Somos extraordinariamente
proclives a invocar o hacer referencia a libros que no hemos leído. Por
descontado lo hacemos conociendo el sentido de las tesis mantenidas, no
partiendo de la simple ignorancia. El hecho es especialmente notable en un
libro cuyo contenido se ha convertido en mítico y cuyas ideas son asumidas sin
más contemplaciones. Por eso parece una medida sana leer alguna vez el
contenido de estos libros de los que tanto hablamos y escasamente conocemos. Un
ejemplo típico de esa situación es la del “El Capital” de Marx. Pero su densidad
y peso es tan grande que uno debe acudir a algún tipo de resumen, lo que supone
aceptar el sesgo dominante del adaptador.
La dificultad
de la extensión del contenido no existe en el caso del libro de Bartolomé de
las Casas, cuya brevedad lo hace asequible, aunque con el inconveniente del
castellano antiguo en que está escrito. En realidad, no estamos frente un
verdadero libro, sino ante una exposición que se dirige al futuro Felipe II.
Fray Bartolomé
de las Casas es una figura histórica interesante, cuya vehemencia no se puede
ignorar. Es una persona que pasa de ser encomendero a tomar los hábitos con
cierta tardanza, compensada con la rapidez con que llega a obispo de Chiapas.
Como encomendero se comportó como todos. Fue un buscador de oro con éxito que
unió la utilización de los indígenas con una cierta suavidad en trato, aunque
manteniendo siempre el mando. En una especie de conversión, y movido quizá por
las alabanzas que le hicieron llegar tres dominicos, adoptó como misión la crítica
de las conductas criminales con los indios, Renunció a sus encomiendas y se
transformó en defensor de la causa de los indígenas. Estamos realmente, por lo
tanto, en una verdadera conversión. Una profunda transformación psicológica, digna
de estudio.
La fe en su misión
se fue reafirmando con su nombramiento por Cisneros como “protector universal
de todos los indios de la Indias”. Tuvo enfrente a los encomenderos, pero al mismo
tiempo el apoyo constante de las leyes reales. Especialmente las tuvo en 1520
por el Consejo de Castilla que adoptó sus ideas y apoyó sus proyectos. Sacerdote
en 1512, entra en la orden de los dominicos en 1523, al parecer por coincidir
esta orden con sus ideas. Ideas que provocaron tal reacción que renunció a su
diócesis y regresó a España, en donde continuó llevando a cabo su acción
favorable al reconocimiento de los derechos de los indígenas.
Dejada
constancia de estos datos es menester volver al libro (o “relación” como él
mismo lo tituló) que, si se imprimió, lo fue con la finalidad de facilitar al
rey su lectura. Lo que, con toda probabilidad, no podía esperar Las Casas, es
que fuera utilizado como pieza angular de la leyenda negra de España. La obra
tiene un marcado interno que fue desnaturalizado por beligerantes exteriores.
Tuvo una resonancia especial por el marcado estilo polémico empleado en su
redacción. La cosa parece adolecer de un excesivo maniqueísmo. Si su publicación
se llevó a cabo en Sevilla en 1552 fue gracias a la protección del emperador, aunque
esa utilidad para los enemigos de España surgió cuando en 1579, Jacques de
Miggrode, protestante y flamenco, inició su traducción con el nombre de
“Tiranías y crueldades de los españoles”. Los impactantes grabados de Theodor
De Bry hicieron el resto. Si Las Casas hablaba de los encomenderos (aunque se
refiera a “los españoles” en su obra, sin distinguirlos), ya en Europa se habla
de “los españoles” sin distinguir, en parte porque tampoco había dado pie Las
Casas para ello.
El libro
comienza refiriéndose al descubrimiento de América. Indica que ´la nueva tierra’
encierra ”la mayor cantidad de todo el
linaje humano”. Y añade: “Todas estas
universas e infinitas gentes a todo género crió Dios los más simples, sin maldades,
ni dobleces, obedientísimas, fidelísimas a sus señores naturales y a los cristianos
a quien sirve; más humildes, más pacientes, más pacíficas y quietas, sin
rencilla ni bullicios, no rijosos, no querulosos, sin rencores, sin odios, sin desear
venganzas, que hay en el mundo”. Continúa los elogios diciendo que son muy
vulnerables físicamente, que aceptan la pobreza con naturalidad, que están
abiertos a las nuevas ideas religiosas. La parte contraria es descrita
brevemente: “En estas ovejas mansas, y de
las cualidades susodichas por su Hacedor y Creador así dotadas, entraron los
españoles desde luego que las conocieron como lobos y tigres y leones crudelísimos
de muchos días hambrientos”.
El extremismo
de este maniqueísmo se continúa en la descripción de las tierras asoladas y
abandonadas ante auténticos genocidios que hacen desaparecer poblaciones enteras.
Las nuevas tierras también se magnifican: “las
muy grandes y muy felices y graciosas”. Todo eso va unido; hablando de las
islas dice: “la peor de ellas es más
fértil y graciosa que la huerta del rey de Sevilla, y la más sana tierra del
mundo, en las cuales había más de quinientas mil ánimas, no hay hoy una sola
criatura.” A la exageración, se une el desprecio de la tierra. ¿Tenía
razón? En los numerosos viajes que tuve que hacer entre Venezuela y España
dejaba Maiquetía sobrevolando un paisaje fértil en donde había montañas de
aluminio y se descubrían aún cosas como el Salto Ángel; y llegaba, ya de día
otra vez, a Barajas volando sobre una tierra árida y empobrecida. Creo que en
la primera parte tenía razón; por descontado, no en la segunda.
