Nick Lane: Los diez grandes
inventos de la evolución.
El autor, Nick Lane, es un
bioquímico inglés que añade a sus conocimientos en esa área un afán de difundir
las mismas, una vez adaptadas al nivel del aficionado a esos temas, culto pero
lejano a los niveles que se requerirían para digerir tantas ideas.
Porque lo primero que sorprende
en ese libro es cómo, en el campo de la biología, los avances más importantes
se están realizando, sobre todo, desde los fines de pasado siglo XX y continuando
en los momentos actuales. Estamos así viviendo estos días unos avances
increíbles en los más diversos campos de conocimiento y esa simultaneidad hay
que estimar que se debe fundamentalmente a los avances tecnológicos, observables
en una simple década.
Nick Lane cubre los aspectos más
importantes de la biología en diez capítulos que él llama en el título
“lecciones”. No tienen, sin embargo, carácter profesoral, sino divulgativo, o informativo
si se quiere más claro. Y las va ordenando, desde el origen de la vida en la
tierra hasta el fenómeno de la muerte.
Para explicarnos el origen de la
vida prescinde de los rayos que caen sobre un charco siniestro a los que estábamos
acostumbrados y nos remite a las chimeneas hidrotérmicas templadas y alcalinas
del océano. Explicada la vida salta al ADN, del que los científicos tuvieron
idea alrededor de 1960, aunque sólo llegado 1980 se supo que necesitaba de un
catalizador como el ARN para duplicarse. Como anécdota: en el genoma humano el número
de letras que se suceden para definir el ADN es de 3.000.000.000 (el autor
indica que ello ocuparía unas 300 guías telefónicas) pero a continuación y como
si quisiera tomarnos el pelo añade que el genoma de una ameba, la “Amoeba dubia”,
supera 220 veces a la del genoma humano.
La lectura de este libro es una continua
serie de sorpresas. Continúa Nick Lane su exposición que es también la
descripción del avance de la vida. Y así llega la lección tercera que versa
sobre la fotosíntesis y su resultado: el oxígeno. Tan eficaz es la fotosíntesis
en la producción de oxígeno que todo en la tierra termina oxidándose y acabaría
con la vida si no se le opusiera la respiración.
Hay que enfrentarse a
continuación con la célula compleja. Hay que dejar atrás los 3.000 millones de
años en que permanecieron impasibles las bacterias, incluso en “el gran
episodio de la oxigenación” que tuvo lugar hace unos 2.200 millones de años.
Como dice Lane, “una bacteria es lo más conservador que hay”. Pero ese panorama
estable se rompe con la aparición de los seres eucariotas complejos.
Y llegado a este punto, otro capítulo
se dedica al invento más decisivo de la naturaleza: el sexo, adoptado por todos
los eucariotas. Nos dice Lane que “debe
tener grandes ventajas que compensen con creces la insensatez de su práctica”. Pero la sabiduría de la naturaleza se
demuestra en tres logros a los que se dedican los siguientes capítulos: el
movimiento, la visión y la sangre caliente.
Los dos últimos capítulos abordan
ya dos temas que parecen ajenos a la biología: la conciencia y la muerte. En
ellos, se nos demostrará que no es así, sino que son esencialmente fenómenos biológicos.
Debemos convencernos por tanto de que no somos sino un fragmento de la vida. El
tema de la conciencia puede condensarse en esta pregunta: “¿cómo interaccionan
la materia y el espíritu a nivel molecular?”. Lo malo es que, tras recorrer varias
páginas, Lane nos decide: “Lo primero que
hemos de hacer es convencernos de que la conciencia no es nada de lo que parece”.
Y parece que es así porque expone a continuación su visión de la ciencia. La
suya y de otros muchos que las discuten.
El último capítulo, perdón, la
última lección se refiere a la muerte. Ésta se presenta como un simple dictado
de la naturaleza, una lógica exigencia de la evolución, Comienza el autor por
recordarnos la historia del troyano Titono. Su amante, diosa, pidió a Zeus que concediera
la inmortalidad a Titono. Y se la concedió, pero a la diosa se le había
olvidado pedir al mismo tiempo la juventud perpetua. Consecuencia: Titono fue
envejeciendo sin parar hasta convertirse en un ser diminuto, arrugado ennegrecido
y repugnante, que solamente exclamaba: “mori, mori, mori”, ambicionando la
simple muerte.
Nick Lane se refiere despaciosamente
a la relación entre los conceptos de envejecimiento y muerte, y recuerda la opinión
de los médicos que consideran al primero como un estado, no una enfermedad. La
idea que quizá conviene guardar es la que diferencia dos tipos de células: la línea
germinal y el “soma”. Una idea que ya mantuvo en el siglo XIX Weismann, quien
afirmaba que la línea germinal era inmortal transmitiéndose una generación a otra,
mientras que las células del “soma” son desechables, simple ayudantes de la
primera. Algo que recogería Borges cuando hablaba de que en el acto sexual
dejábamos de ser individuos para pasar a ser únicamente instrumentos de la
especie.
Con ello llegamos a los famosos
radicales libres. Como hace en otros puntos, Lane comienza por referirse a las
teorías que sobre su papel sentó en 1959 Denham Harman, para inmediatamente
decir que sus teorías eran erróneas por desconocer dos hechos. Pero a renglón seguido
afirma que “de todos los modos, una versión
más refinada tiene probabilidades de ser correcta”. Y la expone atribuyendo
a los radicales libres errores de información que terminan produciendo
inflamaciones crónicas y desarrollos tumorales.
Al final, aflora el sentido optimista del científico: “Tengo el presentimiento de que será más fácil
alargar la calidad de la salud que la duración de la vida” Y el realista: “Lo más probable es que no vivamos eternamente,
ni que ese sea el deseo de muchos”.
En resumen: un libro lleno de
interés porque, explicando la vida, nos sitúa en ella. Transmite la sensación de
solidez científica y, pese a la identidad de las ideas, es inteligible en todo
momento. Un libro para recordar.
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