domingo, 11 de noviembre de 2018

Miguel Ángel Sabadell : “Feynman. Cuando un fotón conoce a un electrón”


Ojo con Feynman. Es peligroso. Una persona bastante normal por lo visto, lo que le hace eso: peligroso. Y lo es porque, dentro de ese cuadro de normalidad, supo desarrollar una brillante progresión intelectual y científica que nadie niega y que parece insólitamente incompatible con esa normalidad. A todos los grandes físicos se le ha tratado de pintar como seres superiores y distintos. Con Feynman nos topamos con un premio Nobel que toca, siendo autodidacta, los bongós, que se casa tres veces, que en lugar de irse a Europa se refugia en Brasil, que escribe con desenvoltura sobre su trayectoria vital (y lo hace mediando terceros), que en lugar de rodearse él mismo de aura científica trata de ser divulgador en escenarios sencillos. Lo dicho: altamente peligroso.
Hagamos un alto para observar a la persona que se ha atrevido a acercarnos a ese peligro haciéndolo antes doméstico. Se trata de Miguel Ángel Sabadell. Una persona amante de las ciencias físicas y astrofísicas, autor de una decena de libros, conferenciante, profesor, divulgador, director de programas de radio, asesor de instituciones… y discutido. Uno destacaría sobre estos aspectos el hecho de ser el director de temas científicos de la revista “Muy interesante”.
Feynman y sus ideas requieren seguir su ciclo vital, como hace el libro. Los aciertos son más importantes cuando se reflejan sus rectificaciones. Es, por ejemplo, lo que típicamente sucedió a Richard Feynman (Dick para los amigos) que, aborreciendo en sus inicios las fórmulas de Lagrange, descubrió más tarde su enorme utilidad como herramientas para sus disquisiciones físicas. Ese hilo vital nos va a mostrar a un Feynman siempre brillante destacando sobre los que le rodeaban. Que comenzó a estudiar y formarse como físico en el MIT, el mítico Instituto Tecnológico de Massachussets; que posteriormente despreció la atrayente Universidad Harvard, para enrolarse en la de Princeton, quizá porque allí trabajaba Einstein o, simplemente, por el recuerdo de los textos consultados de joven en la biblioteca local y procedentes de Princeton.
Cuando llegó en 1939 a Princeton la situación no era precisamente pacífica: “la teoría cuántica había conocido sus años dorados entre 1924 y 1927, pero todavía quedaba mucho por hacer. No se entendía muy bien como manejar las relaciones de incertidumbre obtenidas por Heisenberg, ni tampoco qué hacer con las ondas de materia de De Broglie, ni mucho menos cómo incorporar la relatividad de Einstein a este cuadro complejo”.
Pero junto a ese trayecto profesional, hay que hacer referencia también a las personas con las que tuvo contacto. En ocasiones los descubrimientos de estas personas forman de por sí un apartado peculiar. Es el caso del inglés Dirac. Estamos en el quinto congreso de Solvay. Paul Dirac ya en 1926 “había unificado en una misma formulación la mecánica ondulatoria de Schrödinger con la matricial de Heisenberg”, pero había fracasado en su siguiente objetivo: “obtener una formulación relativista para la mecánica cuántica”. Al final lo consiguió: “la primera ecuación que unificaba las dos grandes teorías de comienzos del siglo XX”. Lo hizo introduciendo planteamientos matemáticos e incorporando el tiempo como cuarta dimensión. Ello permitió descubrir el espín, pero faltaba aun descubrir una nueva presencia, la que en 1932 Carl Anderson encontró: el positrón, la antipartícula del electrón.
Los problemas no acaban ahí ya que aparece el que subtitula el libro: “no describía lo que sucede cuando un electrón choca con un fotón, ni tampoco le proceso de aniquilación de un positrón cuando se encuentra con un electrón, que produce dos o tres fotones de luz de muy alta energía”. En definitiva: el electrón no dejaba de dar problemas. Se pensó incluso que no tenía dimensiones o que actuaba sobre sí mismo. Y ese es el escenario cuando Feynman desarrolla toda su capacidad intelectiva. Lo hace acompañado normalmente con otros, ya que uno de los problemas que ofrece el historiar la ciencia física es la necesidad de presentar a los científicos, no tanto como genios aislados, como elementos de una actuación coral con distintas partituras simultáneas.
Añadamos el periodo histórico en el que vivió. No solamente por los acontecimientos bélicos y sociales de su época, sino, sobre todo, por el clima, si no caótico sí desconcertante, iniciado con la aparición de la física cuántica y la búsqueda de explicaciones a los extraños fenómenos que conllevaba: un calvario para los físicos que tras un misterio resuelto aparecía otro quizá más difícil de analizar. Lo primero se tradujo en la incorporación de Feynman en el equipo de ingenieros y científicos que elaboraron la primera bomba atómica en Los Álamos. Lo segundo le obligó a enfrentarse a los nuevos problemas que se planteaban a la física. Los medios de que disponían los investigadores aumentaron: aparecieron especialmente los aceleradores y las cámaras de niebla. Fue una ayuda inestimable, pero también provocaron la irrupción de nuevas “presencias”. Sabadell cita al francés Crozon: “Era como si la naturaleza se permitiera fantasías, como si pudieran existir nuevos fenómenos sin estar realmente integrados en la marcha del mundo”.
