión política pasara de los
escritores a los filósofos y con ello hizo de la política algo que impregnaba y
esterilizaba la filosofía. Si la filosofía era política, la filosofía
desparecía: todo era política. Quizá lo más curioso sea el análisis realizado
por Lilla sobre la influencia de Derrida en tres países; Francia, Alemania y
Estados Unidos. En Francia Derrida hizo que la juventud abandonara el existencialismo
humanista de Sastre para seguir a Derrida; luego lo olvidó. Alemania, por su
parte, no mostró especial interés: los filósofos siguieron siéndolo, anclado en
la ‘Innerlichkeit” o ‘profundidad de sentimientos’ alemana. Estados Unidos por
fin, sigue aferrado a Derrida y su peculiar estructuralismo. En conjunto
vivimos en un extraño postmodernismo sincrético.
El epílogo
resume la idea que persiguió el autor. Se intitula “La seducción de Siracusa”,
expresión que se refiere a los viajes que Platón hizo a Siracusa, a instancia
de un tal Dión, para lograr que con su filosofía Dionisio el joven para la
decadencia en que se hallaba sumida Siracusa. No logró ningún resultado
positivo, pero finalmente Dionisio el Joven se comportó como si fuera filósofo
sin serlo. Ganas de mezclar agua y aceite, política y filosofía.
La realidad es
que, siendo un libro interesante, acusa la diversidad de los pensadores tratados.
De entrada, el titulo original “The Reckless Mind” emplea un término de ambigua
traducción, porque igual que alude a la temeridad, alude a la imprudencia o la peligrosidad.
Al final reluce la conexión que los une: la atracción del poder en su forma
autoritaria y tiránica. Lilla nos habla de la tentación de ser tolerantes con
estos intelectuales. “Pero eso sería un
error dejarse vencer por ella. La tentación del poder despótico no está muerta,
ni en política ni, mucho menos, en nuestras almas”.
¿Es un aviso?
Si duda. Han pasado muchos años. Los pensamientos marxistas, populistas y nacionalistas
encuentran un constante apoyo de muchos de los considerados intelectuales. Historiadores
y filósofos dejan de historias y filosofar para tratar denodadamente de hacer
política. Y los políticos, como Dionisio, pretenden filosofar. Avisados estamos.
“Pensadores temerarios. Los intelectuales
en la Política” (190 págs.) es un libro escrito por Mark Lilla en 2001 con el título
original de “The reckless Mind., Intellectuals in Politicis”. La edición que se
comenta es la primera edición en castellano, realizada por Penguin Random House
Grupo Editorial, con una traducción realizada y registrada en 2004 por Nora
Catelli. Ya en 2004 fue editada en España por la editorial Debate. La fotografía
de la cubierta corresponde a dicha versión.
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