El tono sigue a
lo largo de la relación. Citemos cosas como esta: “hacían apuestas sobre quién de una cuchillada abría al hombre por
medio, o le cortaba la cabeza de un piquete o le descubría las entrañas.
Tomaban a las criaturas de las tetas de las madres, por las piernas daban de
cabeza con ella en las peñas”. No es una cita aislada: son páginas y
páginas donde se describen repetitivamente estos crímenes o peores aún de
manera constante. Llega un momento en que uno duda de la estabilidad mental de
Las Casas. O de su honestidad. Porque, en definitiva, estaba sumido ya en una
pugna medio intelectual, medio oficial, medio religiosa…
Es cierto que
se ha tratado de defender a Las Casas manteniendo que es una especie de
precursor del reconocimiento los derechos humanos. Sucede que más que defensor
de los derechos (lo que hace acompañando de aspectos curiosos de buenísmo) es
un ataque a los que los ignoran. Por cierto, hay que recordar (y esto no lo
refleja el libro) que Las Casas admitió la esclavitud de los negros. Aunque es
una acusación que hay referir a su época de encomendero. Es más de recordar lo
que dice en su relación cuando al relatar uno de los sórdidos pasajes que
continuadamente describe dice: “Yo vide
todas las cosas arriba dichas y muchas otras infinitas”. ¿Y no hacía nada?
¿Sólo esperar a escribir su brevísima relación?
Es encomiable
el interés de Las Casas en mejorar la condición de los indígenas sometidos a
los encomenderos y acabar con los claros excesos que algunos de ellos cometían.
Pero lo hace de una forma desaforada que ha permitido la completa
descontextualización de sus escritos (suponiendo que la realidad pueda ser
descontextualizada). Su obra tiene el tono tonante de las denuncias, siempre
propensas a recoger exageraciones y mixtificaciones. Confluían ahí el peso de unas
distancias que dificultaban el control del cumplimiento de las leyes
humanizadas que procedían de la corte, la situación de guerra existente e
innegable, la codicia extrema de muchos aventureros, el celo misionero y
apostólico de muchos otros que conllevaba en tantas ocasiones a prohibir las
prácticas inhumanas de los indígenas. El afán de trasplantar a América lo que
era entonces Europa generó una reacción que nos haría recordar a la de Numancia
ante la romanización.
No deja de ser
sorprendente que el espíritu crítico que late en Las Casas se repita hoy en día
en las quejas que diversas organizaciones llevan a cabo en defensa, según
ellas, de los indígenas amenazados hoy por los propios gobiernos y cuya pronta
desaparición anuncian. Y también lo es que, con un grado de generalidad
evidente, se acuse de exterminio no a los españoles, sino a los gobiernos que nacieron
del movimiento independentista del siglo XIX.
Un aspecto curioso
es la generalidad con que el autor se refiere a los que llegaron a América. Por
un lado, destaca la generalidad con que trata a los españoles cosa lógica por
ser los nacionales que se trasladaron al nuevo continente. No parece haber
españoles buenos, al menos en aquella parte que había desembarcado en las
nuevas tierras. Curiosamente olvida que él mismo era español y que, sin duda,
debía de estar rodeado de españoles que no se dedicaban a la comisión de los
horribles hechos que describe o trata de describir. Tampoco parecen ser de esa
calaña los españoles que quedaron en España, y menos el rey Felipe. Pero esa
generalización no para ahí: en la descripción de la situación de Venezuela
habla de los alemanes como protagonistas de esos crímenes. Curiosamente, junto
a la alusión de los crímenes horrendos, agrega, casi a la misma altura el hecho
de ser sospechosos de ser luteranos que ni iban a misa ni dejaban ir a misa los
indios.
Debemos partir
del hecho de que no estamos ante un libro, sino ante una relación que no es
sino una denuncia que se formula de manera inconcreta y que se extiende primero
a todos los encomenderos y luego a todos los españoles. Ello conduce a lo
reiterativo y esto, a lo aburrido. Y lo es por el excesivo maniqueísmo con que
está escrito. Germen del futuro mito roussoniano del “buen salvaje” que tanto criticara
Carlos Rángel. Esa monotonía hace que el repaso realizado por Las Casas de las
distintas regiones de la América hispana de principios del XVI se absolutamente
reiterativa. En cada una de las zonas aparecen los indígenas bondadosos y los
españoles despiadados. Hasta las medidas de tortura se repiten en todos los
casos.
En cualquier
caso, una lectura como ésta de un clásico viene bien. Es una lectura que duele
en doble sentido; por la realidad que sesgadamente describe y por el daño que generó
para una España odiada por parte de Europa. La relación es un ejercicio de
“buenísmo”, que se contradice con la renuncia de Bartolomé de las Casas al
obispado de Chiapas, su retorno a España y su incorporación a la burocracia
peninsular.
“Brevísima relación de la
destrucción de las Indias” es un opúsculo escrito por Fray Bartolomé de Las
Casas en 1552 y dirigido al futuro Felipe II. La edición leída ha sido la de
Passerino, en Kindle.
No hay comentarios:
Publicar un comentario