Hay algo que no
se debe ignorar. El subtítulo del libro nos habla de envejecimiento cerebral.
No del envejecimiento general, sino solamente el que afecta al cerebro. Al
menos, algo hay en ello ineluctable: el cerebro también envejece: de otra
forma, a otro ritmo, de peculiares formas, con manifestaciones variopintas.
Pero en todo caso, envejece y eso es lo que concentra la atención de Francisco
Mora. El prólogo a la primera edición, la de 2004, afirma: “El cuerpo
envejece, todo él, lo que, desde luego, incluye al cerebro”, Recurriendo al
símil del tren recuerda que el cerebro es “la máquina que lo arrastra y
gobierna”. Uno piensa que lo hace hasta que el tren descarrila. Y antes han
funcionado las ruedas, los amortiguadores…
Es peor la sugestión
del propio título: “·el sueño de la inmortalidad”. Sueño, sí, pero, de inmortalidad.
Porque la inmortalidad es la negación de la mortalidad, es decir de la muerte.
Y el sueño del que habla es el de la eterna juventud, no el de la eterna vejez,
término de la vida. Porque como el mismo Mora afirma, nadie muere de envejecimiento,
sino de enfermedades.
Francisco Mora
es un catedrático en las áreas de la Fisiología, pero se ha especializado en la
neurología y, más concretamente, en lo relativo al cerebro, un órgano que
seguimos estudiando como lo revela en ese libro el propio autor al referirse a
los continuos avances realizados en su conocimiento, a las teorías contradictorias
que se mantiene, en la decadencia de ideas tradicionales y la irrupción de
otras nuevas pero sujetas a comprobación. Pese a ello, reconocimiento esa realidad
cambiante, Francisco Mora muestra una inquebrantable fe en las ideas que
defiende. Algo a reconocer y alabar. Aunque el autor es, sobre todo, un neurólogo,
en su amplia obra editorial figuran muchos libros dedicados a la doble realidad
de la educación y la formación y a su importancia individual y social. Esta tendencia
late en todo el libro: parece en algunos momentos un manual de aprender a
envejecer. Intenta serlo.
Puede considerarse
como una de las ideas angulares del libro la distinción entre causas genéticas y
causas sociales y ambientales de la senectud. Las causas genéticas vienen programadas
por nuestros genes y se cumplen de forma automática, apenas sin desviaciones,
durante los años que preceden al inicio del envejecimiento. Sólo cuando se
produce este comienzo, las causas sociales y ambientales serán las que, se unan
a las genéticas, Mientras las primeras son automáticas y no dependen de
nosotros, las segundas, son producto de nuestras costumbres, hábitos y experiencias.
De esa forma, nuestro envejecimiento será resultado de nuestros propios actos
y, en definitiva, de nuestra conducta. Esto permitirá a Mora hablar de formas
de modelar, difiriéndolo o haciéndolo más llevadero, nuestro propio
envejecimiento.
Una de las cuestiones
abordadas es la determinación del momento de comienzo del envejecimiento. Seco
se adhiere, sin resistencia, a las teorías que sitúan este comienzo en torno a
los 30 años. Aunque realmente de lo que habla es del termino de la etapa de
desarrollo del individuo, momento en el que realmente cada persona se mantiene
en una especie de meseta, desde la que a través del envejecimiento decaerá. Pero
¿dónde está la vejez?
El libro hace un
breve recorrido por la historia para comprobar que la llegada del
envejecimiento sufre variaciones importantes, diferenciadas por edades, culturas
y sexos. Se refiere a la convivencia conflictiva de patrones genéticos ancestrales
que nos empujan a la actividad por una parte y de otros que operan en sentido
contrario. O la posible existencia de una programación genética del envejecimiento
De nuevo surge
el catedrático de Fisiología de la Complutense de Madrid o el profesor de la Universidad
de Iowa, para explicarnos las teorías que existen sobre la causa o la
naturaleza del envejecimiento. Nos hablará de los telómeros y su acortamiento,
de los radicales libres, del diferente comportamiento de neuronas y células glías,
de los genes pleiotrópicos que útiles para nuestro desarrollo inicial se convierten
más tarde en deletéreos, de la generación de neuronas, de la acumulación del
daño somático, de la senescencia replicativa de las células, de la modificación
del sueño. Uno piensa que conocer esas cosas es interesante y hasta útil, pero
que nos aparta de lo que debiera ser único tema del libro.
Y hasta cierto punto
el autor tiene esa misma percepción, cuando tras afirmar que “no hay, pues, un
programa genético que controle el envejecimiento”, agrega que “lo extraordinario
es conocer, como nos demuestran datos recientes, la existencia de una serie de genes
con un programa abierto, capaces de trabajar en positivo durante el
envejecimiento si nosotros ‘conscientemente’ demandamos su funcionamiento. Son
genes agazapados y que se ponen en marcha si se les llama al orden” ¿Se
pasa Seco algún pueblo afirmando esto? Porque añadirá que la llamada al orden
de estos genes consiste en lo que vamos a ver a continuación; nuevos estilos de
vida, ejercicio físico, moderación en todo, comidas austeras, viajes,
aprendizaje…
Una especial
preocupación es la que muestra por los medios de que disponemos para retardar
la llega a de la vejez, o ralentizar sus efectos si se quiere. El primero de
ellos es un tanto curioso, ya que consiste en la reducción de la ingesta calórica,
o sea, comer poco. Toma como ejemplo a los austeros habitantes de la isla de
Okinawa. Y agrega las referencias a los experimentos realizados con ratas primero
y con chimpancés después. No oculta el problema de hacer experimentos con éstos,
y más con humanos, dados los muchos años que lógicamente ocupan dichas
experiencias. Más contundente es la dificultad de acostumbrar a la humanidad a
comer siempre poco (habla de una ingesta diaria de 1.800 calorías como máximo,
es decir de hambre), cuando socialmente la comida ha tenido una innegable
importancia social que día a día podemos comprobar.