Destacó en la obra de Feynman su interés por la electrodinámica cuántica. Hay que ir acostumbrándose a la abreviatura QED, acrónimo en inglés de “Quantum Electodynamics”, o sea “eletrodinámica cuántica”. Hay que irse acostumbrando porque simplifica la ya de por sí difícil lectura y penoso entendimiento de lo que para Dick Feynman fue solo un sendero agradable; una vez encontrado, claro.
Resulta casi obligado omitir una referencia a lo que nos cuenta Sabadell sobre la evolución de las concepciones de Feynman y su choque con las de otros científicos. Más aun cuando sobreviene esa oleada de apariciones de nuevas partículas subatómicas. Unas comprobadas y otras simplemente anunciadas como el famoso bosón de Higgs, cuya detección final pareció permitir descansar a la humanidad. Por el camino desfilan problemas como los de la simetría (¿Por qué en un espejo no se ve también lo de arriba abajo?) o la flecha del tiempo (¿Será posible el viaje al pasado del electrón?)
Algo que atrae la curiosidad son los diagramas con que Feynman ilustró sus ideas. No solamente los ilustró, sino que los utilizó como el mejor camino para facilitar la comprensión de la realidad que se investigaba. “Nadie le entendió… Y no es de extrañar: rompía con todo lo hecho hasta entonces”. Los diagramas suponían tomar una hoja en blanco en la cual se consideraban dos ejes, el vertical representa el tiempo y el horizontal, el espacio. Con ello “se proyecta el mundo tridimensional de las interacciones cuánticas en una dimensión”. Con ello logra lo que deseaba: la visualización de sus concepciones, que, inicialmente combatida, recibió después el aplauso de todos.
Digamos, al paso, que la lectura del libro plantea dos problemas inmediatos: el primero es la complejidad de las ideas que se exponen y que se reflejan en fórmulas y ecuaciones que realmente asustan con su utilización de constantes desconocidas (entre otras cosas) y que manejan conceptos técnicos muy lejanos del conocimiento del aficionado a estas cuestiones. La segunda, y no menor, es que en el libro se refleja con claridad la diversidad de las ideas y opiniones de los grandes físicos y premios Nobel. La realidad se mostraba dura de pelar y llevaba a los científicos a épocas de auténtica sequedad de ideas o a otras en las que aparecían eran rápidamente controvertidas o imposibles de demostrar. Reflejar ese clima mejora el aspecto histórico, pero hace que se pierda el mismo sentido de los avances que Feynman logró.
La inquietud de Feynman fue manifiesta. De la física saltó a estudiar el fenómeno de superfluidad, lo que le llevó a sumergirse en las más bajas temperaturas tratando de explicar la extraña conducta del helio a esas temperaturas. No paró ahí porque, acostumbrado como estaba a tratar con lo mínimo, le sedujo el cambio que estaba experimentando la biología con el descubrimiento del ADN y la posibilidad de construir sus elementos. Algo que le hizo deslizarse más allá, convirtiéndose en profeta de la nanotecnología y de las computadoras cuánticas. Habló de los profundos cambios que implicaría algo que no se había abordado prácticamente hasta la década en que él moría.
Feynman poseía un carácter extraño. Despreciaba la filosofía. Dedicó diez años a estudiar los habitantes de la región rusa de Tuva.  Murió a los 69 años, con una última frase “Odiaría morir dos veces Es tan aburrido”. Hay un entretenido libro que debe considerarse autobiográfico y que recoge su espíritu: “¿Está usted de broma, Sr. Feynman?”, al que se refiere Sabadell. Merece leerse ya que refleja mejor que nada su estilo y sus ideas; y, por descontado, su desparpajo. Sabadell dice de él: “ha sido el más iconoclasta, brillante e influyente físico de la segunda mitad del siglo XX”. Y otro Nóbel, Gell-Mann no dudó en afirmar: “Se rodeó con una nube de mito, e invirtió gran parte de su tiempo y energías en generar anécdotas sobre él mismo”.
El libro parece que trata de mantener un equilibrio entre el hombre y su obra científica. Al lector le toca decidirlo. El autor ofrece una visión de sus descubrimientos y fracasos que, por muy clara que sea, se le escapa constantemente al lector no acostumbrado a una jerga incómoda por inhabitual; aun así, se logra algo así como un avistamiento. Pero nuestra engañosa percepción del tiempo nos impide llegar más allá. Miramos el firmamento y nos perdemos; miramos el átomo y nos perdemos también. Pero un libro así nos lo recuerda y nos da una sana refriega de humildad. Algo que ya debió pasar, en un nivel muy superior, a los físicos del siglo XX.
“Feynman. Cuando un fotón conoce a un electrón” es un libro del que es autor Miguel Ángel Sabadell que fue escrito en 2012 y editado por RBA en 2018 en su colección “Grandes ideas de la  Ciencia”

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