El segundo método
de “alejar” el envejecimiento es, ¿cómo no?, el ejercicio físico diario, constante,
variado, no violento, de alguna duración. Algo que nos repiten machaconamente
diarios, revistas, libros, programas de televisión y anuncios. Y algo en lo que,
debo anticipar, no creo en absoluto. Por mucho que me cuente las virtudes que
el correr tiene para el cerebro. Son muchas las páginas dedicadas al ejercicio
físico, sobre todo comparándolas con las pocas dedicadas al mantenimiento
mental, o sea, el ejercicio mental. A este le dedica breves observaciones
referidas a la progresiva pérdida de memoria que se sufre en el envejecimiento
y en la reducción de la capacidad de aprendizaje. Brinda unas pobres teorías
que, desde el punto de vista fisiológico, podrían explicarlo y se remite a unas
peculiares experiencias realizadas con las monjas de Notre Dame. Insiste en que
esos dos aspectos —memoria y aprendizaje— deben ejercitarse. Su recomendación
es aprender un idioma. Uno piensa que no es ese el camino. No dejé de pensar sobre
lo que me dijo un amigo sobre su madre: “no tiene memoria, ha llenado ya todos
sus cajones”. Desde entonces y cuando ya la memoria de nombres me falla, voy
vaciando los cajones de lo que ya no preciso y lleno los cajones con nuevos conocimientos.
Aprendizaje: lee, aunque olvides que algo queda y algo se reafirma.
Porque si el cerebro
es el gran controlador de ese montón incontable de células que somos cada uno
de nosotros, uno opta por ejercitar no esas células, sino el propio cerebro,
tan distinto en tantos aspectos de ellas. Mora no repara el acumular elogios
sobre el cerebro cuya complejidad supera los conocimientos que se tienen de él.
Pero añadiendo que hay que “concluir, casi definitivamente, que la muerte de
las neuronas cerebrales no es una de las características del envejecimiento”.
Lo que le permite distinguirlo de las enfermedades neurodegenerativas que se
traduce en muerte neuronal. Solo una excepción: hay células cerebrales que sí
desaparecen o reducen con el envejecimiento; las dentritas y los contactos sinápticos,
punto en que retorna el profesor.
¡El estilo de
vida! Para Mora es la pieza clave de la vejez. El estilo de vida que se ha
llevado marcará a la persona el perfil de su envejecimiento.
El último capítulo
del libro, el que a modo de epílogo aborda las ideas de vejez, inmortalidad, mito,
sueño y realidades, es quizá el más destacable y profundo. El autor deja de ser
el profesor de neurología que nos agobia con estadísticas, teorías, dudas, células,
hormonas y sinapsis, y pasa a usar un lenguaje llano, como el que se exigía en el
teatro de Maese Pedro, aunque no dude en citar al bufón del Rey Lear cuando
dice: “No debieras haberte hecho viejo antes de haberte hecho sabio”.
El libro nos
recuerda que solo el hombre es el animal consciente de su finitud y su
inevitable muerte. “Solo la finitud del individuo da coherencia al cuadro biológico
de la existencia”. Pensar en la inmortalidad es soñar: soñar con un mito. Mora
nos dice: “Pienso que no sólo el pensamiento de la inmortalidad sino tan siquiera
la prolongación de la vida a ciertos límites, si no es con salud y dignidad, parece
en modo alguno deseable”. Pero frente al individuo se alza la sociedad, una
sociedad en que “la muerte se admite como un hecho natural, sí, pero ajeno
al vivir cotidiano del individuo”.
“El hombre está
y vive sólo. Y esa soledad se agranda en el hombre envejecido. Angustias, miserias,
desesperanzas y alegrías calan a un nivel de existencia íntima en el ser humano
que no son comunicables ni compartibles en sus cualidades más profundas”.
En estas frases Mora sintetiza a mi juicio su idea de la vejez. O del “hombre
envejecido” en la expresión más suave que emplea. En todo caso añade que “al
hombre envejecido se le acumulan las preguntas y le falta el tiempo”. Es
cuando “la dimensión religiosa más profunda arranca de ahí”. El libro no
va más allá.
“El sueño de la inmortalidad. Envejecimiento
cerebral: dogmas y esperanzas” (246 págs.) es un libro escrito por Francisco
Mora Teruel, registrado los años 2003 y 2014 y en esas mismas fechas lo fue su
editora Alianza Editorial del grupo Anaya. Esta segunda edición es la comentada.
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